Cuál sería mi sorpresa al asistir a
una tenida en casa del amigo que me mantiene al día en cuanto a tecnología de
sonido se refiere, pues cada que lo visito me descresta con dispositivos
nuevos, diminutos parlantes, sofisticadas consolas y demás juguetes novedosos, y
lo encontré rodeado de una pila de discos de larga duración, aquellos Long Play
que acompañaron nuestra juventud. Escoger la carátula, buscar la canción, sacar
el acetato y limpiarle el polvo con un paño, ponerlo en el tornamesa y proceder
a acomodar la aguja en el surco correspondiente, es un ritual que nunca imaginé
volver a presenciar.
Durante mi niñez en la casa solo había
un radio grande de tubos en el que Laura Ceballos, la cocinera, sintonizaba radionovelas
y música popular. Mis padres no oían radio y se enteraban de la actualidad en
el telenoticiero El Repórter Esso, de las siete de la noche. El televisor era
un peye en blanco y negro, que sintonizaba un solo canal, al que tocaba moverle
un tornillo por detrás para que la pantalla no brincara de manera desesperante;
esa labor estaba destinada al menor de los hermanos.
El otro ‘dispositivo’ que tuvimos
fue la infaltable radiola, un mueble aparatoso que tenía tocadiscos y un radio
aparentador, ya que el dial presentaba el nombre de las principales capitales
del mundo, pero en realidad ni siquiera cogía las emisoras locales. Los discos disponibles
eran muy pocos porque mis padres no eran aficionados a la música popular; oían un
trío o unos mariachis y se encalambraban. En cambio mi papá tenía una amplia
selección de música clásica, en antiguos discos de 78 revoluciones, la cual en
un principio oíamos con recelo hasta que le cogimos el gusto.
A finales de la década de 1960 mi
hermana mayor cumplió quince años y una tía le regaló un moderno radio
eléctrico. Cierta vez, uno de los muchachos lo cogió sin permiso para sintonizarlo
debajo de las cobijas durante la noche, con tan mala suerte que el aparato se
recalentó y estuvo a punto de causar un incendio. Por fortuna el muérgano se
despertó a tiempo, volteó el colchón para que no se notara el fogonazo,
desapareció las sábanas y madrugó a enterrar el radio medio derretido en el
patio; ni siquiera los que dormíamos en el mismo cuarto nos dimos cuenta. Ante
la falta del electrodoméstico acusaron a la entrodera de manilarga y por
fortuna mi mamá, que se las pillaba al vuelo, pronto descubrió el asunto y el
culpable debió reconocer su responsabilidad.
La quinceañera también trajo de un viaje
un pequeño tocadiscos portátil, lo que coincidió con la llegada de unos
parientes que regresaron de vivir en Europa, quienes nos prestaron una
colección de Los Beatles en discos de 45 revoluciones. Eso fue todo un
acontecimiento y en la casa hubo romería de amigos que querían disfrutar del
grupo musical de moda. Pocos años después mi mamá fue de paseo a los Estados
Unidos y se nos apareció con un reproductor de casetes, aparato que era un verdadero
descreste; como los casetes eran escasos y costosos, solo teníamos uno: Sandro
de América. Por fortuna un amigo de mi papá nos prestó uno de música rock y a
ambos les dimos cachucha hasta decir no más.
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