Hace 20 años dejé de trabajar en el aeropuerto y todavía pienso, cada que amanece el día nublado y lluvioso, que siquiera no estoy en ese tierrero tan espantoso que se arma en el terminal aéreo cuando el clima no colabora. Mientras que durante el verano todo funciona como un relojito, a excepción de algunos inconvenientes que se presentan por problemas técnicos o de otra índole, al llegar el invierno a los empleados de la parte operativa, desde quien atiende el counter hasta el piloto del avión, los agobia el estrés y el acelere que son el pan de cada día. Fueron muchas las experiencias vividas durante ese lapso y ahora mismo recuerdo una en particular.
Iban a instalar las luces de aproximación en la pista de La Nubia y para hacer las pruebas respectivas, vino una avioneta de la Aerocivil con los técnicos y el personal necesarios. En vista de que debían efectuar varios aterrizajes, el director del ente oficial que administraba el aeropuerto se antojó de darse un champú y ahí lo encaramaron para que calmara fiebre. El caso es que en una de las aproximaciones algo salió mal, el piloto, una ráfaga de viento o una falla mecánica, y la avioneta se golpeó de frente contra la cabecera de la pista con tan buena suerte que en vez de destrozarse contra el piso, alcanzó a rodar por el asfalto y a pesar de los daños, todos sus ocupantes salieron ilesos; aparte del susto y de algunos golpes menores.
Como soy novelero por herencia fui uno de los primeros en estar en el lugar del accidente, pateándome la evacuación de los tripulantes, la evaluación preliminar de los daños, las posibles causas y todo lo que se dijera en los corrillos. Por fortuna en ese momento el voleo era poco y después de regresar a mi oficina, recibí una llamada muy extraña de un periodista de La Patria que me acusaba sin argumentos y por último amenazó con demandarme penalmente. Entonces hablé con un directivo del periódico para preguntarle de qué se trataba el asunto y me explicó que el periodista marcó al teléfono de mi oficina, y al indagar por lo sucedido con la avioneta, quien respondió la llamada le dijo que no fuera pechugón, que bajara hasta el aeropuerto a cumplir con su trabajo que para eso le pagaban; y que no jodiera más que necesitaba el teléfono. Y la verdad, me dijo, el comunicador cree haber reconocido por el tono la voz al Director de Valorización Municipal, el doctor Germán Mejía Arango.
Pichón le decía todo el mundo a ese personaje, aunque en el aeropuerto lo llamábamos el capitán bombillo flojo, porque tenía un tic que lo hacía parpadear en todo momento. Era un tipo genial, mamagallista, de fino humor, amable y dicharachero, además de amante de la aviación; le gustaba tanto volar que quienes negociaban con él decían que era muy “avión”. Muchas veces, antes de empezar su jornada laboral, muy temprano llegaba al aeropuerto y me invitaba a que lo acompañara a dar un vueltón en su Paiper Navajo Chieftain; en menos de media hora íbamos a monitorear desde el aire alguna obra que tuviera en construcción, hacíamos cualquier pirueta y regresábamos al hangar. De manera que apenas me lo nombraron supuse que era cierto, ya que nunca dejaba de pasar por la oficina para pegarse del teléfono a tenoriar, porque además era coqueto como ninguno.
Los días pasaron y me olvidé del asunto, hasta que una tarde llegó un juez con su secretario a tomarme declaración juramentada sobre el caso. Cuando dije mi nombre completo el juez preguntó, con cierta ironía, si yo era hermano del acusado, a lo que respondí que ni riesgos, que mi dios me amparara, que era una simple coincidencia. Siguió el interrogatorio y en esas entró Pichón como un ventarrón, hablando duro con ese ronqueto que lo caracterizaba, y como es de suponerse yo no sabía qué camino coger. No me quedó sino informarle de qué se trataba el asunto y procedí a presentarle los funcionarios, a lo que respondió que no jodieran con eso, que ante semejante tarde tan bonita mejor se fueran a dar una palomita en el avión. Con ese desparpajo tan suyo sacó la hoja de la máquina de escribir, mientras el secretario lo miraba estupefacto, la echó a la basura y le pasó el brazo por los hombros al juez mientras lo sacaba de la oficina con dirección a los hangares. Allá se los llevó mientras hablaba como una lora sin dejarlos siquiera rechistar.
Yo me quedé de una sola pieza. Los nervios me invadían e imaginaba que ya iban a aparecer con el piloto esposado y que a mí también me iban a echar mano por cómplice, por sapo o simplemente por estar en el lugar equivocado. Pues muy errado estaba porque llegaron al caer la tarde; venían del aeropuerto de Medellín donde el acusado les había comprado turrones del Astor, pasteles, donas, ambos estrenaban cachucha y el juez andaba güete porque Pichón le había soltado el avión durante un corto trayecto. Recogieron la máquina de escribir portátil, sus maletines y se montaron al carro de Germán, quien de esa manera se libró de un asunto que pudo llegar a empapelarlo.
pmejiama1@une.net.co
2 comentarios:
Hola, hola:
Definitivamente la familia no se pierde; a la fija algo se le pegó de tanto estar contigo. Muy gracioso y entretenido tu artículo.
No me pierdo ninguno. Felicitaciones.
Lo dicho, por un moro del Astor se tranza cualquiera
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