Dos hechos recientes exacerbaron a
quienes defienden los derechos de los animales por encima del de sus semejantes.
Porque las nuevas generaciones se criaron al tiempo con una mascota, la que
adoran como si fuera un miembro más de la familia, y con la difusión de las
redes sociales y la avalancha de información al respecto que puede consultarse
en internet, crean grupos y fraternidades que velan por todo lo que tenga que
ver con la defensa de los animales.
Los casos a los que me refiero
sucedieron en los zoológicos de dos ciudades importantes de nuestro continente,
donde la vida de seres humanos estuvo a punto de perderse al entrar en contacto
con bestias salvajes. El primero fue un demente que quiso suicidarse de una
manera muy particular, para lo que se empelotó y procedió a ofrecerse como
desayuno para los leones. Los animales, ni cortos ni perezosos, le echaron
muela a tan suculento bocado hasta que el picnic fue interrumpido por los
empleados del parque, quienes dispararon chorros de agua a presión para
espantarlos.
La táctica funcionó, porque las
fieras se arrinconaron asustadas por el agua, pero el obstinado suicida se
arrastró como pudo y logró colgarse de uno de los leones para obligarlo a
seguir con el planeado festín. Entonces los encargados pensaron en disparar
dardos tranquilizadores, pero estos demoran cuatro minutos en hacer efecto y en
ese lapso dos leones alcanzan a comerse todo lo pulpo de un cristiano. No quedó
sino matarlos y quién dijo miedo, porque desde los más lejanos rincones del
planeta llegaron las protestas. ¿Esperarían acaso que los empleados se dispusieran,
acompañados del público, a observar cómo lo devoraban? ¡Absurdo!
En otro parque zoológico un
pequeñín se coló en la jaula de los gorilas, donde un macho monumental lo
agarró como si fuera un muñeco. El mismo dilema con los dardos tranquilizantes,
porque el animal estaba asustado y en cualquier momento atacaba al niño, por lo
que siguieron el protocolo y dispararon a matar. Similar avalancha de críticas
y protestas, en las que además pedían la condena de la mamá del infante, sin
saber siquiera cómo sucedieron los hechos.
Mi crianza fue en una cultura en la
que nos gustaban mucho los animales pero los tratábamos como tal; además, nunca
nos inculcaron tenerles lástima y mucho menos apegarnos a ellos. Las pocas
veces que comíamos gallina esta llegaba viva, colgando de las patas por fuera
del canasto con el mercado. La cocinera le retorcía el pescuezo y con agua
hirviendo le aflojaba las plumas; luego la pelaba y con un periódico encendido
le chamuscaban las pelusas, para proceder a despresarla y preparar el sancocho.
Otras preferían, con el pescuezo del animal en el suelo, ponerle un palo de escoba
y pararse en él hasta que la gallina moría asfixiada. Y nosotros no perdíamos
detalle.
El día de la matada del marrano, en
diciembre, muy chiquitos nos íbamos con el agregado a ver cómo lo arrastraba
desde la cochera, en medio de chillidos porque el puerco intuía para dónde lo
llevaban. A empellones buscábamos puesto en primera fila para ver cómo le
chuzaban el corazón, y mientras más chillara y pataleara, más nos excitábamos.
Tampoco despintábamos el ojo durante la beneficiada y disfrutábamos cuando el
tío Roberto empezaba a volear sangre.
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