La profesión de la medicina se ha degradado con el paso de los años. Antes era una odisea ingresar a una facultad de medicina, porque se presentaban cientos de aspirantes pero solo había cupo para unos pocos, a diferencia de ahora que en muchas universidades el único requisito es tener con qué pagar las altas matrículas. Gradúan médicos por docenas para mandarlos a la calle a trabajar por salarios ridículos, porque sin duda el grado se convirtió en un segundo bachillerato. Hoy en día quien no se especialice y a eso le agregue varios diplomados, doctorados y cuanto curso dicten, se tiene que colocar como médico general a ver pacientes en quince minutos y a que le paguen menos que a un lustrabotas.
Antes el médico era respetado y acatado en todo sentido. Representaba un escaño muy importante en la sociedad y su presencia era requerida en cualquier tipo de acontecimiento; en los pueblos y ciudades el médico ocupaba la mesa principal con el alcalde, el cura párroco, el jefe de policía y el notario. Para cualquier hogar era un honor recibir al doctor, porque además atendían la clientela a domicilio, y su presencia irradiaba en las personas de todas las edades cierta reverencia. El facultativo atendía al paciente y lo trataba con cariño y consideración, se interesaba por sus dolencias, lo aconsejaba, le daba asesoría en cuanto estuviera a su alcance y se convertía en un miembro más de su familia.
Desde que un intermediario se metió en medio del vínculo médico – paciente, el asunto se empezó a fregar. Ya no tienen tiempo ni de mirar al enfermo a la cara de tanto llenar formas impresas y formularios, todos encausados a elaborar la factura. Porque esa es la única preocupación de las entidades de salud: facturar. Entre llenar papeles, rebuscarse chanfas en todas partes para redondearse un sueldo y estudiar hasta el cansancio para seguir en la lucha, a qué horas van a leer, a instruirse en otras artes, a practicar un pasatiempo, a alcanzar el nivel de cultura de aquellos galenos de antaño. Ahora el interés se centró netamente en lo monetario.
El doctor Alberto Gómez Aristizabal es un ejemplo de aquellos médicos de antes. Desde su época de estudiante, en una de las primeras promociones de la facultad de medicina de la Universidad de Caldas, se ha caracterizado por su espíritu inquieto, un excelente sentido del humor, una maravillosa manera de escribir y ese afán innato por adquirir conocimientos. Fue por medio del correo electrónico, que nos facilita relacionarnos con personas que nunca hemos visto, que he cultivado una amistad con este interesante manizaleño, quien se fue a buscar destino a Cali recién egresado de la facultad. Además me envía religiosamente cada dos meses la edición de La Píldora, una agradable revista que publica contra viento y marea y que está próxima a llegar a la edición #150, y cuya lectura es un oasis para el alma. Allí desfoga el doctor Lacra, como lo llamaban sus compañeros de universidad, todo su bagaje cultural, humorístico y literario.
Cuando la facultad de medicina de la Universidad de Caldas, que en un principio se llamó Universidad Popular, estaba todavía en pañales, Lacra, en compañía de algunos compañeros, publicaba cada mes un periódico que ponía a la comunidad patas arriba. Desde el rector hasta el portero tenían que ver con el asunto y en los pasillos y corredores no se hablaba de otra cosa, aparte de que todo el mundo rezaba para no ser blanco de chanzas y burlas; además hacía denuncias y críticas que ponían a temblar a los implicados. Y es que el autodidacta periodista además de magnífico componedor de rimas, era mamagallista profesional, músico incipiente, gocetas y burletero como el que más. Además le quedaba tiempo para estudiar, escudriñar e investigar.
Cuando celebraron los veinte años de egresados los primeros galenos de nuestra escuela de medicina, le propusieron al doctor Mago (otro remoquete que se ganó Lacra recién llegado a Cali, cuando se dedicó a practicar el hipnotismo que aprendió aquí en forma artesanal con algunos compañeros) que publicara una edición especial de aquel recordado periódico. Entonces en compañía de Hernán Estrada Duque, Catarro, hicieron una recopilación de algunas crónicas que en su momento tuvieron mucho éxito.
Cuenta Lacra en su crónica “Radiografía del doctor Ernesto Gutiérrez Arango”, que cuando procedía con su primera matrícula se enteró de que el decano de la facultad era un eminente médico que era reconocido por ser un potentado ganadero de la región. Decían que dicho personaje semejaba un lord inglés, que se sonaba con billetes de quinientos, el timbre de su casa era un queso de bola, brillaban el piso con crema de leche, etc. Cuando por fin conoció al rimbombante directivo, grande fue su sorpresa al verlo parado en el mostrador de la cafetería de la universidad, con un vestidito Valher común y corriente, y una mano en el bolsillo mientras se tomaba un tinto acompañado de una arepa. Mayor fue su extrañeza al oírlo comentar al dependiente, con su acento de paisa raizal: “Hijue los infiernos Pedro, ¡qué aguapanela tan verraca!”.
A quienes tuvimos el honor de conocer al doctor Ernesto y el inmenso placer de tratarlo alguna vez, solo nos queda decir: ¡Me parece verlo!
pmejiama1@une.net.co
1 comentario:
Muy cierto Pablo. Hoy el medico que no se especialice queda condenado a ser empleado mas de cualquier IPS y a tener que advertir su profesion colgandose el estetoscopio sobre el cuello. Los medicos de nuestros pueblos era toderos, pasaban de asistir un parto a curar al borrachito que llegaba con tres punaladas, luego enyesaban al quebrado de turno y remataban con una operacion de apendicitis. Todo con el mismo delantal y sin el estetoscopio colgado.
Publicar un comentario