lunes, diciembre 26, 2011

Los gustos cambian.

No logro ubicar la época en que me dejó de interesar la Navidad. Durante mi niñez la esperada con ansias durante todo el año y de adolescente también la disfruté, porque representaba paseos, fiestas y demás celebraciones. Luego nació mi hijo y las navidades se convirtieron en momentos maravillosos, porque sin duda los padres gozamos más que los niños al momento de repartir los regalos.

Pero se impuso la herencia y ahora la Navidad me resbala. Porque durante nuestra infancia, y después cuando nacieron los primeros nietos, mis padres fueron muy entusiastas al momento de celebrar la llegada del Niño Dios; pero cuando ya esos niños crecieron ellos empezaron a pasar las fiestas de fin de año como si se tratara de días normales. En las fechas de celebración mi mamá preparaba una comida muy sabrosa, invitaba a los hijos que con sus familias estuvieran en la ciudad, pero muy temprano los despachaban para así ellos poderse acostar temprano y no cambiar la rutina.

Durante mi infancia las temporadas de fin de año las pasábamos en la finca familiar, ya que mi mamá y sus hermanas empacaban los corotos en un camioncito y arrancaban con ese mundo de muchachitos para La Graciela, donde teníamos mil maneras diferentes de entretenernos. Sin embargo, cuando yo tenía unos 8 años nos quedamos para pasar Navidad en la casa que apenas estrenábamos en el barrio La Camelia. En la urbanización había muy pocas viviendas construidas y por lo tanto disponíamos de docenas de lotes, cubiertos de malezas y arbustos, que se convirtieron en lugar de recreo para nosotros.

La casa era un sueño de mis padres que lograron construir a la medida de sus necesidades y nos pasamos cuando aún no estaba lista. Mi papá buscaba ahorrarse el arrendamiento de donde habitábamos mientras hacían la obra y por ello convivimos esas primeras semanas con los que pulían los pisos, con pintores y carpinteros, el maestro que pegaba baldosas en el patio de ropas y otros tantos obreros que se afanaban por terminar. Si mi madre no se enloqueció en aquella oportunidad fue gracias a su fortaleza, a esa actitud alegre y positiva que la caracterizaba, porque una casa todavía en obra, con unos mocosos bien inquietos, mugre y polvo por montones, y varios trabajadores deambulando por todas partes, eran razones suficientes para chiflar a cualquiera.

Debimos esperar hasta que la casa estuviera lista y todo puesto en su lugar para decirle a mi mamá que nos dejara armar el pesebre y el arbolito. Por primera vez no tuvimos que desplazarnos hacia el páramo a buscar un chamizo lleno de musgo para tal fin, ya que en la casa había un jardín interior con piedritas blanca en el piso y un tronco muy bonito que adornaba el lugar. Pues forramos ese tronco con musgo y le enredamos las guirnaldas y demás colgandejos, además de las bolas de colores y la instalación con las lucecitas. Quedó de maravilla.

Para el pesebre teníamos espacio de sobra y en un rincón del inmenso hall de alcobas acomodamos varias cajas de cartón de diferentes tamaños, para darle realismo al paisaje. Forramos con papel encerado y le pusimos musgo que trajimos de nuestra excursión al sector de Gallinazo, porque entonces no se hablaba de ecología ni nada parecido. Después acomodamos el pueblito de casas de cartón, la caravana de los reyes magos, los rebaños de ovejas, el lago y el arroyo improvisados con papel aluminio. En lo más alto un rancho con el burro, el buey y la Sagrada familia; porque nosotros no éramos de los que dejábamos al Niño Dios metido en una caja hasta el 24 de diciembre, sino que lo instalábamos en la cuna desde el principio.

Un día llegó mi papá con una caja inmensa y dijo que un amigo le había pedido el favor de guardársela, pues eran unas maletas que pensaba darle a su mujer de aguinaldo, que no tenía cómo esconderla en su casa y quería sorprenderla. Todos los años mi mamá tenía la costumbre de comprar los aguinaldos y esconderlos en la parte alta de los clósets, pero apenas salía nosotros esculcábamos hasta encontrarlos y aunque no nos atrevíamos a abrirlos, los exponíamos al tacto, los olíamos, hacíamos sonar las cajas y demás formas de averiguar qué contenían. Pero ese año nada de nada, y empezamos a creer lo que nos decían acerca de que el regalo para todos era la casa nueva.

El 24 transcurrió como cualquier otro, con rezada de novena, villancicos, pólvora (que no podía faltar) y cena navideña, hasta que mi papá dijo que podíamos abrir la misteriosa caja. Era una bicicleta Monark azul y blanca, grande, tradicional, con frenos de varilla y parrilla atrás; como las que usaban los policías. La felicidad fue indescriptible y exigimos estrenarla de inmediato, sin importar que no supiéramos montar y que la mayoría ni siquiera alcanzáramos los pedales. Mi papá acomodaba de a uno, explicaba cómo se frenaba y nos echaba a rodar, pero debido al susto ninguno reaccionaba e íbamos a parar contra un muro que había una cuadra más abajo. El cucho se revolcaba de la risa al ver semejantes costaliadas, mientras mi madre dijo que mejor se entraba porque no quería ver cómo se descalabraban los muchachitos.
pamear@telmex.net.co

2 comentarios:

JuanCé dijo...

Pablo:
No creas que los gustos cambian; somos nosotros que nos vamos convirtiendo en personas razonables; de chicos, sólo pensábamos en pesebre, regalos, comidas, globos y pólvora; hasta las novenas con sus extrañas e indescifrables palabras eran una dicha.
Pero ahora nos toca pensar que lo que estamos celebrando es un acto religioso en el que ya poco creemos; te lo juro: yo no estoy para celebrar ritos religiosos a estas alturas...

BERNARDO MEJIA ARANGO bernardomejiaarango@gmail.com dijo...

Ay estimado pariente lejano. Se me aguan los ojos con su relato recordando a mi papá, allá en las tierras altas de Tuluá, cuando armaba él mismo el pesebre, con páramo, río, lago con patos, camino para los reyes, un desierto con camellos y todo, pueblito (Que era mas paisa que un pueblo al estilo hebreo, hasta iglesia con torre y cruz incluida), una estrella, un corral con marranos y bombillitos por todos lados.
Después del desplazamiento por causa de la violencia en el campo, no volvimos a tener pesebre por varios años mientras sobreaguábamos aquella pobreza tan verraca en la que no había regalos en la Navidad, de 1958 hasta más o menos 1962, cuando volvimos a tener regalos (La famosa pelota de letras) porque uno de mis hermanos comenzó a trabajar, ya en la ciudad.
Ahora al igual que usted me resbala, no se todavía porqué pero me resbala; más desde que murió mi mamá. Ahora si creo que me estoy volviendo viejo.