martes, mayo 03, 2011

Social doble.

Merece el apoyo de todos los manizaleños la iniciativa de un grupo de ciudadanos que buscan recuperar el centro de la ciudad. Porque para quienes nos criamos recorriendo sus calles, disfrutamos el ambiente parroquial y acogedor que lo caracterizaba, y debimos visitarlo a diario para realizar diligencias o comprar cualquier artículo que necesitáramos, es triste ve cómo se perdió la magia que lo identificaba. Al crecer una ciudad lo primero que sucede es que el centro deja de ser el sitio de convergencia, la base del comercio, el lugar del corrillo y la tertulia. Antes, para comprar una cinta pegante, un tornillo, un par de zapatos o sellar el cinco y seis había que visitarlo; todos los bancos estaban allá; cualquier taller, almacén especializado o despacho oficial tenía su sede a pocas cuadras de la Catedral Basílica. En la periferia sólo había tiendas de barrio, panaderías y algún zapatero remendón.

Son poquísimas las veces que los niños y adolescentes actuales han caminado por las calles del centro, e invito a quienes tengan hijos o nietos en esas edades a contarles cómo dependíamos hace años de él. Para ellos por ejemplo el cine sólo puede verse en las salas que hay en los centros comerciales y la mayoría no sabe nada de aquellos cinemas que fueron tan concurridos en Manizales. Ya no existen ni siquiera las edificaciones donde operaron los teatros de nuestra infancia y juventud, y sólo queda la opción de señalar el sitio que ocupaban.

Los primeros recuerdos que tengo del cine se remontan a la edad de seis o siete años, cuando mi mamá nos llevaba el sábado por la tarde a matiné en el teatro Caldas, ahí en el marco del parque del mismo nombre. Ella no podía quedarse porque en la casa tenía varios mocosos todavía en pañales, por lo que nos dejaba a los más grandecitos desde temprano para que compráramos el mecato en La Fama, un negocio de abarrotes que había en seguida, en los bajos de la casa de la familia Restrepo Abondano, donde nos rendían más las monedas. Si salíamos antes de que pasaran a recogernos, nos entreteníamos con los carteles de las películas que había en el hall de entrada de las salas de cine.

Ya de diez años me iba con algunos hermanos, primos y amigos del barrio a disfrutar lo que entonces se llamaba social doble. Por el precio de una película presentaban dos y el programa duraba toda la tarde, para salir como a las cinco y media a buscar dónde tomar el algo. Las cintas preferidas en aquella época eran las de Santo el enmascarado de plata; Maciste, un gigante mitológico fortachón y renegado; los vaqueros Roy Rogers y Opalong Cassidy; y los cómicos mejicanos Tin Tan y Resortes.

Las carteleras más apetecidas eran las del teatro Olympia, en cuyos palcos hacíamos recocha y correteábamos de un piso a otro sin pararle muchas bolas a la película, y las del Cumanday que quedaba cuadra y media más arriba, y donde el puesto más apetecido era la primera fila del segundo piso, porque se podían subir los pies en un murito que había a modo de baranda. También estaban el teatro Avenida, frente al parque de Cristo Rey, y el Juan Manuel, ahí a una cuadra, que por ser de la curia presentaba unas películas muy zanahorias.

A los catorce años nos íbamos con los amigos a levantarnos unas pájaras que frecuentaban la entrada de los teatros en busca de quién les pagara la boleta; ahí se nos iba hasta la plata para comprar el mecato, pero no importaba porque adentro teníamos más de tres horas de oscuridad para recuperar la inversión. Tiempo después en el Colombia, carrera 20 con calle 24, empezaron a presentar shows de stripers en vivo; todos los asistentes, antes de comprar la boleta, conseguían EL Espacio para taparse mientras lo leían al hacer la fila. Había que ver la algarabía que se formaba en la platea cuando esas viejas empezaban a volear confites que se sacaban de por allá.

El teatro Caldas lo remodelaron y se convirtió en El Cid, que en su momento llamó la atención por lo lujoso que se veía en comparación a los demás, a excepción del Fundadores, donde presentaron películas hasta que lo convirtieron en centro de convenciones. Durante nuestra niñez ir a cine era muy barato, a pesar de que nos daban para los pasajes en bus, la boleta, alquilar revistas antes de la función y la compra del mecato. Las revistas de muñequitos, que ahora llaman comics, se conseguían adentro y para nosotros no había mejor programa que disfrutar las aventuras de La pequeña Lulú, Archi, El Fantasma, Tarzán, Supermán, El Santo o Frankenstein. El mecato estaba conformado por bombones Charms, salvavidas, obleitas, frunas, ponqué Ramo, besitos, chocolatinas ¡Oh qué bueno! y papas fritas.

Práctica común durante el bachillerato era mamarnos por la tarde e irnos a tranzar un portero para que nos dejara entrar a una película apta sólo para mayores de 21 años. Saber que los compañeros estaban en clase de álgebra hacía mejor el programa, y a la salida teníamos la concha de esperar a que pasara el transporte del colegio para montarnos y así ahorrarnos el pasaje en bus urbano.
pamear@telmex.net.co

1 comentario:

BERNARDO MEJIA ARANGO bernardomejiaarango@gmail.com dijo...

En mi adolescencia, el cine doble o social, como lo llamábamos, fué bien conocido y frecuentado en el Valle del Cauca. Pero lo que usted menciona en su escrito me es familiar porque cuando estudié en Manizales, allá por los finales de la década de 1970, del colegio nos llevaban a cine. En un teatro que quedaba cerca del Expreso Palmira de entonces, vimos "Dios como te amo" con la Gigila Cinquetti, quien ya había cantado el tema en San Remo en Italia, uno de los festivales mas famosos de la época. Así que yo conocí el cine social o cine doble, pero no recuerdo haber comprado El Espacio, menos con el fin que usted menciona. Cordial saludo tataratataraprimo; como siempre, me gustó lo que escribe.