A ver si quienes presentan a diario avances en la tecnología y nos aturden con avalanchas de adelantos científicos, son capaces de meterle el diente a un asunto que me ronda la cabeza desde hace días: que se inventen una conexión de internet para el cerebro humano. Con la acumulación de calendarios la memoria empieza a flaquear y es común que olvidemos nimiedades que aunque estamos seguros de saber su respuesta, por más que tratemos es imposible traerlas a la memoria. Uno pretende olvidar el asunto pero en la mente el subconsciente sigue con la búsqueda, hasta que en medio de otra conversación cualquiera salta la respuesta; cuando ya para qué. El caso es que mientras tengamos a mano una conexión a internet el asunto se soluciona, porque basta teclear la inquietud en Google y en un parpadeo tenemos la solución. Entonces, para no depender de aparatos electrónicos, lo ideal sería contar con línea directa entre nuestro “diminuto hórrido abismo”, como dijo el poeta, y la red cibernética. Así tendríamos acceso a toda la información, no ignoraríamos nada, pareceríamos el libro gordo de Petete.
Porque entre más cosas aprende uno en la vida, más se aterra de la cantidad que desconoce. Nuestro cúmulo de saberes puede compararse con un grano de arena en el Sahara; una gota de agua en el océano; una estrella en el firmamento. Morimos con el cerebro sin estrenar porque dicen los entendidos que a ese disco duro le cabe muchísima información, y se atreven a diagnosticar que un personaje como Einstein, que fue un tipo bien pepa, solo utilizó un 10% de su capacidad cerebral. Qué puede esperarse entonces de un simple mortal como uno: ignorante al cuadrado, por quince de fondo.
El filósofo griego Sócrates fue el que se dejó venir con la frase que titulo este escrito y eso que el cliente pertenecía al combo de los que había para mostrar en esa época. La máxima resume el convencimiento de su ignorancia, aparte de una modestia muy loable. Claro que pensándolo bien, si entonces no contaban siquiera con un transistor para enterarse de los acontecimientos, el tipo no debía saber tanto como lo hacen creer sus biógrafos. Me late que aquellos filósofos se destacaron porque dedicaron algo de tiempo al raciocinio, mientras sus paisanos se gastaban la existencia en cazar peleas, jartar vino, perseguir muchachas y construir templos y palacios. No les quedaba minuto para dedicarse a hacer dibujitos en la arena.
Un ejemplo sencillo de lo amplio que es cualquier tema y lo poco que lo conocemos, puede verse en el lenguaje. Dicen los estudios que una persona ilustrada, amante de la lectura e interesada en el buen manejo del idioma, al final de sus días cuenta con un léxico aproximado a cinco mil palabras; si se trata de un erudito el número puede llegar a siete mil. Póngale pues que el hombre sea un sabio, un lingüista de cartel, el non plus ultra de las letras y que acumule el doble: catorce mil palabras. Eso no es nada comparado con el total que tiene nuestro idioma, que según dicen son ciento cincuenta mil; aunque algunos aseguran que con los vocablos en desuso y otras arandelas la cifra es mucho mayor.
Al que se crea muy salsita en conocimientos del idioma basta hacerle una prueba para bajarlo de la nube: abra un diccionario en cualquier página y empiece a preguntarle el significado de palabras escogidas al azar. Seguro que muy pronto va a pedir cacao y a reconocer que su léxico no es tan rico como creía. A quienes nos gusta la lectura hemos despachado libros de todo tipo y sin embargo cada que leemos uno nuevo, encontramos palabras desconocidas que muchas veces nos hacen consultar el diccionario; por fortuna la mayoría pueden deducirse por el sentido de la frase y así ahorramos mucho tiempo. Hace poco leí un libro sobre la vida de Jorge Eliecer Gaitán, escrito por J. A. Osorio Lizarazo, copartidario del caudillo y cuyo lenguaje, asumo que por ser escrito en esa época, me pareció almibarado y rebuscado; en todas las páginas hay vocablos desconocidos para mí, como simonía, proditorio, hebdomadario, ditirambo, ácrata, preterir o tropo, que de una me mandaron al diccionario, y otras que aunque creo haberlas visto alguna vez, por su poco uso tampoco es fácil recordar su definición: molicie, malbaratar, contumelia, mendaz, morralla, hiperestesia, inverecundo o preterir.
Lo mismo pasa con escritores y poetas, que cuando uno cree conocer algo del tema, ligerito se convence de su ignorancia. En el libro Los detectives salvajes, del chileno Roberto Bolaño, y en Barba Jacob el mensajero, de Fernando Vallejo, nombran varios cientos de poetas, literatos, intelectuales y hombres de letras, y al menos en mi caso los reconocibles pueden contarse en los dedos de las manos. O en el poema Son, del magistral León De Greiff, debí recurrir al Larousse para entenderlo porque no conocía el significado de zampoña, sacabuche, arpegio, daifa, adufe, vozne, bandurria, murria, cornamusa o zote.
Alguna vez Pato Restrepo conversaba con un señor y al despedirse el tipo comentó que él le parecía un hombre muy conspicuo. Pato queda con una espinita y no lo deja ir sin decirle: ¡Pues mientras averiguo qué es esa vaina usted es un hijueputa!
Pmejiama1@une.net.co
2 comentarios:
Don Pablo:
La memoria, con el tiempo se vuelve como los libros viejos: se le pegan las hojas. Por eso se nos olvida a veces hasta del teléfono de la casa.
Pero para salir fácil del lío, resolví imitar al sirviente de un noble egipcio de un libro que ahora leo: cuando me preguntan algo de afán y no tengo la respuesta ahí cerca, simplemente comento que para mi comodidad, hice votos de amnesia inmediata.
Me gusta la idea tuya del chip especial de memoria pero aún así le encuentro un incoveniente: ¿qué tal que la mujer encuentre el control remoto?
Ja,ja,ja.Eso se llama "un madrazo en espera". Tienes toda la razón Pablo, ahora ya podemos medir en gigas lo mucho que no sabemos. Por ejemplo, y en mi caso, el que me llena los crucigramas es Google, porque escasamente me se la respuesta del número atómico 22 que es TI (Titanio) y me lo aprendí porque nací ese día
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