lunes, julio 05, 2010

El cuero, la número 5, el esférico…

No sé cuál es la pendejada ahora que a todo le tienen que meter ingeniería, cambiarlo, aplicarle tecnología de punta y modernizarlo a como dé lugar. Está bien que innoven con los teléfonos celulares, que las cámaras fotográficas sean más delgadas y sofisticadas, los vehículos evolucionen y las computadoras personales presenten infinidad de novedades, pero aplicarle tecnología espacial a un balón de fútbol sí me parece como exagerado. Jabulani, “celebrar” en lengua zulú, es el modelo de balón que lanzaron para el mundial de Sudáfrica y con el cual, para mi gusto, lo único que lograron fue confundir a los jugadores porque mientras le cogieron el tirito, pasó medio torneo sin poderle atinar a la portería.

Muy bonito el diseño de la nueva pelota, excelentes materiales y mucho trabajo de laboratorio, pero podrían haberla puesto en circulación con antelación a la cita mundialista para evitar que los futbolistas la saquen del estadio a cada momento, mientras los espectadores nos agarramos la cabeza y maldecimos con desesperación. Los únicos que han sacado provecho del cambio son algunos porteros, quienes después de cometer alguna chambonada le echan la culpa al novedoso adminículo.

En todo caso la diferencia que existe entre un balón de los que usábamos en nuestra niñez para entretenernos y las maravillas que se inventan ahora, es tan grande como la que hay entre la mula y el jet. Durante mi infancia el mayor sueño de cualquier mocoso era recibir como regalo un balón de fútbol nuevo, aunque ese presente sólo era posible cuando uno hacía la Primera Comunión, porque como cuelga de cumpleaños o aguinaldo no clasificaba debido a que era muy costoso. De manera que no quedaba sino hacerle ganas y cada que visitábamos el centro arrimábamos al almacén Paniza Deportes, el negocio de los Llano Betancur que quedaba en la falda de la carrera 22, antecitos de llegar a la Catedral, para observar con envidia los lustrosos balones que colgaban en la vitrina. “La número 5” le decíamos al ansiado juguete.

Por fin se llegaba el momento esperado y uno recibía su balón propio. Venía lustroso con sus cascos hexagonales pintados de blanco y negro, enfundado en una malla especial que servía para guardarlo, y nadie quería estrenarlo porque sabíamos que de inmediato se borraba la pintura y perdía la magia. De todas maneras tocaba ponerlo a rodar y al poco rato ya era una pelota de cuero sin ningún atractivo, que cuando llovía se entrapaba y recogía mugre hasta convertirse en un peligroso proyectil. Porque cabecear un balón en esas condiciones, que después del impacto lo dejaba a uno turulato y bañado en arena, era un verdadero atentado contra la salud.

Los pinos y arrayanes que hay en la parte baja del Parque del Cable fueron sembrados allí hace 40 años para que nosotros no jugáramos fútbol. Por más que Alfonso, el parquero, nos regañara porque le manteníamos el prado achilado y pelado en algunos sectores, no perdíamos oportunidad para improvisar dos porterías, con los útiles del colegio y los sacos, y disputar un picadito bien entretenido.

Al que fuera muy maleta para el fútbol no lo escogían en ninguno de los equipos, sorteo que se hacía con un pico y monto para ver quién elegía primero, y la única manera de poder jugar era ser dueño del balón. Claro que había unos muy zalameros que jodían por todo y cada que alguien pateaba fuerte, el otro empezaba con la cantaleta que no le diera punta porque lo dejaba huevito; y si pasaba un carro y en esas el balón rodaba a la calle, había que ver el escándalo porque de pronto lo apachurraba. Los balones tenían en su interior una vejiga de goma con válvula y antes del picado íbamos a la bomba Palogrande, de doña Mercedes Ángel, para echarle aire hasta que quedara bien inflado; lo que llamábamos campanita.

Antes vivimos en el barrio La Camelia y allá también improvisamos un sitio para jugar. La calle 70 baja cuadra y media desde la Avenida Santander, y allí termina en un espacio circular para que los vehículos puedan voltear. Entonces marcamos una portería en un murito que hay en la entrada a la casa de mi tío Eduardo, con la ventaja que en el área chica quedaba un espacio con piso de tierra para que el portero pudiera revolcarse; el resto de la cancha era en pavimento. Ahí jugábamos herraduras y nos entreteníamos al cobrar penaltis.

Un día estaba mi hermano Daniel, que tendría 7 años y era un verdadero chinche, entretenido con el cuero de un balón roto al que le dio por rellenar con piedras y luego ponerlo en el punto de los cobros. En esas vio que Cajiao, un vecinito muy fantoche, se bajó del bus en la esquina y de inmediato lo invitó a que pateara, mientras le mostraba el balón que ya estaba acomodado. El otro zambo aceptó sin dudarlo, dejó los cuadernos y demás pertenencias en el andén, y cogió impulso desde la mitad de la cuadra para fusilar al improvisado portero. Cuenta mi hermano que el mocoso reventó el zapato y salió disparado de cabezas cuando su pie se encontró con semejante mojón. 45 años después todavía me rio al imaginar la escena.
pmejiama1@une.net.co

1 comentario:

Jorge Iván dijo...

Oiste Pablo. Tus balones fueron muy modernos, en cambio los que me tocarón ni te los pinto porque... que pena.
Eso si, ya más entrado en añitos, nos jugábamos unos partidos en la cancha de la escuela del barrio Santa Mónica, acá en Medellín, que comenzaban a la una de la tarde y terminaban cuando el balón y los jugadores ya no se distinguian por la oscuridad. Es decir, partidos de 6 ó 7 horas y con marcadores como 23 a 17