Nadie puede entender, ni siquiera ellas mismas, cómo hacían las mamás de antaño para manejar un hogar con una prole numerosa. Ahora vemos a los papás que muchas veces se ven a gatas para controlar dos o tres muchachitos, aparte de que sostenerlos es cada vez más costoso, y al que tiene más le dicen que ya va a completar el kínder. Porque cuento aparte es el aspecto económico, el cual también es inexplicable porque un padre de familia con un salario de empleado levantaba ocho, diez o doce hijos. Y es que las familias de seis retoños se consideraban pequeñas, algo que hoy en día es impensable para cualquiera. Claro que nuestras familias, como la mía de nueve hijos, eran reducidas al compararlas con las de aquellos colonizadores antioqueños que no rebajaban de la docena y algunos llegaban a los veinte.
Debido a que éramos tantos niños en la casa la mamá no podía dedicarles tiempo a todos y pasaba casi todo el día al cuidado de los bebés que todavía no se defendían solos. Como entre los hermanos nos llevábamos solo un año de diferencia, en las casas siempre había un chino recién nacido, otro de un año, uno de dos y otro de tres. Con eso tiene cualquiera para enloquecerse. Y súmele que no había pañales desechables, esterilizadores de teteros, intercomunicadores, coches sofisticados, sillas especiales para el carro y demás elementos que ofrece hoy el mercado para facilitar la crianza de un bebé.
De manera que por ahí desde los cuatro años uno ya quedaba destetado y se le pegaba al grupo de los más grandecitos para aprender a defenderse solo. En las horas que no podíamos jugar en la calle, porque entonces sí obedecíamos, no quedaba sino entretenernos en la casa. Desde el mismo momento que la mamá salía a hacer mandados empezaba la recocha y el despelote colectivo, y uno de los primeros recuerdos que tengo se desarrolla en una casa del barrio Estrella, donde viví mis primeros años, un día que sobró una gran caja de cartón porque compraron una brilladora. Aquí tengo la cicatriz que me hice con un cuchillo que saqué sin permiso de la cocina para quitarle unas tapas a la caja, la cual utilizamos para meternos dentro y rodarnos por las escalas de madera que comunicaban con el segundo piso. Otro día la monjita que nos cuidaba llegó con un pato y una gallina de regalo, y lo primero que hicimos fue arrearlos por toda la casa; los animalitos despavoridos subían y bajaban, salían al patio, pasaban por la cocina y al final quedaron plumas hasta en el techo. Cuando llegó mi mamá estaba esa monja que cogía el monte y hubo chancleta para todos.
Años más tarde, cada que llegaba la temporada de las cometas, nos preparábamos para armarlas con la técnica que conocíamos todos los muchachitos. Unos palitos de guadua muy bien pulidos, con la navaja que todos cargábamos en el bolsillo, el papel especial y un buen rollo de hilo que sacábamos del costurero. Pero el alboroto se formaba cuando todos nos metíamos a la cocina a preparar el engrudo, con Maizena y agua, y cada uno cogía una cacerola y empezaba a hacer el preparado. Los regueros y el desorden ponían a renegar a la cocinera, sobre todo después cuando debía lavar el pegote de los recipientes.
Otra enguanda que recuerdo muy bien fue una moda que impusieron cierta vez y creo que nadie se quedó sin lucirla. Nosotros estrenábamos ropa muy de vez en cuando, pero en la calle 19 donde quedaban los “agáchese” que eran catres de lona donde ofrecían todo tipo de mercancías de contrabando, como quien dice el inicio de lo que después fueron los Sanandresitos, vendían unas camisetas chinas que eran muy baratas. En las ciudades de la costa atlántica también las ofrecían de todos los colores y se trataba de una camisetica sencilla pero muy bonita. Entonces a alguien se le ocurrió darle un toque moderno a la prenda y el proceso consistía en lo siguiente. La camiseta se amarraba en varias partes, bien fuerte con un pedazo de cabuya, y después la metíamos en una olla que teníamos previamente preparada con agua hirviendo y una cajita de Iris para teñir tela. Con un palo sacábamos las prendas, les quitábamos las piolas y a secar a la cuerda. Esa vaina quedaba con unos círculos sicodélicos y solo debíamos esperar a que estuviera lista para estrenar.
Peor cuando nos dio por hacer los símbolos de la paz con moldes que fabricábamos en madera, para rellenarlos de plomo que derretíamos en un perol en el fogón. El reguero de metal incandescente quedaba por todas partes y el recipiente perdido. Del patio también disponíamos y siempre había perro, gato, conejos, palomas, gallinas y pollos de engorde, los cuales convertían el prado en un muladar de pantano y rila. En otra época resolvimos sembrar una huerta para cultivar hortalizas; los rábanos parecían balines, las zanahorias eran tan delgadas que al pelarlas no quedaba nada y las lechugas tenían más babosas que hojas. Sin embargo, mi madre nos compraba la producción y los rilosos que medio engordaban. Eran pollos negros que parecían gallinazos escuálidos y había que matar media docena para un almuerzo. Madres dignas de canonizar.
pmejiama1@une.net.co
2 comentarios:
Definitivamente madre no hay sino una cómo dicen por ahí!!!
Como en mi casa apenas fuimos 7 hijos, tengo que hablar de familias ajenas numerosas. Cuenta Carlos Polaroid Olaya, caminante Todo Terreno, que en su casa fueron 16 hijos, por lo que la mamá hacía el jugo en la lavadora, a los del medio les tocaban los calzoncillos "contramarcados" de los mayores y que a Carlos, en cierta oportunidad, le presentaron a un hermano en un baile.
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