Defiendo como gato patas arriba el
proceso de paz adelantado en La Habana, porque es la oportunidad más clara que
he conocido de alcanzar un acuerdo que nos lleve algún día a disfrutar un país
donde pueda vivirse en paz y armonía. Estoy seguro de que no me tocará ver los
resultados, porque son muchos los entuertos por enderezar, pero que al menos
las noticias sean de cosas positivas y no de tanta muerte y destrucción.
Mis primeros recuerdos se remontan
al barrio Estrella donde viví hasta los siete años y esa primera infancia fue
en la calle donde jugaba con mis hermanos y vecinos; ningún peligro nos
acechaba, no había violadores ni conocíamos la palabra secuestro, tampoco
robaban muchachitos y ni siquiera los carros nos pisaban. Nada, todo era
tranquilidad. En el único canal de televisión que disfrutábamos, en blanco y
negro, nuestros ídolos combatían a los bandidos con un látigo, como Hopalong Cassidy;
Bat Masterson recurría a un pequeño bastón y muy de vez en cuando a una
pistolita señorera que cargaba en el tobillo; y el Llanero Solitario desarmaba
a los enemigos con una de sus balas de plata que impactaba precisa en el
revólver del contrincante.
La muerte y la sangre no existían
en nuestro entendimiento hasta un día, al caer la tarde, cuando se regó por el
barrio la noticia que habían matado a un señor al frente de La Alaska. Sin
entender de qué se trataba el asunto corrimos hacía allá, donde encontramos un
tumulto que por fortuna nos impidió observar lo sucedido: un apache asesinó a
don Floro Yépez cuando se bajó del carro para abrir el garaje de su casa; al
menos eso fue lo que dijeron. Esa noche nuestros padres se vieron a gatas para
explicarnos que eso podía suceder, que una persona le quitara la vida a otra.
Un año después llegamos al barrio
La Camelia, incipiente y aislado, donde visitábamos a diario la tienda Milán de
don Manuel López, frente a la entrada del
Batallón por la avenida Santander, para hacer mandados y comprar mecato. Muchas
veces vimos cómo chorreaban coágulos de sangre por detrás de las volquetas que
venían cargadas de cadáveres, caídos en los enfrentamientos del ejército con los
pájaros de la violencia política, durante la fuerte arremetida del gobierno conservador
de Guillermo León Valencia. Mi papá mantenía escondido un libro sobre el tema
que contenía fotos aterradoras, y no era sino que nos dejaran solos para extasiarnos
al mirar las dantescas escenas una y mil veces. Ahí perdimos la inocencia.
Vivimos pubertad y adolescencia en
la calle; maldadosos, inquietos, dañinos y nunca nadie siquiera nos amenazó.
Empezamos a tomar traguito y el programa era en el centro abejorriando coperas
en los cafés, hasta el amanecer, cuando salíamos rascados para la casa mientras
cantábamos y hacíamos bulla, sin que el concepto atracador o peligro cruzaran
por nuestras mentes.
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