jueves, octubre 08, 2015

Recuerdo cuando… (I)

Soy dado a escarbar en la memoria para revivir esas primeras impresiones que logro rescatar, a veces sin poder calcular la edad que tenía en cada suceso pero convencido de que algunos son de cuando apenas abría los ojos a este mundo. Ahora dicen que el pasado hay que enterrarlo, que solo importa el presente y hacer planes para el futuro, pero a muchos nos gusta revivir momentos inolvidables de una existencia que sin duda era más fácil de llevar. Estos repasos no son aptos para quienes prefieren ocultar su edad.

Recuerdo por ejemplo cuando el cura daba la misa en latín y de espaldas a los feligreses. A esa edad uno no entendía ni forro, y menos en ese idioma tan raro, pero se entretenía con la ceremonia y esperaba ansioso a que echaran el incienso o a que el sacristán hiciera sonar la campanita. Me parece ver al padre Uribe frente al altar, siempre de espaldas, mientras los niños nos aburríamos y empezábamos a secretearnos y a reírnos de cualquier bobada. Mi mamá nos regañaba y nos metía uno que otro pellizco, hasta que por fin oíamos la única frase que entendíamos, la misma que anunciaba el fin de la ceremonia.  

A los cuatro años ya salía los domingos a caminar por los alrededores de Manizales con mi papá y mis hermanos mayores; deduzco mi edad porque veo que el tren dejó de operar en 1959. Alcancé a verlo de cerca y recuerdo que veníamos por la carrilera, por donde queda hoy el barrio Aranjuez, y en esas apareció con su gran columna de humo. Mi papá dijo que nos tumbáramos cerca a la vía para sentirlo vibrar; el estruendo de ese monstruo, los chorros de vapor y las pavesas que saltaban del fogón quedaron grabados en mi memoria. En la estación de Villamaría, donde queda ahora la bomba de gasolina a la entrada del municipio, había un tanque inmenso de agua del que abastecían las calderas de las locomotoras.   

El cable aéreo a Mariquita funcionó hasta 1961 y ese también lo recuerdo con claridad. Algunos chinches subían al Cerro de Oro a esperar las góndolas, que ahí pasaban muy bajitas, para treparse y echarse el paseo hasta la estación; aunque debían saltar unos metros antes de llegar a la plataforma y salir a las carreras, para evitar que los castigaran por imprudentes. Las góndolas recorrían muy despacio el extenso corredor de la parte trasera del edificio del cable y allí los coteros descargaban, para después, siempre en movimiento, acomodar la carga que salía de una vez para el oriente. También viajaban montañeros que se acomodaban encima de los bultos con su ruana y sombrero, dispuestos a que lloviera o a que se fuera la luz y quedaran por ahí varados en algún precipicio.

Del centro de la ciudad recuerdo que los avisos de los almacenes no estaban adosados a la pared, como ahora, sino de manera perpendicular para que los peatones pudieran verlos mientras recorrían las aceras. Al anochecer los encendían y era un hervidero de colores y luces de neón, pues cada uno buscaba llamar la atención. En diciembre procedían con el alumbrado navideño, que consistía en unos cables llenos de bombillos de colores que instalaban de lado a lado en las carreras 22 y 23, en el sector comercial, dándole un ambiente festivo a la ciudad. En las terrazas de los edificios del Parque de Bolívar había grandes avisos, como el de Hijos de Liborio Gutiérrez, al que le daba movimiento el neón y representaba a un señor poniéndose el sombrero Barbisio.

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