miércoles, julio 13, 2011

Cuentos del ayer.

Don Rafael Genaro Mejía fue alcalde de Manizales por allá a mediados del siglo pasado y durante su existencia se distinguió por ser un hombre de esos que se hace querer de sus conciudadanos. Su familia fue pionera del barrio La Francia, en las afueras de la ciudad, lugar que se ha caracterizado por ser un remanso de paz y tranquilidad, en medio de la naturaleza y con un panorama privilegiado hacia el poniente. Yo recuerdo a don Genaro porque se la pasaba en la puerta del negocio de su amigo Olegario Echeverri, en el primer piso del Banco del Comercio, por la carrera 22, y allí en compañía de Mario Villegas Pérez, el otro socio infaltable de la tertulia diaria, saludaban a todo el que pasaba, botaban corriente y echaban piropos a las muchachas que lo merecían.

Cierta vez mi hermana iba para el trabajo en su carrito y debido al tráfico, debió detenerse un momento al frente de donde ellos estaban. Cuando volteó a mirarlos notó que le hacían gestos, decían cosas y la señalaban, y aunque no podía oírlos porque tenía la ventanilla cerrada, supuso lo peor y procedió a bajar el vidrio para meterles una empajada de miedo. Viejos corrompidos, sinvergüenzas, morbosos, respeten y cojan oficio, les dijo; además, aprendan a reconocer a la gente decente. Entonces uno de ellos se arrimó y en tono conciliador expresó:
-Maria Clara, perdona, queríamos advertirte que la llanta trasera está desinflada.

A don Genaro lo molestaban sus amigos porque era muy bajito y eso se prestaba para chanzas y cuentos. Aseguraban que cuando se desempeñó como burgomaestre de la ciudad, en cierta ocasión debió compartir la oficina con un maestro de obras que hacía algunas reparaciones locativas. En cierto momento el fulano le preguntó si tenía por ahí un metro, a lo que respondió de manera tajante:
-Pues para que sepa tengo un metro con sesenta; y se me larga ya de aquí, por irrespetuoso, igualado y atrevido.

No alcancé a conocer a mi abuelo Rafael Arango Villegas, pero al verlo en fotos deduzco que no fue un hombre que propiamente se distinguiera por su porte y distinción; de estatura mediana, flaco, oscuro de piel, con un bigotico menudo y la cara algo chupada, se parecía mucho a la caricatura con la que lo inmortalizó su primo y amigo del alma, Alberto Arango Uribe, el encargado de ilustrar sus libros.

Al llegar Rafael con su familia a ocupar una casa localizada en la carrera 23, entre calles 30 y 31, Graciela, su mujer, vio con buenos ojos la edificación porque tenía en los bajos un local que podía generarles una renta. A los pocos días un zapatero remendón, al que llamaban Caregata, ocupó el local e instaló su negocio. Cumplido el primer mes, Graciela le preguntó al marido si había cobrado el arrendamiento y este respondió que casualmente cuando arrimó, el zapatero había salido un momentico; al otro día aseguró que al tipo se le había quedado la plata en la casa y así esgrimió una disculpa tras otra, hasta que ella decidió bajar personalmente a hacer la diligencia. Cuál sería su sorpresa cuando el hombrecito muy tranquilo preguntó que cuál mensualidad, si don Rafa le había ofrecido el local gratis mientras conseguía clientela, y que cuando le sobraran unos pesos podía pagarle cualquier chichigua.

Cuentan que el abuelo pasaba horas entretenido oyéndole los cuentos al viejo artesano y que en él se inspiró para darle vida al maestro Feliciano Ríos. Pues a la zapatería se apareció un día muy orgulloso a mostrarle a los presentes a su nieto mayor, Jorge Eduardo Vélez, un muchachito muy bonito de tez clara y ojos azules. El remendón lo mira, se saca unas tachuelas de la boca y comenta:
-Con razón dicen que los pichones de los gallinazos son blancos.

Lo mismo le pasó con Silvio Villegas, el eminente dirigente político, poeta e intelectual que tanto lustre le dio a nuestro terruño. Iba don Rafa por la calle de la mano de su nietecita Juanita Arango, que si ahora de abuela es una mujer muy bella de niña debió ser una cuquera, y al ver a su amigo Silvio lo detuvo para ufanarse ante él de su descendencia. El otro se pone las gafas para verla bien y en tono perentorio afirma:
-¡Ahora sí creo en la evolución de las especies!

Recién compró don Rafa su parcela en El Rosario, a orillas del río Chinchiná, acostumbraba invitar varios amigos a pasar el fin de semana. Todas las noches armaban una mesa de tute y se tomaban sus aguardientes; Roberto Vélez Arango, Alberto Arcila “Cepillo” y Ambrosio Echeverri eran contertulios frecuentes. Sólo apostaban centavos porque el fin del juego no era conseguir plata, sino más bien mamar gallo, entretenerse y conversar de lo divino y de lo humano. Cierta noche los amigos notaron que el anfitrión perdía mano tras mano y sin embargo, como por arte de magia, le aparecían en la mesa granos de maíz (que hacían las veces de fichas), hasta que las dudas de todos quedaron aclaradas cuando el marrullero empezó a bostezar, y con gesto cansado, sacó una tusa con algunos granos del bolsillo del saco, la puso en medio de la mesa y sentenció: ¡Juego los restos!
pamear@telmex.net.co

1 comentario:

BERNARDO MEJIA ARANGO bernardomejiaarango@gmail.com dijo...

Dejando de lado lo costumbrista a mi manera de ver de su artículo, el cual como siempre me gustó, pero me produjo una "piquiñita", tengo algunas consideraciones:

Teniendo en cuenta expresiones como "Con razón dicen que los pichones de los gallinazos son blancos" y "Ahora si creo en la evolución de las especies", recuerdo por lo taxativos a algunos de mis ancestros los Arango relativamente cercanos, quienes no toleraban la melanina en la parentela, entre otras cosas, razón por la cual casi no encontraban a muchos potenciales maridos dignos de sus hijas. Buena familia, pero feas costumbres.

Muchos de los Arango, los que se "mezclaron" con algunos apellidos del sur de España, son literalmente moros. Y si no, pregunte de donde salió el color oscuro de su piel, su pelo ligeramente crespo y sus grandes ojeras las cuales eran bien prominentes sobre todo cuando se fueron haciendo viejos.

Recuero a una matrona de la familia cuando fué a conocer un crío de una joven igualmente de la familia pero ya libre de esos prejuicios raciales. La anciana que ya era nonagenaria, le buscaba al niño una mancha megra en la espalda. Cuando yo le pregunté de que se trataba, me dijo: "Es que es para saber si es de mala clase". Buena familia pero feas costumbres.

A propósito estimado tataratataraprimo: los pichones de los gallinazos si son blancos.