miércoles, junio 10, 2015

Regalo inolvidable.

Uno de los recuerdos más gratos que tengo de mi infancia es cuando llegó mi mamá con una caja de cartón llena de juguetes que nos mandaban de la casa de mi tío Alberto. Resulta que la tía Ruth decidió hacerle ‘policía’ a los clósets de los hijos, porque estaban adolescentes y mucha ropa ya no se la ponían; además de tanta mugre que se acumula con el paso de los años y si no la botan o la regalan, seguirá ahí indefinidamente.

En vista de que los juguetes estaban en perfecto estado los separó mientras resolvía a quién dárselos y ahí fue cuando al tío se le ocurrió llamar a mi mamá. Ella le dijo que claro, que nosotros gozábamos con todo y que esa misma tarde pasaba a recogerlos. En esa época los niños recibíamos dos regalos en Navidad, un bluyín o unas botas pantaneras, y un juguete que variaba entre un camión marca Búfalo, una pistola de rollo con su cartuchera o el anhelado rifle de corchos. Durante el resto del año de pronto nos daban algún cachivache como cuelga en el cumpleaños.

De manera que ver llegar esa caja llena de sorpresas, en tiempo frío y sin motivo, fue de gran alegría para todos. En medio de la algarabía cada uno quería coger alguno de los objetos y en esas mi papá puso orden, por lo que sería él quien los sacaría uno a uno para analizarlos en grupo. Lo primero que vimos fue un barco de los que navegaban el río Misisipi, con grandes paletas giratorias a ambos lados, que por ser una maqueta del buque original presentaba hasta el más mínimo detalle.

Recuerdo su nombre, Robert E. Lee, porque lo tenía en lugar visible de la cubierta principal. Mi papá nos contó que fue el general que comandó los ejércitos de los Estados Confederados en la guerra civil estadounidense; y que el juguete era un adorno, que lo pusiéramos en una repisa para exhibirlo. Pues al primer descuido nos fuimos al tanque del lavadero a ponerlo a navegar y el supuesto juguete paró las patas, por lo que debimos aplicar diferentes métodos para sacarle el agua que se metió por los recovecos.

El siguiente fue un avión DC4 que prendía todas las luces reglamentarias y empezaba a encender uno a uno sus 4 motores, creando un ruido y un ventarrón increíbles con sus hélices; luego carreteaba, hacía un giro y regresaba a la plataforma. Literalmente se nos chorreaban las babas pero mi mamá de inmediato le encontró un pero: se tragaba cuatro pilas de las grandes en un santiamén. Otro juguete maravilloso fue un buldócer de control remoto que funcionaba igual a los de verdad, con las orugas, la pala y demás mecanismos; era delicioso sentarse a mover tierra con ese aparato.   

Seguimos sacando cacharros hasta que apareció uno al que mi mamá no le hizo buena cara, debido a que eran varios pares de guantes de boxeo. Ese mismo día mi papá improvisó un ring en la biblioteca, nos dio indicaciones de los golpes del boxeo y procedió a escoger las parejas que se enfrentarían en esa primera velada. Me parece verlo arrodillado, con una toalla al hombro y fungiendo de árbitro para separarnos, porque nosotros lo único que hacíamos era tirar trompadas sin ton ni son; eso hasta que alguno salía a los berridos y mi mamá enfurecida recordaba que había advertido mil veces que así terminaría el dichoso juego. Como es lógico los juguetes no dieron un brinco, excepto los guantes que perduraron mucho tiempo en poder de la familia.

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