jueves, marzo 08, 2012

¡Guácalas!

Es normal que cada generación aporte palabras nuevas al idioma mientras otras desaparecen por falta de uso, pero llama la atención que la juventud de ahora le haya cambiado el significado a un vocablo que antes utilizábamos de manera diferente. Me refiero a la expresión ¡gas!, la cual surgía al pararnos en un bollo de perro, por una mosca en la leche, al sentir cierto olorcillo indiscreto o si encontrábamos un pelo en una empanada. En cambio ahora los adolescentes la usan para referirse al profesor que no les gusta, para decir que una película es mala, cuando algo les incomoda o cualquier otra pendejada por el estilo.

También era habitual reemplazarla por ¡gaquis!, de donde resultó otra más gomela y distinguida, ¡guácalas! Cualquiera de ellas se utiliza, después de hacer un gesto de contrariedad, para reaccionar ante algo desagradable, fastidioso, repulsivo o asqueroso. En todo caso quienes más las acostumbran son las personas escrupulosas y prevenidas, mientras que el contrario a esas manías era llamado sangriliviano por nuestros mayores. La condición de asquiento se hereda de padres a hijos y no hay duda de que quienes son exagerados en dichos melindres viven mortificados, porque en el mundo estamos y son muchas las porquerías que nos topamos a diario.

Hay que ver lo que sufre el escrupuloso en un baño público. Normalmente uno entra desprevenido, procede con su cometido y por último se lava bien las manos, mientras el otro empuja puertas con los codos, abre la tapa del inodoro y activa el mecanismo para vaciar con el zapato, sortea cualquier humedad que haya en el piso y mira a todos lados para evitar el mínimo roce. Para las mujeres es peor porque al menos nosotros orinamos parados y a distancia, sin tener contacto con ninguna superficie, mientras ellas deben posar su anatomía en el contaminado biscocho; algunas lo forran con pañuelos de papel, pero la mayoría aprenden desde chiquitas a hacer maromas para proceder a eliminar “sin tocar aro”.

En el supermercado se reconoce al quisquilloso porque escarba en los estantes de frutas y verduras para coger los productos que están debajo, debido a que se pregunta cuánta gente habrá manoseado los que están encima, cuántas veces los habrán pegado a la nariz para olerlos, además de los que habrán estornudado ahí frente a la góndola. Al llegar a casa proceden a lavar todos los productos con desinfectante y además los pelan antes de usarlos, porque no resisten pensar que alguien más los haya manipulado. Si uno piensa en las bacterias que hay en billetes y monedas, en las barandas del centro comercial, en las agarraderas de los buses, etc., no tendrá más remedio que meterse en una burbuja que lo aísle del exterior.

Poco disfrutan los aprensivos en un restaurante porque no dejan de pensar que su comida puede venir contaminada de la cocina, que el mesero metió un dedo en la sopa o que puede haber un ingrediente pasado, y su mortificación será mayor cuando se pregunten cuántos labios se habrán posado antes en el borde del vaso y a cuántas bocas habrá ingresado el tenedor y la cuchara, adminículos que están próximos a utilizar. El escrupuloso es amigo de poner pereque en dichos negocios, requerimientos que los empleados atienden con amabilidad y resignación, mientras se desquitan del personaje al echarle escupas en el agua o licuarle una cucaracha con la vinagreta.

Son muchos quienes evitan los restaurantes chinos porque les da asco, mientras los demás disfrutamos esas delicias sin dedicar un solo segundo a pensar en cómo las prepararon. Recuerdo que ahora años en el centro de la ciudad vendían empanadas y papas rellenas, las cuales ofrecían en una olla que tenía un frasquito con pique amarrado a un lado, el cual se servía con una misma cucharita para todos los clientes. Qué tal un asquiento en el cenadero del café La Bahía a las cuatro de la mañana, enfrentado a una chuleta de aquellas; o en la olla de la Beneficencia, donde el dueño sacaba las yucas sudadas engarzadas con la uña del dedo pulgar. Dejar crecer esa uña es habitual en el vulgo y la llaman naranjera.

Tengo un amigo amante de la comida de mar pero sumamente escrupuloso. Cierto día la mujer lo convenció de que fueran a un negocio nuevo donde vendían un delicioso coctel de camarones y al llegar al sitio, en vez de acomodarse en una mesa como todo el mundo a esperar su pedido, el hombre se quedó poniendo cuidado a ver cómo lo preparaban. La encargada era una morocha, mueca y mal presentada, que añadía ingredientes y revolvía sin cesar para darle el punto al preparado. En cierto momento se detuvo, probó un poquito, se mostró satisfecha con el resultado y siguió muy campante revolviendo con la misma cuchara. Al cliente no le faltó sino pegarle a esa pobre negrita y desde entonces sí que se ha vuelto desconfiado.

Mugre que no mata engorda, decíamos de niños cuando se nos caía el bombón al piso y procedíamos a limpiarlo en el bluyín, para chuparlo de nuevo. También era común en esos casos expresar que no hay que darle gusto al diablo, pero sin duda el refrán más apropiado para estos casos es el que dice: ojos que no ven…
pamear@telmex.net.co

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El que sufre es el escrupuloso... allá ellos, se hacen la vida más complicada...

Como dicen por ahí... Si sabe bueno y huele bien, pa'l buche! Qué importa cómo lo hicieron?

P.

BERNARDO MEJIA ARANGO bernardomejiaarango@gmail.com dijo...

Vea, pariente lejano:

Al volverme viejo, casi todo me resbala; quizá lo he aprendido de tanto ver y estudiar las respuestas de los organismos a las injurias, independientemente de la naturaleza y de donde vengan. Creo que para sobrevivir, además de otros mecanismos, a veces se hacen los pendejos.

Ante tanta pérdida de valores y tanta porquería, como no podemos cambiar nada, como reza la oración de San Francisco: "ayúdame aceptar las cosas que no puedo cambiar", así que ya ni me da asco de nada, simplemente me hago el pendejo y ya; ni me molesto en hacer gestos y si de mi depende, simplemente lo evito.

Cordial saludo, BERNARDO MEJIA ARANGO