Estoy convencido de que el éxito que tiene Andrés López con su show, donde en un monólogo maravilloso retrata las diferencias entre la vida familiar de nuestra generación y la actual, se debe a que los espectadores se ven retratados en todo lo que dice, además de que trae unos recuerdos inolvidables. El tipo se está llenando de plata -y muy merecido porque ayuda obras sociales y otras instituciones con parte de sus ingresos-, porque no queda silla disponible en ninguna de sus presentaciones. Recorre todas las ciudades del país, se presenta varias veces en cada una, en el exterior es igual, y lo mejor es que en el escenario solo están él y un pequeño banco. Lo único que gasta es saliva e imaginación, porque es unánime la opinión que el hombre es un genio.
Como en esta vida hay que inventarse algo para conseguir plata, se me ocurre copiar algo parecido pero con un tema específico y tres actores en escena. Creo que hasta en el nombre puede haber plagio, porque si Guillermo Díaz copió el programa La Luciérnaga de una forma vulgar, ya que hasta el animal que escogieron para el nombre es un bicho similar, puedo pensar en algo así como “Novios en pelota”. Es muy sencillo: consigo un cucho buen conversador y con excelente humor, que hable de cómo se desarrollaban los noviazgos en su época; yo comparo cada situación con la que nos tocó a nosotros y completa un adolescente que cuente los pormenores de las relaciones afectivas en la actualidad.
Cuando escuchamos a los viejos relatar sus aventuras amorosas pensamos que vivían en la época de las cavernas, porque la visita era por la ventana y la única forma de salir con la muchacha era acompañarla a misa el domingo, siempre fiscalizados por una chaperona. Muchos llegaban al matrimonio, ceremonia que celebraban al amanecer, sin haberle dado siquiera un beso a la prometida. Ni hablar de la tupia con que debían llegar esos muchachos al tálamo nupcial. Los de mi generación debemos comparar esas diferencias, para no escandalizarnos con la realidad actual en ese aspecto.
Porque los muchachitos desde los 14 años ya se cobijan con la novia a ver televisión, entran como Pedro por su casa sin saludar a nadie, comen como unas dragas, se jartan la gaseosa que haya, no sueltan el celular y les importa un pito que los suegros estén molestos con su actitud. De lo que no se tienen que preocupar los papás es que perjudique a la niña, porque los zambos viven empalagados de sexo. Lo máximo es que le pega una abejorriada como para entretenerse un rato. Para lo otro aprovechan los paseos que hacen sin adultos que los controlen, en el apartamento de un amigo cuyos padres están de viaje o en una discoteca de esas de ahora, donde todos parecen poseídos.
Los de mi generación podemos decir, después de analizar estas situaciones, que ni muy muy, ni tan tan. Porque aunque siempre había muchas restricciones, uno buscaba la forma de calmar las hormonas y la ansiedad. Lo que llamábamos la arrechera. Las novias tenían que pedir permiso hasta para ir a cine, pero era común que con algunas condiciones, las dejaran ir. Las salidas de noche eran con hora de llegada y los paseos a una finca, siempre de día entero, los vigilaban varias señoras que no despintaban el ojo de todas las parejitas. Algunos papás también asistían, pero con ellos no había problema porque eran los primeros en clavar el pico de la rasca.
Existían entonces algunas oportunidades que no podían desaprovecharse y la más común era el cine. Al salir del teatro nadie sabía de qué trató la película, porque el maniculiteteo y la chupadera de trompa no dejaban tiempo para mirar la pantalla. Lo que sí era digno de mirar de reojo, eran los personajes que se levantaban una bandida en la calle y se acomodaban en los rincones de atrás de la platea, porque esos sí coronaban a como diera lugar.
Otra opción era la visita de novio. Los suegros también se molestaban porque cuando entraban a la sala el zambo no se ponía de pie, pero no entendían que se debía a que había otro que estaba parado desde hacía rato. Y como la moda no incluía pantalones anchos y camisetas hasta la rodilla, el pretendiente parecía con una linterna en el bolsillo. Ahora que hablo de moda, comparo lo que era meterle mano a un buzo cuello de tortuga o a un pantalón con la pretina a la altura del ombligo, con las camisetas ombligueras y los bluyines descaderados, donde la mercancía está ahí no más.
Si el muchacho lograba que le prestaran un carro, el sitio obligado era un “drive in”. Dos gaseosas, esperar que los vidrios se empañaran y mano al cajón. Amoblados entonces no había y a las niñas les daba oso meterse a un hotel. Además, con qué plata. En medio de todo nos tocó la mejor época, y al menos esperamos no ver que el auge de los gays llegue al punto que un hijo de 16 años reciba visita del novio de 20; o la nena de la casa haciendo arrumacos con una machota bien repelente. Al menos yo, no estoy preparado.
Como en esta vida hay que inventarse algo para conseguir plata, se me ocurre copiar algo parecido pero con un tema específico y tres actores en escena. Creo que hasta en el nombre puede haber plagio, porque si Guillermo Díaz copió el programa La Luciérnaga de una forma vulgar, ya que hasta el animal que escogieron para el nombre es un bicho similar, puedo pensar en algo así como “Novios en pelota”. Es muy sencillo: consigo un cucho buen conversador y con excelente humor, que hable de cómo se desarrollaban los noviazgos en su época; yo comparo cada situación con la que nos tocó a nosotros y completa un adolescente que cuente los pormenores de las relaciones afectivas en la actualidad.
Cuando escuchamos a los viejos relatar sus aventuras amorosas pensamos que vivían en la época de las cavernas, porque la visita era por la ventana y la única forma de salir con la muchacha era acompañarla a misa el domingo, siempre fiscalizados por una chaperona. Muchos llegaban al matrimonio, ceremonia que celebraban al amanecer, sin haberle dado siquiera un beso a la prometida. Ni hablar de la tupia con que debían llegar esos muchachos al tálamo nupcial. Los de mi generación debemos comparar esas diferencias, para no escandalizarnos con la realidad actual en ese aspecto.
Porque los muchachitos desde los 14 años ya se cobijan con la novia a ver televisión, entran como Pedro por su casa sin saludar a nadie, comen como unas dragas, se jartan la gaseosa que haya, no sueltan el celular y les importa un pito que los suegros estén molestos con su actitud. De lo que no se tienen que preocupar los papás es que perjudique a la niña, porque los zambos viven empalagados de sexo. Lo máximo es que le pega una abejorriada como para entretenerse un rato. Para lo otro aprovechan los paseos que hacen sin adultos que los controlen, en el apartamento de un amigo cuyos padres están de viaje o en una discoteca de esas de ahora, donde todos parecen poseídos.
Los de mi generación podemos decir, después de analizar estas situaciones, que ni muy muy, ni tan tan. Porque aunque siempre había muchas restricciones, uno buscaba la forma de calmar las hormonas y la ansiedad. Lo que llamábamos la arrechera. Las novias tenían que pedir permiso hasta para ir a cine, pero era común que con algunas condiciones, las dejaran ir. Las salidas de noche eran con hora de llegada y los paseos a una finca, siempre de día entero, los vigilaban varias señoras que no despintaban el ojo de todas las parejitas. Algunos papás también asistían, pero con ellos no había problema porque eran los primeros en clavar el pico de la rasca.
Existían entonces algunas oportunidades que no podían desaprovecharse y la más común era el cine. Al salir del teatro nadie sabía de qué trató la película, porque el maniculiteteo y la chupadera de trompa no dejaban tiempo para mirar la pantalla. Lo que sí era digno de mirar de reojo, eran los personajes que se levantaban una bandida en la calle y se acomodaban en los rincones de atrás de la platea, porque esos sí coronaban a como diera lugar.
Otra opción era la visita de novio. Los suegros también se molestaban porque cuando entraban a la sala el zambo no se ponía de pie, pero no entendían que se debía a que había otro que estaba parado desde hacía rato. Y como la moda no incluía pantalones anchos y camisetas hasta la rodilla, el pretendiente parecía con una linterna en el bolsillo. Ahora que hablo de moda, comparo lo que era meterle mano a un buzo cuello de tortuga o a un pantalón con la pretina a la altura del ombligo, con las camisetas ombligueras y los bluyines descaderados, donde la mercancía está ahí no más.
Si el muchacho lograba que le prestaran un carro, el sitio obligado era un “drive in”. Dos gaseosas, esperar que los vidrios se empañaran y mano al cajón. Amoblados entonces no había y a las niñas les daba oso meterse a un hotel. Además, con qué plata. En medio de todo nos tocó la mejor época, y al menos esperamos no ver que el auge de los gays llegue al punto que un hijo de 16 años reciba visita del novio de 20; o la nena de la casa haciendo arrumacos con una machota bien repelente. Al menos yo, no estoy preparado.
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