martes, enero 11, 2011

Respeto ante todo.

La buena convivencia se basa simple y llanamente en el respeto. Basta con que cada persona conozca sus deberes y sus derechos, pero sobre todo que los ponga en práctica, para que las sociedades vivan en paz y armonía. Ahí está la mayor diferencia entre los países desarrollados y los que aún seguimos en la estancada. Muchos se preguntan, por ejemplo, por qué nosotros que contamos con infinidad de recursos naturales, una excelente posición geográfica y un elemento humano recursivo e inteligente, seguimos condenados a vivir en el tercer mundo. Y que nadie diga que estamos llenos de bandidos, oportunistas, timadores y corruptos, porque afortunadamente esos son minoría; lástima que tan pocos hagan tanto daño.

Durante nuestra infancia nos enseñaron a respetar a cualquier persona mayor, sin importar sexo, color, religión o condición económica; yo debía decirle señor al que arreglaba el prado, al peluquero, al viejito que cargaba el mercado en un canasto o al policía de la esquina. El trato para la empleada del servicio era similar y ninguna persona era merecedora de humillación o desprecio; hasta el limosnero que pedía que le echaran las sobras de la cocina en un tarro viejo, era merecedor de respeto. Todos los mayores de la familia podían reprendernos y en caso dado hasta una palmada nos daban. En cambio hay que ver a muchos mocosos ahora, quienes creen que la gente vale por la plata que tiene; usted los regaña y le meten una insultada de padre y señor mío. Y no obedecen ni a palo. Por fortuna todavía muchos padres inculcan en sus retoños lo que acertadamente llaman las palabras mágicas: sí señora, muchas gracias, por favor, con mucho gusto, permiso, a sus órdenes.

Por ello llamó mi atención una frase que oí hace unos años y que resume la idea de una manera clara y precisa. Resulta que nos invitan con alguna frecuencia a pasar el fin de año a una finca de don Gabriel Pinedo Vidal, localizada en un lugar paradisíaco: muy cerca de los límites entre los departamentos de Magdalena y La Guajira está la desembocadura del río Buritaca en el mar Caribe, y en ese lugar queda La Avelina, como se llama la propiedad en homenaje a la madre del propietario. De allá no provoca regresarse porque la brisa del mar y el sonido de las olas arrullan en las noches, además de que la gastronomía costeña y las tertulias en la playa son fenomenales.

Recuerdo que la primera vez que fuimos los invitados éramos muchos, por lo que Gabriel, con esa amabilidad que lo caracteriza, renunció a su habitación y se acomodó en una hamaca, en una esquina del corredor detrás de la cocina; a su lado se instalaron además la niña Mary y el casero. La mujer, de mediana edad, es una guajira voluptuosa y alegre que prepara el pescado y los platos típicos con maestría, mientras que el tipo, a quien todos llaman Pajarilla, es un costeño relajado que laboró toda la vida con Gabriel en diferentes oficios. Otra cosa habitual en esa zona del país, es que el trato entre el patrón y los empleados es más una relación de amistad que de trabajo.

Nuestro anfitrión es un hombre de unos 65 años, calmado, bonachón y sencillo que se expresa en voz baja con un acento Caribe muy agradable, a diferencia del costeño común que es dicharachero, bulloso y ordinario, y que por su forma de hablar es difícil entenderle. Resulta que Gabriel, desde su hamaca, a toda hora llamaba al empleado, cincuentón él, para solicitarle algo: ¡Pajarilla!, anda mira qué pasa con el agua; ¡Pájaro!, fíjate ahí si tenemos naranjas cogidas; ¡Pajarilla!, te recomiendo que aspires la piscina, etc., mientras que el otro con la parsimonia habitual cumplía con sus labores. En una de esas Gabriel le grita: ¡Pájaro!, y el otro responde: ¡Ajá! Entonces el viejo lo reprende con la frase que me impactó: ¡Ajá no, señor!; y no es porque yo sea tu patrón, sino porque soy mayor que tú.

Por fortuna el buen humor tiene cabida en cualquier situación. Es común en nuestro medio que gentes humildes agreguen los artículos determinados “el y la” al nombre de las personas; dicen el Vítor, la Yojana, el Estiven, la Deisy. El Negro Rodrigo Peláez nació en Manizales pero creció en Bogotá y cuando terminó sus estudios superiores, se vino a desempeñar aquí la profesión. Edgar Díaz, bogotano, fue su compañero de universidad y también decidió establecerse aquí. Recién llegados, y como Rodrigo conocía más gente, acostumbraba presentar a su amigo a quien llamaba el Esgar; lo hacía adrede, por mamarle gallo. Y a toda hora que ahí viene el Esgar, que invitemos al Esgar, que pregúntele al Esgar.

Hasta que un día el doctor Díaz resolvió aclarar la situación, pero antes que todo recalcó que ellos eran amigos hacía muchos años, colegas y hasta socios en algún negocio, y que lo que quería proponerle era más un favor personal que una imposición. Que si era posible, le agregara la letra D a su nombre para que lo pronunciara correctamente; que él se lo agradecería de verdad porque esas cosas con el tiempo se vuelven costumbre. Pues dicho y hecho: desde ese mismo día el Negro lo llama “El Desgar”.
pamear@telmex.net.co

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