lunes, mayo 03, 2010

Trágame tierra.

Una persona senil muchas veces incomoda a los demás por su imprudencia. Para su fortuna, el anciano no debe recurrir a esa hipocresía que utilizamos los demás para no herir susceptibilidades, y son como los niños que dicen las cosas sin tapujos. Claro que su acompañante hace mucha fuerza cada que se encuentran con alguien para que el viejo no meta las patas, y se desespera porque no entiende lo que le dicen, deben hablarle duro, se confunde y tergiversa las cosas. Olvida que se trata de una enfermedad como cualquier otra y que nadie está libre de padecerla.

Claro que para decir imprudencias basta con abrir la boca. Una vez estábamos en Bogotá en un almacén y nos topamos con una parienta de mi mujer, con quien no se veía desde hacía mucho tiempo. Ana María se le abalanzó a abrazarla, darle besos y sobarle la barriga mientras con voz tierna le decía que qué era esa belleza, que por qué nadie le había contado que esperaban un bebé. La pobre muchacha miró a su marido con cara de asombro y alcanzó a balbucear: No, qué va, ¡yo acaso estoy embarazada! Ahí es cuando uno quiere que la tierra se lo trague.

Es común que al encontrarnos con alguien no recordemos su nombre, por lo que debemos hacer un esfuerzo para entender lo que el otro dice mientras el subconsciente trabaja a marchas forzadas para dar con la información. O cuando queremos preguntarle por su familia y toca echar cabeza para recordar si el fulano tiene los padres vivos, y al final resolvemos que es preferible pasar por mal educado que meter las quimbas.

Mis padres eran amigos de subir a Chipre a mirar el paisaje y mecatiar, a pesar de la nube de mendigos y vendedores de chucherías que pululan allí. El viejo era muy seriote y le ofuscaba que llegaran a echarle cuentos, como un señor en silla de ruedas que ofrecía boletas para la rifa de un cuadro pintado por él. En un principio le compraba, porque el hombre además tenía artritis en las manos, pero al cabo del tiempo ya estaba jarto de participar en el sorteo. Entonces se arrima el tipo a entablarle conversa a mi padre, quien le respondía con monosílabos, y en esas le pregunta por su hermano Fabio. Él murió hace como tres años, le dice mi padre de mala gana, por lo que el tipo comenta como para no cerrar el diálogo:
-¡Ah, de razón que no lo he vuelto a ver!

Mi mamá, que por cierto era bien despistada, se moría de la risa cuando se le olvidaba algo o hacía alguna pendejada. Un día envolató el teléfono inalámbrico y no había manera de encontrarlo, hasta que por fin timbró y apareció dentro de la panera. Y entre más pensaba por qué lo había guardado en ese lugar tan absurdo, más risa le daba. Al final de su enfermedad hubo que administrarle medicamentos muy fuertes para el dolor, los cuales a veces la confundían un poco, por lo que al despedirse de una señora que fue a visitarla le mandó saludes a una amiga que tenían en común. La otra, sorprendida, le respondió que cómo así, que si acaso no se acordaba que ella había muerto hacía poco. Y mi mamá, que era muy consciente de su condición, le dijo con mucha gracia:
-Ah, no, entonces olvídate de las saludes que yo se las doy personalmente.

Otro día le recordó a mi hermana la promesa que le hicimos de llevarla al Santuario de Buga. Mónica, angustiada de que mi madre creyera que pronto se iba a recuperar, le dijo que claro, pero que debíamos esperar a que estuviera mejorcita. Entonces mi madre responde muy tranquila:
-Mija, por Dios, yo me refiero es a las cenizas.

Y nos fuimos en patota con algunos familiares, llevamos fiambre, dormimos por allá y tomamos aguardientico, como le gustaba a ella. A los días de regresar, mis hermanas no sabían qué hacer con las cenizas y decían que con ellas por ahí rodando se sentían como en Cien años de soledad. Entonces resolvimos depositarlas en la tumba de mi padre, por lo que un día encontré a Mónica muy confundida porque en el Jardín Cementerio le dijeron que ese mandado costaba lo mismo que un entierro. ¡Olvídese!, le comenté, se van de vista el domingo, llevan unas flores y una palita para hacer jardinería, y cuando hayan removido la tierra riegan con disimulo las cenizas, que de una vez sirven como abono.

Resulta que en medio de las tumbas de mi papá y Ardilla, mi hermano, está la de otro señor que casualmente también es Mejía. Llegan mis hermanas al cementerio muy compungidas, nerviosas de que las pillaran, y cuál sería la angustia cuando después de llevar a cabo el plan, Maria Clara se percata de que la otra regó las cenizas en la tumba del vecino. La pobre Mónica sólo atinó a escarbar con los dedos, y utilizándolos como rastrillos, trataba de empujar lo más que pudiera al sitio correcto. Ahí la tristeza se tornó en carcajadas y lloraban, pero de la risa, y la conclusión fue que lo que se hereda no se hurta, porque a mi madrecita le hubiera sucedido exactamente lo mismo.
pmejiama1@une.net.co

1 comentario:

Jorge Iván dijo...

Lo maravilloso de estas anécdotas familiares es la forma tan natural como las cuentas. Quién pudiera tener ese don. Felicitaciones