martes, diciembre 15, 2009

Moriremos esclavizados.

Al referirnos a la esclavitud la relacionamos de inmediato con un negrito escuálido e indefenso cargado de grilletes, con la espalda marcada por los latigazos despiadados de su amo. Sobre el papel el sometimiento desapareció de la mayoría de países del globo, aunque en realidad son muchas las personas que lo sufren de una u otra manera. Existen trabajos que aunque sean pagos se diferencian muy poco de esa modalidad absurda y abominable. Y hay quienes son esclavos de un vicio, de celos, de un amor, una religión; de una deuda, un marido machista y absorbente, una obsesión; de una diálisis u otra ayuda mecánica para sobrevivir, de un medicamento. Cualquier cosa que nos maneje la vida, que se convierta en una constante o en algo ineludible.

Desde que el ser humano empezó a poblar el planeta existe la esclavitud. En tiempos remotos parte del botín de guerra era el producido de la venta de los cautivos, que eran los habitantes del pueblo sometido. Adultos, adolecentes y niños que pudieran desempeñar alguna labor se ofrecían en los mercados como mercancía, y familias enteras vivieron durante varias generaciones esa mísera condición. En nuestro continente con la llegada de los españoles fueron los indígenas quienes pusieron el sudor y el sacrificio para llenarles los bolsillos a los ávidos conquistadores. En las minas, en la agricultura, como cargadores en las caravanas o en cualquier oficio que requiriera mano de obra, ahí obligaban al indio a trabajar sin ningún tipo de compensación. Solo la comida necesaria para que sobreviviera al abuso y al maltrato.

Cuando los aborígenes no pudieron suplir esa necesidad, porque de tanto atropellarlos los diezmaron hasta hacerlos casi desaparecer, entonces idearon el negocio de cazar como animales a los negros africanos para traerlos en condiciones infrahumanas a trabajar las tierras del nuevo reino. Mientras tanto, en la Rusia zarista la nobleza disponía del pueblo como una propiedad más, y es así como a un príncipe se le concedía un extenso territorio con sus habitantes incluidos. Siervos llamaban a los campesinos que pasaban a ser propiedad del nuevo patrón, quien disponía de sus vidas en todo sentido. ¿Y acaso no fue esclavitud el feudalismo de la edad media, los gulags de Stalin en Siberia, los eunucos guardianes de un harem o quienes cargaron las piedras para las pirámides?

En Colombia la esclavitud fue abolida después de negociaciones y tratados, y como testigo de ese momento histórico está la inmensa y centenaria ceiba que existe en el municipio de Gigante, Huila, árbol que fue sembrado en 1852 por el entonces presidente José Hilario López para celebrar tan magno acontecimiento. En Norteamérica debieron enfrascarse los estadounidenses en una guerra civil, brutal y fratricida, para lograr que los grandes hacendados sureños renunciaran a sus esclavos; aquellas inmensas plantaciones de algodón y tabaco fueron levantadas con el sudor y la sangre de los negros africanos. En la actualidad, los países desarrollados explotan al tercer mundo y con deudas y compromisos económicos aplican otra modalidad de sometimiento.

Llega el siglo XXI y enfrentamos una esclavitud moderna: la tecnología. Los afiebrados y gomosos no tienen respiro porque aunque tratan de mantenerse al día con el último PC del mercado, el mejor teléfono celular, una cámara fotográfica de ensueño y un carro fuera de serie, en menos de lo que canta un gallo ya están desactualizados. Mientras tanto quienes no acostumbramos estar con el último grito de la moda, esperamos pacientes para echarle mano a lo que siempre hemos conocido como sobrado de rico. Aparatos y objetos con muy poco uso que pierden su valor a una velocidad impresionante, por el solo hecho de aparecer en el mercado alguno más moderno y novedoso.

El control remoto, mando a distancia le dicen algunos, que durante mucho tiempo fue uno solo en la casa, el del televisor, ahora está acompañado de otros varios. El del video grabador, el DVD, el teatro casero, uno para el equipo de sonido, otro para el Ipod, el del radio del carro y hay quienes tienen uno hasta para cerrar la cortinas. Y deben funcionar todos porque no aceptamos tener que levantarnos de la cama a manipular algún aparato de forma manual. Además en las casas ya no dan abasto los enchufes porque tienen un cargador conectado: de los celulares, del cigarrillo electrónico, la máquina de afeitar, del portátil, el del video juego y otros tantos que ni recordamos a qué corresponden.

Y que tal la esclavitud que representan las claves para todo: para el cajero automático, de la tarjeta de crédito, para ingresar a nuestra cuenta bancaria desde la computadora, la segunda clave para hacer ciertas transacciones, la de ingresar al PC, la del correo electrónico, la que pide para Hotmail, Messenger, Facebook, ¡mejor dicho! Entonces uno empieza con la fecha de nacimiento, sigue con los últimos números de la cédula, con los del teléfono, con la placa del carro, con la dirección… Y vaya pues acuérdese. Lo peor es que las del banco cada rato las hacen cambiar, dizque por seguridad, y de una vez recomiendan que no las anote en ninguna parte. ¡Qué tal!, y uno sin saber qué idearse para lograr recordar tanta vaina.
Pero sin duda la mayor esclavitud es internet. Aunque… ¿cómo carajo funcionaba el mundo sin Google?
pmejiama1@une.net.co

2 comentarios:

Jorge Iván dijo...

Antes de Google el mundo no funcionaba, funcionábamos nosotros.

Te faltó una clave, la verificación de una palabra para poder dejar los mensajes en tu blog. El colmo.

JuanCè dijo...

Bien dicho Pablo primo.
Me gustò esa parte donde dices que los jòvenes consideran obsoletos los aparatos que no sean lo in.
Pero no deja de tener su alegrìa: es la ùnica manera posible de heredar de los hijos; tengo celular y PC, no porque los haya adquirido de manera directa, sino que son regalos casi que podrìamos decir, sacados de la basura; el gasto por tales aparatos ya habìa sido amortizado.
Lo ùnico desagradable del paseo es conseguir argumentos para convencer a esos tipos, que sus gadgets, como ellos los llaman, no estàn pasados de moda.
Felicitaciones por otro escrito delicioso y oportuno.
JuanCè