Cursé quinto de primaria en el colegio Nuestra Señora, en la carrera 24 entre calles 19 y 20, y todos los días me trasportaba en bus urbano con mi hermano Ardilla (su nombre era Fernando, aunque así no le decía nadie porque desde chiquito era como una ardillita: inquieto, despierto y muy hábil con las manos. Yo era un año mayor que él y murió hace dos décadas, por la simple picadura de un zancudo). Salíamos del colegio como a las 4 de la tarde, bajábamos una cuadra y al frente del Palacio Arzobispal, por la carrera 23, vivía nuestra abuela paterna Teresita Restrepo, Tita; ella nos daba plata para que le compráramos la parva en La casa del pan, una panadería que funcionaba en los bajos del Palacio. Subíamos de nuevo y nos servían el algo: un chocolate que amasaban con especies y por lo tanto sabía delicioso, acompañado de pan recién horneado. ¡Qué aromas aquellos!
Luego la abuela nos advertía que esperáramos el bus en el paradero que había al frente y que ella nos echaba ojo desde la ventana, para que no nos fuéramos por ahí a callejear. Nos recostábamos contra el edificio y de reojo mirábamos si la viejita todavía nos espiaba, y cada que paraba un bus, hacíamos amago de montarnos pero con señas le dábamos a entender a nuestra guardiana que estaba muy lleno y que mejor esperábamos el próximo. La táctica nunca falló porque al rato la abuela se jartaba y en el primer descuido salíamos disparados para echarnos la caminada por la carrera 23, donde disfrutábamos al mirar las vitrinas mientras degustábamos algún mecato.
En las primeras cuadras no había nada interesante, pero en la esquina de la calle 22 nos arrimábamos a la vitrina del almacén Bebé, porque aparte de artículos para recién nacidos siempre había triciclos y algunos juguetes muy llamativos; ahí también paraban los buses urbanos y si empezaba a llover, aprovechábamos para embarcarnos. Luego debíamos estar alertas porque en muchos almacenes conocían a nuestro padres y sin nos veían deambular solos, seguro les iban con el cuento.
Entonces pasábamos rapidito por el almacén Vanidades, pero en El Artístico sí nos deteníamos porque era la mejor vitrina del centro. No faltaba un animal disecado, colecciones de carritos, navajas, estilógrafos finos, llaveros y artículos de muy buen gusto. Aunque debíamos tener cuidado porque mi papá era asiduo visitante por su amistad con Evelio; mucha gente creía que eran hermanos por su parecido físico, el mismo apellido y cierta tendencia a hacer mala cara. Además, al frente quedaba el negocio de Aurelio Restrepo y esa era otra parada obligatoria de nuestro padre.
En la próxima esquina, al frente del Club Los Andes, don Efraím Ángel vendía sus telas y como el señor vivía frente a nuestra casa, en La Camelia, también nos podía aventar. Otro sitio que mi papá frecuentaba a diario era La Colmena, el negocio de su gran amigo Antonio Llano; detrás del mostrador siempre estaban Toño y Josefina. Por lo tanto, para pasar desapercibidos, cruzábamos la calle y nos metíamos a La Suiza, para comprar los famosos “esquimales”, que eran una especie de helado forrado con chocolate y venían envueltos en papel mantequilla; absolutamente exquisitos. Milhojas y acordeones también eran pasteles muy apetecidos por nosotros.
Luego nos deteníamos a ojear discos en el almacén Long Play, en un local del edificio Esponsión. Seguíamos adelante frente al Club Manizales, al almacén Van Ralte, la cafetería Dominó y en la esquina de la 27, después de cruzar la calle, había otro paradero de buses. Al frente vendían unos pasteles de piña deliciosos, en el restaurante chino Toy San, en los bajos de la casa de don Adán Delgado. A veces no comíamos nada en el trayecto y preferíamos esperar hasta Míster Albóndiga, en la esquina de la calle 29, donde ese alemán mal encarado, que era más serio que un tramposo, vendía aquellas primeras albóndigas que todavía hoy ofrecen en varios negocios, aunque ninguna iguala a las originales.
Frente al Parque de Caldas quedaba el almacén de don Benjamín López, el paraíso para cualquier niño, porque vendían todo lo que uno podía llegar a desear. En la siguiente esquina esperábamos el bus, que sólo se detenía en los paraderos establecidos, y llegábamos a la casa satisfechos, además de que mi mamá nunca preguntaba por qué nos habíamos demorado. Entonces no era peligroso visitar el centro, no había atracadores ni prostitutas, y los transeúntes caminaban tranquilos por las aceras; nada de ventas ambulantes y los negocios eran atendidos por sus dueños, comerciantes ilustres. Qué pensarán todos estos viejos hoy, los que están con nosotros y los que se fueron, al ver el mercado persa y el garito de mala muerte en el que se convirtió ese entorno.
De todos los negocios nombrados el único que existe, aunque en local diferente y ahora con sucursal en la zona rosa, es la pastelería La Suiza. Eso sí es perseverar: mi relato data de hace más de 40 años y el señor Rodolfo Lendi sigue ahí, al pie del cañón, con los mismos productos y sin rebajar un ápice en la calidad. Estamos en mora los manizaleños, y FENALCO en especial, de hacerle a este suizo laborioso y simpático el homenaje que se merece.
pamear@telmex.net.co
1 comentario:
Qué memoria... No me tocó esa época, pero al menos sí viví una en que podía salir solo a la calle teniendo 15 años sin que pensaran que me iban a violar, secuestrar, matar o algo peor.
Además este artículo, me trajo a la memoria a mi tío Ardilla... q gratos recuerdos.
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