Poquitas cosas perduran en el tiempo y nos acompañan durante toda la existencia. A los hombres se nos cae el pelo en alguna etapa de la vida; claro que a unos más que a otros y algunos presentan alopecia desde jóvenes. Las mujeres pierden las curvas y el sexapil cuando la barriga crece sin contemplaciones, el pompis embarnece y la piel de los brazos empieza a colgar. A los varones se nos desaparece el trasero, tan admirado por ellas, y terminamos culichupaos y escuálidos. También es común que en la vejez a los hombres se nos crezcan la nariz y las orejas, aparte de que ambas se llenan de pelos, y que las féminas reduzcan de tamaño debido a que sus vertebras se aplastan por deficiencia de calcio. La realidad es que la acumulación de calendarios es muy ingrata y es mejor pasar a mejor vida antes de estar chuchumeco, turulato, chocho y gagá.
Los tatuajes son marcas que causa el hombre en su anatomía por diferentes razones y a través de la historia ha sido costumbre arraigada en muchos pueblos. Tribus de indígenas que dibujan arabescos ceremoniales en sus cuerpos, los que en muchos casos representan autoridad y jerarquía; entre los marineros ha sido costumbre tatuar el nombre de la mujer amada, enmarcado con un corazón, en un bíceps; los miembros de las pandillas son reconocidos porque presentan el símbolo de su organización tatuado en determinado lugar; y a las muchachas modernas les ha dado por plantar algún coqueto dibujo en un rincón privado de su anatomía. En todo caso quien decide marcar su cuerpo con esta técnica debe estar seguro de lo que hace, porque es muy cierto aquello que dice que fulano está más arrepentido que un tatuado.
Otro sello que nos acompaña desde su aparición hasta que abandonamos este mundo son las cicatrices. Cada una tiene su historia y sin importar el paso del tiempo mantenemos el recuerdo de su procedencia fresco en la memoria. Claro que existe una gran diferencia en el tamaño de las cicatrices de ahora con las de ahora años, porque antes no era común que a un mocoso que se rompía la cara por inquieto y desobediente le gastaran cirujano plástico. Lo llevaban al Hospitalito infantil y cualquier estudiante que estuviera de turno se encargaba de “bastiarlo” y entregárselo a la mamá para que se lo llevara a berrear a otra parte.
La verdad es que cuando la chamba era en el rostro los médicos le ponían un poquito más de curia al asunto, porque si se trataba de un brazo, una pierna u otro lugar poco visible, le hacían una costura fruncida y sin ningún tipo de estética. Cabe anotar que entonces tampoco existían las grapas, el hilo auto absorbente u otro tipo de pegantes y técnicas modernas, sino que procedían con el hilo de tripa de gato, la aguja y hacían un punto de costura cada medio centímetro, por lo que al sanar la herida quedaba la típica cremallera.
En caso de que deba raparme la cabeza van a aparecer muchas cicatrices que me quedaron de una niñez muy activa e intensa. Como un día, muy chiquito, que me escondí debajo de la cama de la empleada del servicio porque mi mamá me buscaba para castigarme. En cierto momento levanté la cabeza con fuerza y se me clavó en el cuero cabelludo la punta de un resorte de la cama, lo que me causó tremenda herida; esa parte del cuerpo sangra profusamente y cualquier rasguño hace suponer lo peor. En otra ocasión mi madre preparaba la maleta porque se iba de viaje y llegó a despedirse una tía con algunos primos. No era sino que nos juntáramos con alguien para que empezáramos a formar patanerías y desorden, y en cierto momento me encaramé en un mueble y caí de cabezas contra un filo. La cortada en toda la cocorota fue inmensa y mi mamá en ese ofusque lo primero que hizo fue zamparme un pellizco, después me enroscó una toalla en la cabeza para entrapar la sangre y más tarde, cuando estaba menos atafagada, me llevó donde el tío Guillermo que apenas era un médico recién graduado. Este cogió una cuchilla Gillete, raspó el pelo alrededor de la herida, me puso la anestesia necesaria para que no chillara mucho y procedió a coser como quien remienda un costal.
Boxeadores y toreros muestran sus cicatrices y relatan la procedencia de cada una; los soldados las enseñan como trofeo de guerra; los luchadores tratan de intimidar al contrario con las que presenta su cuerpo; y son muchas las personas que recuerdan operaciones y accidentes cuando les preguntan por el origen de alguna de ellas. Porque antes para sacar el apéndice o un cálculo renal abrían al paciente en canal, mientras que ahora la laparoscopia y otros modernos métodos quirúrgicos dejan apenas disimulados recuerdos.
Se habla de diferentes técnicas y trucos para desaparecer las cicatrices, o al menos disimularlas, y una de las más famosas y recurrida ha sido la pasta de concha de nácar. Otros recomiendan pomadas, ungüentos, cremas, masajes con baba de caracol o un tratamiento a base de rayos láser, aunque yo insisto en que lo mejor que existe para borrarlas, definitivamente, es la cremación.
pmejiama1@une.net.co
2 comentarios:
Hombre Pablo, muy titina tu columna y el tema. A proposito de cicatrices, se dice que hay que temerle a los caricortados porque son tipos muy peligrosos, pero resulta que el peligroso es quien se la corto.
La unica cicatriz que yo tengo, y bien profunda, fue la que me quedo despues de que me contaron que el traido del veinticuatro de diciembre no era obra del Nino Jesus sino de los papas. !Que decepcion!
Que pena Pablo aprovecharme de tu blog para mandarle por este medio a JuanCe, fiel cliente de su columna, un saludo muy especial y mis deseos porque se recupere exitosamente de sus quebrantos de salud debido a su reciente accidente de transito. Por aqui estamos extranando sus agradables comentarios. Confiamos, que a diferencia de Pablo, no le queden cicatrices.
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