miércoles, marzo 27, 2013

Memorias de barrio.


Muchos de nuestros recuerdos más gratos se remontan a la infancia y a esos barrios donde compartimos tantos momentos maravillosos. Hay quienes durante su existencia viven en diferentes sectores de la ciudad y además residen durante temporadas en otras latitudes. En mi familia no fuimos muy andariegos y por ser pocas las viviendas que habitamos guardo en mi memoria aquellas casas, las cuales puedo describir con lujo de detalle en su distribución y demás características; también los entornos, sus vecinos, sucesos y personajes. Inicio una serie de remembranzas sin orden cronológico, y que espero publicar cada cierto tiempo, donde quiero revivir momentos y experiencias de aquellas épocas.

Cuando llegamos al barrio La Camelia, a principios de la década de 1960, las casas construidas en el vecindario eran muy pocas. El barrio debe su nombre a la finca que fue de mi abuelo Rafael y en cuya casa quinta vivió con su familia durante varios años, la misma que no alcanzamos a conocer porque entonces ya la habían demolido; mi tío Eduardo aprovechó el lote para construir allí su casa de habitación. Sentí nostalgia cuando hace unos meses vi desde mi ventana una maquinaria pesada derribar la edificación, porque fueron muchos los momentos inolvidables que vivimos en ella; ahora construyen allí un flamante edificio y por fortuna respetaron los guaduales, las palmas y algunos árboles monumentales que adornan el lugar desde hace muchísimos años.

Cuando murió el abuelo algunos de mis tíos procedieron a urbanizar los terrenos de la finca, la cual lindaba por el oriente con la avenida Santander, por el sur con el batallón Ayacucho, por el occidente con lo que es hoy la Escuela Nacional de Enfermería, cuya vieja casona sigue en pié, y por el norte con la finca La Lucía. Así nació el barrio y pronto mis padres se animaron a construir su casa ahí en la calle 70, unos pasos abajo de la avenida Santander. Diagonal hacia arriba quedaba la residencia de don Roberto Muñoz, la cual también recién desapareció para dar cabida a un moderno edificio; esa casa tenía un amplio solar con una malla que lo separaba de la calle y quedaba a todo el frente de nuestra vivienda. En el patio don Roberto tenía un perro chow- chow, peludo, con el rabo enroscado y una inmensa lengua morada que mantenía afuera, el cual hacíamos correr de una esquina a la otra mientras ladraba enloquecido; también había unos gansos que graznaban en coro y que nosotros parecíamos retar a ver quién se cansaba primero. Hasta que el viejo se asomaba a implorarnos, por lo que más quisiéramos, que no jodiéramos más con esos animalitos.

En esa época mi tío Eduardo se radicó en Europa con la familia y su casa fue tomada en alquiler por don Arcesio Londoño, quien llegó procedente de Bogotá. Entonces Pedro Quiñones, quien llevaba mucho tiempo encargado de los amplios jardines, resolvió que no podíamos volver a entrar a los límites de la propiedad porque ahora el patrón era el nuevo inquilino. La orden nos cayó como un baldado de agua fría, porque siempre habíamos recorrido el predio sin ninguna restricción. Claro que las incursiones adquirieron un encanto especial, pues bien es sabido que para unos mocosos inquietos no existe nada más llamativo que lo prohibido. Además, no íbamos a renunciar así de fácil a las feijoas, curubas, moras y demás frutas que allí crecían silvestres.

Cierta mañana estaba con mis hermanos y vimos aparecer un gordito repelente, nieto de don Arcesio, que buscaba amigos en el vecindario. Como nosotros éramos unos chinches esmirriados que vestíamos bluyín Mac Nelson, camisita de popelina y grullas, el zambo nos pareció un “rolito culo” porque estaba bien vestido, pulcramente peinado y tenía buenos modales. Para peor inri, al momento de hablarnos pudimos comprobar que el mocoso era gago, lo que dio origen a burlas y remedos que de inmediato lo molestaron. Cada que el gordo Wilson quería decir algo nos prendía un ataque de risa, hasta que se fue iracundo para la casa y apareció al rato acompañado de un inmenso perro bóxer, que azuzado por él corría hacia nosotros.

Como unas ardillas nos trepamos a lo más alto de unos de los arrayanes que adornaban los antejardines de la urbanización (algunos permanecen en pie), mientras el animal saltaba enfurecido y mostraba los colmillos en terroríficas dentelladas. Ya entumidos por llevar horas engarzados en las horquetas del árbol le rogábamos al gordo que nos dejara ir para la casa, pero apenas quería decir algo y de nuevo se le pegaba la lengua, nos retorcíamos de la risa y debíamos agarrarnos bien de las ramas para no caer en las garras de la fiera.

Hasta que por fin apareció la cocinera de su casa y desde el “quiebrapatas” que había a la entrada de la propiedad, lo llamó a almorzar. Entonces nos tiró las últimas piedras mientras amenazaba y advertía, y apenas desapareció salimos disparados para nuestra casa. Cuando llegamos ya la mamá del gordo había llamado a poner la queja y nos ganamos tremendo regaño, porque ambas familias eran allegadas. Debimos jurar que no volveríamos a burlarnos de Roberto, con quien hicimos buenas migas y por cierto después resultó ser un fabuloso cantante. Lo increíble es que cantaba de corrido.
@pamear55

3 comentarios:

j dijo...

Lástima no vivir por allá, porque lo veo todo y me pongo nostálgico con mi barrio de infancia; esos líos en que nos metíamos y las aventuras por las que pasamos son inolvidables.
Me alegra mucho leer tus crónicas.

JuanCé dijo...

Pablo:
El comentario firmado por j es mio, que no fui capaz de hacer bien las cosas.

nosotras74 dijo...

Pablito, siento envidia por la forma en que escribes, no quisiera que se acabara el cuento, cuéntame más.
Por qué no lo vuelves un cuento?