miércoles, noviembre 08, 2006

LISTA DE MANDADOS.

Es primordial aprender desde pequeño, o al menos cuando la edad lo permita, a nadar y a manejar carro. Nadie disfruta tranquilo la estadía en una finca donde hay piscina mientras algún niño no sepa defenderse en el agua. Porque donde no existe la alberca el muchachito puede quebrarse un brazo, abrirse la cabeza o apachurrarse un dedo, todos accidentes que tienen remedio. En cambio de la piscina ni hablemos.

Tener la oportunidad de manejar un vehículo es la ilusión de cualquier menor, desde cuando lo dejan llevar el timón o meter los cambios acomodado encima de las piernas del improvisado profesor. No importa si la persona no cuenta con un carro de alguien cercano, porque conocer ese oficio facilita las cosas en el campo laboral. Dicen que ambos aprendizajes nunca se olvidan y que quien conduce un vehículo pequeño, puede hacerlo con cualquier otro después de una corta adaptación. Para manejar un carro basta con observar a otro y preguntar algunas cosas, y luego esperar a alcanzar los pedales para que le den una palomita. Eso sí, para conducir bien hay que ejercitarse desde joven, porque ahí se aplica aquello que loro viejo no aprende a hablar. Chofer otoñal se queda runcho de por vida.

A nadar aprendí, como todos mis primos Mejía, cuando el tío Fabio nos llevaba a termales de Santa Rosa y después de una pequeña instrucción en la piscina bajita a los que no sabíamos, nos aventaba uno por uno a la mitad de la más profunda con la absoluta certeza que el muchachito salía nadando como cualquier cachorro.

En mi casa había un Desoto modelo 55. Era un carro grande, muy fino, con palanca en el timón y un asiento adelante y otro atrás en forma de banca, sin cinturones de seguridad, ergonomía o diseño especial, y un radio con teclas para cambiar de emisora. Mi mamá siempre ha sido muy cuarta y cuando el cucho se demoraba en llegar, ella nos dejaba salir a aprender a manejar el carro. Sentados en el borde de la silla, para alcanzar, nos íbamos a zonas deshabitadas a cogerle el tiro. Ya con cancha, uno acomodaba el brazo en la ventanilla abierta y cuando le mandaba la directa, con cierto ademán entre despectivo y fantoche, empezaba a disfrutar el programa.

En cualquier casa se requería hacer mandados a diario y seguro por ello mi madre se daba la pela de dejarnos aprender como fuera, para tener quien le hiciera las vueltas. Siempre el más reciente aprendiz se prestaba para lo que fuera, mientras los mayores preferían sacar la novia a pasear o cocacoliar con los amigos. Había mandados que ya eran tradicionales.

Con semejante trajín todo lo del hogar se dañaba con regularidad y por ejemplo semanalmente un electrodoméstico sacaba la mano. Entonces había que llevarlo a La Licuadora, abajito del edificio San Vicente de Paúl, donde arreglaban cualquier gallo. Al frente quedaba la carpintería de Ovidio, y ahí siempre había que recoger un nochero, una silla u otro mueble que habían reparado o simplemente le habían echado tapón. Las poltronas y sofás se dejaban en Sancotolengo, donde Hernán Vélez, el tapicero, se encargaba de cambiarles el forro y reconstruirles el relleno; por cierto, el hombre no cumplía ni años.

La ida donde la costurera era a diario, y mi madre tenía el palito para conseguirlas en los lugares más apartados. Claro que si uno estaba calmando fiebre, entre más lejos mejor. La ropa de cama la lavaban y planchaban en el Hogar Santa María, en una casona campestre cerca de la fabrica de jabones Hada. El hombre para solucionar cualquier problema relacionado con aparatos como la parrilla y el horno que funcionaban con resistencias eléctricas, era Madrigal, quien tenía el taller en la calle 24 frente al Club Los Andes. El radio, el teléfono o el tocadiscos los reparaba Carlos Arenas, también en el centro de la ciudad.

Además había que comprar algunos encargos en El Málaga, donde Emiliano; El Tiempo para mi papá en un carrito de dulces ahí enseguida; la parva en La Victoria; gelatinas y galletas donde las monjas de La Visitación; cambiar un cheque donde Mercedes Ángel, en la bomba Palogrande; recoger la remesa donde mi tía Lucy; pagar la cuota de un “club” (ahora lo llaman compra por separado) en el almacén Vanidades o en El Cónsul; y llevar un par de zapatos a remontar donde don Baltasar, el zapatero del barrio Lleras, que vivía a medio pelo y no había forma de que entendiera a qué iba uno.

A medio día mis padres iban, acompañados por mi hermanita menor, a visitar a la abuela paterna que residía en el hospital geriátrico y siempre le llevaban un caldito de pollo muy sustancioso. Arrancaban a esa hora con un hambre tenaz y a medio camino mi papá no aguantaba más el olor, y le decía a la niña que le diera una pruebita del caldo. Entonces todos se antojaban y más adelante paraban a darle un mordisco a la presa de pollo, hasta que el hueso quedaba pelado y la olla limpia. Mi padre trataba de justificar el hecho al decir que la viejita estaba muy perdida y que con seguridad ni cuenta se daba, razonamiento que eliminaba el remordimiento de los tres.
pmejiama1@epm.net.co

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