Cierta vez oí decir que a medida
que uno acumula calendarios el paso del tiempo le pasa a los vuelos, dizque por
tener más de dónde comparar. Y parece razonable, porque sin duda cuando éramos
niños el transcurso de un año se hacía eterno. Vivíamos en función de las
vacaciones y desde el inicio del año lectivo empezábamos a preguntar cuánto
faltaba para la Semana Santa; después a hacerle ganas al asueto de mitad de
año, el cual era lo suficientemente extenso como para olvidarnos del colegio.
Por último el premio mayor, las vacaciones de diciembre, un lapso que parecía interminable
para nosotros.
De esa primera infancia recuerdo
que cuando tenía seis años subía del barrio Estrella a comprar la parva a la
panadería La Victoria, estimulado porque don Roberto siempre me daba unas
gafitas o un mojicón de encima. Luego me quedaba de novelero frente a una
casona que había donde está hoy el Multicentro Estrella, la cual acababan de
alquilar a una empresa mejicana encargada de la construcción del oleoducto que
viene de La Dorada. Era un caserón inmenso estilo mejicano, con un amplio
corredor lleno de arcos que daba hacia la avenida, y hervía de movimiento por
la cantidad de personas que entraban y salían. Al regresar a la casa mi mamá me
regañaba por la demora, ya que siempre le daban nervios de que me cogiera un
carro al cruzar la avenida.
Como aún no existían las
pasteurizadoras de leche, el necesario alimento se compraba en una camioneta que
recorría las calles y para tal fin bastaba llevar una cantina, recipiente
característico, donde le echaban los litros que se hubieran estipulado en la
contrata. Era leche cruda, sin ningún tratamiento diferente al agua que le agregaban
para bautizarla (léase rendirla), y así se consumía en los hogares, muchas
veces sin siquiera hervirla. Y nada de inflarse la barriga, de diarrea,
irritación del hígado o cualquiera de esos males que nos aquejan ahora. Aparecieron
las empresas lecheras y en un principio el producto venía en botella, con una
tapita de cartón muy odiosa porque al tratar de abrirla era común que el
líquido saltara por todas partes.
Siempre que voy a Pereira no dejo
de pensar en lo que representaba visitarla en aquella época. El paseo arrancaba
por la antigua vía a Chinchiná, en el Bajo Tablazo había un retén de Rentas Departamentales,
con guadua y todo, y en la recta de Java el peaje cuyo tiquete costaba un peso.
Después de cruzar Chinchiná, en un tramo de la carretera llamado La batea, otro
retén de rentas que era el coco para quienes traían matute de San Andrés y
llegaban por el aeropuerto Matecaña.
A Santa Rosa también había que
atravesarlo y después de coger carretera otra vez se llegaba al peaje
localizado en La Romelia, apartada entonces de Dosquebradas que era apenas un
pueblito. En Pereira íbamos a comer helado y pandeyuca al parque Uribe Uribe, el
del laguito, y después a dar una vuelta por el aeropuerto y la Circunvalar. La
primera vez que fui hasta Armenia, que parecía bien lejos, mucho tramo de la
carretera estaba aún sin pavimentar.
Para bajar a Villamaría tocaba coger
la falda de la calle 36, desde la avenida, pasar Ondas del Otún y enfrentar ese
curverío por entre potreros; la única edificación que se topaba era un antiguo
seminario abandonado desde el terremoto de 1962. Al cruzar el puente Jorge
Leyva había un bailadero con piscina pública y de ahí todavía faltaba subir
hasta el pueblo. Siempre es que esto ha cambiado mucho.
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