Cursé mi bachillerato a finales de los años 60 y primera mitad de los 70 en el colegio Agustín Gemelli. Como era común demoré más de lo establecido para completar los cursos correspondientes, porque entonces la mayoría de alumnos éramos malos estudiantes; a diferencia de ahora que casi todos son pilos, responsables y juiciosos, mientras que unos pocos se distinguen por su mal rendimiento. Dicen que esos educandos tienen síndrome de déficit de atención, lo que en mi época se llamaba maqueta. Eso de mamarse al colegio tampoco se acostumbra ahora, mientras que nosotros dedicábamos por lo menos dos tardes a la semana para irnos a cine o a jugar billar.
De aquella época recuerdo con placer una semana de octubre que dedicábamos al santo patrón del colegio, San Francisco de Asís, cuando se realizaban las fiestas patronales. Como el colegio Santa Inés es de la misma orden religiosa, la semana de fiesta coincidía y por lo tanto las amigas y novias que allí estudiaban podían aceptar las invitaciones que les hacíamos a nuestra celebración. En la actualidad esa costumbre de tirar la casa por la ventana durante una semana ya no se estila y en cambio programan algunos actos culturales durante dos o tres días, y pare de contar.
Lo mejor de las fiestas es que no había clases y qué más podía uno pedirle a la vida en ese entonces; la entrada era a media mañana y el control de asistencia poco estricto. Podíamos llevar la bicicleta y los que tuvieran caballo disponían de varios potreros para acomodar los táparos. La programación de las actividades era elaborada por los alumnos de los cursos mayores, quienes mangoneaban a su gusto al resto del estudiantado. Los más sardinos debían colaborar con pasatiempos que se presentaban al público para recolectar fondos, los cuales casi siempre iban a parar al buche de los mayores convertido en cerveza. No faltaba una tablita con agujeros, cada uno marcado con una cifra representada en centavos, y quien metiera una canica lanzada desde cierta distancia por cualquier hueco recibía el premio correspondiente.
Otro pegaba un tablero de la pared y ofrecía dardos para premiar la puntería; el alumno más hábil para el dibujo hacía caricaturas de los clientes; el concurso de pulso tampoco podía faltar; y la venta de todo tipo de mecatos que las mamás de los más lambones preparaban en las casas para colaborar con el recaudo de fondos. Resulta que en mi casa había una pequeña máquina de hacer algodón de azúcar y mi mamá nos la prestaba con mil condiciones. Montábamos el negocito y la verdad es que la mayoría de azúcar pulverizada quedaba pegada del pelo de los noveleros que no faltaban, mientras que el algodón quedaba del tamaño de un copito Johnson. Lo peor es que no se podía hacer en un palito porque no agarraba la telaraña que se formaba en la bandeja, y era necesario utilizar unos tenedores de plástico que hacían parte del equipo. Entonces, mientras uno de los hermanos operaba la máquina, los otros debían irse detrás de los clientes a esperar que se chuparan esa vaina para que devolvieran el cocianfirulo. Nosotros sabíamos a dónde iban a parar los fondos y por lo tanto nos gastábamos hasta el último centavo en mecato, y luego alegábamos que el negocio había dejado pérdidas.
La carrera de carritos de balineras desde La Pichinga hasta el colegio era una de las atracciones. En las curvas más peligrosas se concentraba el público y más de un accidentado quedaba grogui después de darse un porrazo en la mula, además de que la mayoría de competidores llegaban con los codos y las rodillas en carne viva; porque entonces no utilizábamos casco protector, ni coderas o rodilleras. Se programaban torneos en diferentes disciplinas deportivas, que incluía una carrera de motocross y concurso de habilidad automovilística en la cancha de fútbol.
Ya en los últimos cursos disfrutábamos del poder y dirigíamos el asunto. Para rematar la semana se realizaba el viernes en la noche la coronación del reinado de mamás, con fiesta incluida, y el sábado el acto central con la novillada. Los papás ganaderos más pudientes regalaban terneras que en un corral acondicionado para tal fin servían para que los más valientes torearan o practicaran el rodeo. Lógico que el trago estaba prohibido pero los mayores nos pasábamos la regla por la galleta porque a palo seco no se le mete a un animal de esos ni el más guapo. O qué tal en la fiesta de la noche anterior, quién iba a bailar sin haberse mandado siquiera media de aguardiente.
El domingo era el festival familiar y la ternera a la llanera el plato principal. Llegaban los carabineros con sus parrillas y la parafernalia necesaria, pasaban al papayo a las terneras de una forma que traumatizaba a más de un alumno porque las degollaban y el chorro de sangre era impresionante, pero después cuando empezaba esa carne a oler a todo el mundo se le pasaba el pesar por los animalitos. Luego la fila para recibir una buena porción acompañada de papa cocinada y un buen vaso de sifón. Para rematar, el lunes no había que ir porque debían organizar el colegio y así lográbamos un día más para capar clases. ¡Ah! tiempos aquellos.
pmejiama1@une.net.co
1 comentario:
mejor dicho....que fiestononon. Nunca penso san Francisco de Asis que sus muchachos, en vez de cuidar a la hermana ternera...se la comian. Si ve pues.
A proposito Pablo, yo tambien estudie parte de mi nunca terminado bachillerato con los franciscanos, colegio Fray Rafael de la Serna, aca en Medellin y alli las fiestas patronales eran de un dia. Maldingasea
Jorge Ivan Londono Maya
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