martes, septiembre 25, 2007

Lechona en París.

El sueño de muchos es visitar algún día la capital de Francia. La ciudad luz atrae y sin duda se convirtió desde hace mucho tiempo en lugar de inspiración para artistas y escritores. Prefieren irse allí, así sea a saltar matones, con tal de recorrer las calles que arroparon a Víctor Hugo, Rodin, Verlain y Degas. La magia de París embelesa la imaginación de los mortales y por ello es común sentir envidia de quienes tienen la oportunidad de vivir allí.

Claro que después de leer la novela El síndrome de Ulises, del escritor colombiano Santiago Gamboa, se le quitan las ganas a cualquiera de experimentar esa situación, porque narra de manera vívida y desgarrada las penurias que debe soportar el inmigrante en una sociedad déspota y arrogante. Porque una cosa es disfrutar de una solvencia económica que permita bienestar, y otra muy distinta trabajar como un esclavo sin oportunidades ni derechos. Para corroborar lo que dicen, pude conversar con alguien que conoce el tema.

Hace seis años en Cuba, la casa campestre cerca a Cartago donde me invitan con regularidad a disfrutar del maravilloso clima, conocí a una mujer que entonces se desempeñaba como empleada domestica, y quien llamó mi atención por su desparpajo y franqueza al hablar. Gladis es una morena gruesa, fuerte y alegre, a quien llamaban “La Tayson” porque los viernes, cuando se enteraba de que su marido andaba de parranda con alguna fulana, ella se presentaba en el lugar, sacaba a la vieja de las mechas para la calle y allí le daba una pela.

De manera que mientras Gladis preparaba un típico sancocho valluno en fogón de leña, al aire libre, yo me arrimaba a darle cuerda para que me echara sus cuentos. En aquel entonces el marido de Gladis viajó a París a desempeñarse como pintor de brocha gorda, y al poco tiempo ella arrancó con su pequeña hija a rebuscarse en esas lejanías. En mis visitas siempre indago por ella, y cuál sería la sorpresa cuando hace poco apareció a hacernos visita mientras disfrutábamos de una agradable tertulia. Esta mujer llegó a la ciudad luz hace 5 años y desde entonces se desempeña como empleada doméstica en una casa de familia; sus patrones son judíos sefardíes, procedentes de Marruecos, pero con el idioma español como lengua madre. Esto ha sido perjudicial para ella, porque no ha sentido la necesidad de profundizar en el aprendizaje del francés.

Viven los tres en una “chambrita” (en francés chambre es dormitorio) de unos pocos metros cuadrados; allí cocinan y realizan las demás actividades de la vida diaria. El baño es común y queda afuera, y solo tiene un escusado y un grifo; sin ducha ni tina. Por lo tanto deben madrugar al alba, calentar agua y echarse sobre el cuerpo para mantener la sana costumbre del baño diario. El alojamiento queda en un séptimo piso sin ascensor. En invierno se defienden con un calentador eléctrico y en verano el calor es agobiante; varias veces en la noche deben proceder a mojar la piyama para tratar de conciliar el sueño.

Gladis coge el metro hasta su sitio de trabajo, donde labora de 9 de la mañana a 7 de la noche de lunes a viernes. Debe mantener todo limpio y ordenado, y encargarse del arreglo de la ropa de las 5 personas que habitan la casa; nunca puede colaborar con otra actividad, porque de inmediato se la endilgan sin derecho a mejora salarial; un día que no fue el jardinero, Gladis, de acuciosa, se puso a barrer el jardín y los patrones querían despedir al empleado porque ya le tenían reemplazo: ella. Le pagan mil euros mensuales y tiene derecho a comida, a diferencia de la mayoría de los hogares donde las empleadas no pueden tomarse ni un café; mantienen contadas hasta las galletas.

El marido paga la chambrita y ella se encarga del mercado, el cual compra el sábado, día que además hace las diligencias que se ofrezcan. El domingo lo dedica al arreglo de la ropa de todos y por la tarde, si alcanza, duerme un rato porque termina rendida. Y no le queda ni tiempo ni plata para ir a un cine. No conocen museos, sitios turísticos, monumentos ni nada que se le parezca. Su única distracción consiste en reunirse con amigos colombianos en las fechas especiales y preparan una lechona para festejar. Aunque parezca increíble compran un marrano mediano, se apiñan en una chambrita y allí deshuesan y rellenan el animal. Luego lo llevan a una panadería para hornearlo; después bailan, charlan y comen hasta quedar satisfechos.

Leí que las calles y parques de París están tapizados de caca canina, y Gladis confirma que lo que digan es poquito. Donde usted ponga un pie, se para en un bollo de perro. Los inmigrantes viven una existencia vacía y estéril; son discriminados; como ilegales soportan abusos y humillaciones; y lo que ganan les alcanza para sobrevivir y mandar algo a su familia. En el caso de esta familia valluna después de tanto sacrificio, sus ahorros alcanzaron para los pasajes de avión, odontología y demás gastos. Ahora regresan a buscar su legalidad, para obtener mejores ingresos y tratar de juntar dinero para regresar en unos años a vivir en nuestra tierra con algo que extrañan a diario: Dignidad.
pmejiama1@une.net.co

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y aún así, es el sueño de muchos. Estamos de acuerdo, como lo dije
alguna vez ... uno será lo que sea aquí, pero jamás será un extraño.

Por allá se estuvo. La arquitectura y las contrucciones son imponentes, espectaculares. Tanto como la antipatía de los locales. Es que allá nadie pertenece, yo creo que ni los mismos Parisinos.

Jorge Iván dijo...

Hombre Pablo, con perdón tuyo y el de tus distinguios lectores, prefiero pegarme una cagadita solito y con la tranquilidad del caso en cualquier manga colombiana, que no una en una letrina comunitaria en París.
Vida Colombia, ¡carajo!