Nada más cierto que la sentencia
que asegura que todo lo bueno hace daño, está prohibido o es pecado. Puede
tratarse de algo sano o inocente y sin embargo algún pero le encuentran,
situación que mortifica a quienes creen en todo lo que oyen, esos que no tienen
poder de discernimiento ni de analizar la información que reciben. Gentes sin
carácter, maleables y cuya personalidad parece una veleta.
Nunca he parado bolas a esos
estudios que publican a diario sobre alimentos, productos o situaciones, como
montar en bicicleta, cuyo consumo puede causarnos cáncer u otro tipo de
enfermedad grave. Son tantos los tabúes, creencias, recomendaciones y demás vainas
que prohíben, que solo falta que digan que respirar puede ser nocivo para la
salud. Un día publican que la sal, otro que el material de ciertos juguetes,
después salen con que los alimentos quemados o preparados en la parrilla, o que
la pintura utilizada en las cunas para bebés son altamente cancerígenos.
Hay quienes se vuelven paranoicos
con semejante avalancha de información y para evitar contraer un mal cualquiera,
empiezan a coger mañas y resabios que les convierten la vida en un infierno. La
alimentación se vuelve un asunto complicado, empiezan por volverse vegetarianos
y de ahí siguen a veganos, que es cuando deciden ingerir solo productos
vegetales; además de las carnes de todo tipo, quedan prohibidos también los
huevos y los derivados lácteos. Lo que no saben muchos por aquí es que algunas legumbres
y hortalizas que conforman su dieta diaria son regadas con agua del río Bogotá,
la mayor cloaca del país.
Sabrán sociólogos y demás conocedores
a qué hora fue que se fregó este planeta, porque durante mi niñez, pubertad y
adolescencia nunca oímos hablar de todas esas pendejadas que se inventan hoy en
día. Para alimentarnos no había misterios o prohibiciones y ni siquiera oímos
mencionar palabras como triglicéridos, colon irritable, cirujano maxilar, lactosa,
fonoaudióloga, colesterol, diálisis o cualquiera de los tantos términos que nos
apabullan ahora.
Del cáncer supimos ya creciditos,
por cierto con muy poca frecuencia, porque pocos se morían de ese mal; o no nos
enterábamos y tampoco existía la tecnología para diagnosticarlo. En todo caso
nuestra crianza fue al sol y al agua y no recuerdo que nos hubieran embadurnado
con bloqueador solar, repelente de insectos o cualquier otro producto por el
estilo. Y aunque ya viejo el temido mal me pasó factura, supongo que fue porque
me tocó en suerte, pues a ninguno de mis compañeros de andanzas de entonces
–hermanos, primos, vecinos, etc.- les sucedió igual.
Lo cierto es que a la industria que
le toque en turno el señalamiento que su producto presenta riesgo de ocasionar
cáncer, enfrenta un reto difícil porque la información se riega como pólvora y
en el mundo entero son muchas las personas que dejan de consumirlo. La mera
sospecha los invita a evitarlo, así sea por un tiempo, lapso suficiente para
causar estragos entre quienes dependen de esa actividad económica.
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