De las cosas complicadas que había ahora años era conseguir un celador honrado, responsable y de sueño liviano. No había compañías de vigilancia privada y para dicho cargo se contrataban personas de confianza, con el agravante que tampoco existían los relojes de control y demás elementos electrónicos utilizados para monitorearlos. En cambio ahora los guardas de seguridad no pueden siquiera cabecear porque los pillan con equipos de última tecnología, los cuales son difíciles de manipular.
También era común contratar un vigilante cuando la familia se iba para la finca a temperar. Recurrían a un antiguo empleado ya jubilado o al hijo de la cocinera, a quien le hacían todas las recomendaciones del caso para entregarle semejante responsabilidad. Le tendían un colchón en el hall y le advertían que no le abriera a nadie, que recorriera la casa sólo para dar vuelta, no hablara por teléfono ni prendiera ningún aparato, y que cuidadito con ponerse a esculcar.
El tipo acataba órdenes, pero apenas se largaban los patrones pegaba para la esquina a fumar con los colegas del barrio; y cuando su mujer llegaba con el portacomidas, se acomodaban en la cama del matrimonio a ver televisión y a pegarse una revolcada. Los demás miembros de su familia lo visitaban por turnos para ducharse con agua caliente y untarse de lo que encontraran en el gabinete del baño, además de disfrutar de otras comodidades que hubiera en la casa. El empleado conocía la rutina del patrón y cuando era hora de una posible visita, se acomodaba al lado de una ventana, envuelto en la ruana y con el transistor prendido, donde lo encontraban muy juicioso.
El oficio de celador generaba mucho empleo porque no había otra forma de vigilar. En las empresas, al terminar la jornada laboral, llegaba el guachimán siempre con un cuento distinto para hacerle ver al patrón la importancia de su cargo: que anoche ladraron mucho los perros, que trataron de meterse por el techo o que enseguida se robaron un motor. Después, comprobaba que todo estuviera bien cerrado, apagaba las luces y se templaba a dormir.
El celador de cuadra también era obligado en los barrios, trabajo ingrato porque dependía de varios patrones que le pagaban una suma mensual establecida, pero sin prestaciones sociales ni afiliación a seguridad; y cada quincena, cuando recogía su pago de casa en casa, no faltaba el infeliz que no le cumplía por tener alguna queja de su trabajo o simplemente porque no le daba la gana. Ese guachimán conocía todos los chismes del barrio, pues en su relación con las empleadas domésticas se enteraba de cuanto pasaba en los hogares; además sabía a qué hora llegó don fulano caído de la perra, cómo fue la despedida de zutanita con el novio, se pateaba desde la calle las peleas del matrimonio de la esquina y conocía la situación económica de cada uno de los vecinos.
En el barrio La Camelia hizo historia El Topo, un hombrecito de baja estatura, arrugado como una pasa a pesar de su mediana edad, ñato y feo, pero con una simpatía natural. Hablaba como boquineto, sin serlo, y su indumentaria era bien particular: vestido de paño, que le regalaban las señoras de la cuadra cuando sus maridos los desechaban, botas de caucho amarillas, gabardina hasta el tobillo, ruana y bufanda. Del hombro colgaba un transistor con una cajita de madera adosada para las pilas, del cinto el machete y una linterna, y en la pretina escondía un revólver hechizo de un solo tiro, conocido como “chispún”. La cabeza iba cubierta con un casco amarillo de construcción y según él, antes de salir de la casa a enfrentar la noche y sus peligros, se mandaba un aguardiente con pólvora negra para combatir el miedo.
Todas las tardes, antes de anochecer, llegaba El Topo a la esquina de la calle 70, a una cuadra de la avenida Santander, para iniciar su recorrido por las calles que le correspondían. Ayudaba a abrir los garajes, a bajar mercados, colaboraba en matar un ratón en alguna casa, remojaba un antejardín y prestaba diferentes servicios. Ya entrada la noche, caminaba por todo el barrio y cada hora hacía sonar un pito para comprobarle al vecindario que cumplía con su deber.
Había un vecino que al llegar en su carro a la esquina de la avenida, miraba a ver si el celador le daba la espalda mientras caminaba por la mitad de la calle, como acostumbraba. Entonces apagaba motor y luces, bajaba rodado y se arrimaba hasta casi tocar al personaje, quien no lo oían porque mantenía el radio a todo volumen. En ese momento accionaba unas cornetas que tenía el carro a modo de pito y el pobre Topo pegaba un brinco que nos hacía doblar de la risa a quienes estuviéramos por ahí. Pues el celador se desquitó una noche que estábamos enfiestados en una casa del vecindario, rodeada de jardines y alejada de las demás residencias. Era media noche y había silencio porque todos estábamos reventando cariño, momento que aprovechó El Topo para hacer un tiro al aire con el fierro que cargaba. Esa vaina tronó como el cañón de un acorazado y puedo asegurar que a los varones presentes, el paro inherente a la situación casi se nos convierte en paro cardíaco.
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