Cada quien asegura que su madre es un dechado de virtudes, la más tierna, inteligente y cariñosa; algunos no quieren al padre, pelean con los hijos, aborrecen a un hermano o no se tratan con algún miembro de la familia, pero son poquitos los que riñen con la mamá. Puedo decir con orgullo que la mía es la persona más extraordinaria que he conocido, y que hasta su último aliento recibí de ella alegría, ternura y buen ejemplo. Nos enseñó a disfrutar las cosas sencillas de la vida, a no tener apegos materiales, a enfrentar la existencia con optimismo, a reír en cualquier situación, a ser unidos y solidarios.
Su última lección fue acerca de cómo morir dignamente. Ya hace un mes nos dejó y por fortuna la enfermedad fue corta; los médicos que la trataron con tanto cariño y dedicación se encargaron de que no sintiera dolores. Siguió las indicaciones y aceptó los tratamientos, pero era consciente de su gravedad y esperó el ineludible desenlace con una entereza que no podremos olvidar. Nunca una queja, una lágrima, una muestra de miedo o incertidumbre. En cambio hasta el último momento hizo reír a quien la visitaba y hablaba de su situación sin tapujos ni misterios. Poco antes de morir le recomendó a mi hermana que no hiciera las vueltas para programarle un procedimiento quirúrgico muy delicado; “yo sé por qué se lo digo, mijita”, fueron sus palabras. A los dos días solicitó los santos óleos y esa misma noche perdió el conocimiento.
La lucidez era su bien más preciado y hasta último momento la mantuvo intacta. Cuando ya parecía desconectada de este mundo, alguien le preguntó al oído si sabía lo que pasaba y respondió con dificultad: “lo que tanto he pedido a Dios”. De pronto sonó el timbre y ella alcanzó a balbucear: “llegó Eduardito”. Porque fue la más amorosa con sus sobrinos y ni qué decir de las sobrinas que siempre la vieron como a una segunda madre; adoró a sus hermanos y hermanas pero la relación con Eduardo, el único que la sobrevive, siempre fue especial. Eran uña y mugre, llaverías, inseparables. Sus amigas extrañan las tardes de costurero cuando les alegraba el rato con sus ocurrencias.
Al recordar a mi madre la veo con un dedo en los labios en señal de silencio, cuando uno le decía cualquier pendejada que la hacía reír, porque todo le causaba gracia, y entre carcajadas alcanzaba a pronunciar una frase típica en ella: “no se diga una palabra más, muchachitos”. Entonces se doblaba de la risa, se recostaba contra una pared, llevaba sus manos a la vejiga y empezaba a rogar que no siguiéramos porque se iba a reventar. Luego debía cambiarse los calzones, las medias y a veces hasta las pantuflas.
Era novelera, gocetas y burletera; generosa y sobre todo servicial; le fascinaba pasear en carro, así fuera hasta Chipre a comer obleas; las tortas y los pasteles, las tertulias familiares, saborear dos aguardientes al caer la tarde, darle gusto a los nietos y observar el panorama. Enemiga de modas y vanidades exageradas, de eventos sociales y lujos innecesarios, fue ante todo sencilla y buena como el pan. Una madre todo terreno, bacana, chévere y cómplice de sus hijos. Nos hacía cuarto para todo y se igualaba con nosotros hasta en el vocabulario; al invitarla por ejemplo a un programa respondía: meto, de una, p´a las que sea. No decía que estaba deprimida sino friquiada.
Al hablar de mi amá a uno se le salen las lágrimas, pero de la risa. Después de la misa de cenizas nos reunimos hermanos y nietos y no hicimos otra cosa que carcajearnos al recordar sus cuentos, salidas y chispazos. Todo el que la menciona termina en las mismas. Por ello cuando me preguntan si estoy triste, respondo que solo agradecido con la vida por haberme permitido disfrutar de unos padres maravillosos por más de cincuenta años. Aunque mi papá era muy Mejía en eso de fruncir el ceño y no pronunciar palabra cuando estaba de mala vuelta, no le quedaba sino reírse cuando mi amá le decía alguna ociosidad.
Alcanzó a estar un año viuda y cuando le preguntaron cómo se sentía, respondió que si era bueno así, cómo sería con plata. En el mercado compraba una caja de aguardiente de las más chiquitas y los viernes por la tardecita le decía a la hija mayor, que vivía con ella: “Maria, tomémonos uno que hoy es viernes cultural”. Luego comían y a dormir. Mi papá manejaba la economía de la casa y ella usaba una tarjeta débito que envolataba a diario, lo que hacía renegar al viejo, y en cada mercado se birlaba unos pesos para mandar a arreglar la plancha o a forrar una silla; ni muerta le decía a “ese hombre” para que no jodiera porque un electrodoméstico no duró sino treinta años. Al enviudar encargó a mi hermana de llevar las cuentas; que le diera platica para tener a mano y poderle dar la paladita a los nietos. Como no estaba acostumbrada a manejar recursos y debido a que la plata no le rendía, cierto día comentó: “Moniquita, estoy tan confundida. Creo que me estoy robando a mí misma”.
Quedan pendientes los cuentos y anécdotas de mi madrecita, y recordémosla como ella siempre quiso: con risas y alegría.
pmejiama1@une.net.co
4 comentarios:
Todo lo que dice acá es poco sobre mi abuela.... esperaré ansioso el resto de cuentos de la cuhcita...
Hermosa manera de "elaborar un duelo" como dicen los que saben... Escribiendo sobre tu madre era como si estuvieras escribiendo sobre la mía o yo sobre la tuya... Que nunca se te acaben las historias sobre ellas, que esa es la mejor manera de tenerlas siempre cerca.
Pablo. Cuando comencé a leer tu artículo iba pensando que escribirte para darte el pésame, pero cuando terminé me pregunté ¿cual pésame? si todo lo vivido por tu mamá fue una permanente lección de vida, que ahora sigue en la memoria de quienes tuvieron la fortuna de tenerla al lado.
Dichoso Dios que se está llenando de mamás como las de todos nosotros.
Excelente tu apunte "de pésame", asi es mejor llorar..., pero de risa.
Que Dios la tenga en su reino.
Un abrazo.
JOSÉ A. GIL www.joseagilmajitus.com
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