Todos los días es más complicado para los padres de familia criar bien los hijos. Entre papá y mamá se presentan conflictos porque el uno piensa de una manera y el otro de otra, sobre todo cuando tiene que ver con las desmedidas peticiones que hacen los muchachitos. La sociedad de consumo se aprovecha de la facilidad para antojarse de los menores y atiborran los medios de comunicación con modas, artículos innecesarios, promociones, ofertas y tendencias. Un ejemplo patente es un huevo de chocolate que venden en todas partes, el cual trae en su interior un cachivache de plástico que viene en piezas para que el chino lo arme. Puedo asegurar que la fabricación en serie de esos cacharros no cuesta cien pesos, y todos los infantes se antojan del citado producto por darse el gusto de encontrar la sorpresa. Nunca juegan con el juguete, no lo disfrutan, les importa poco y muchas veces se tragan el chocolate sin ganas.
Lo peor que puede hacer un adulto es ir a comprar el mercado acompañado por los hijos. Se antojan de todo, quieren evitar los productos que no les gusta, secan a los papás para que les compren esto o aquello, lo que logran cuando ya los tienen al borde de la locura. Con tal de que el caguetas se calle, le dan lo que pida. Y muchos dejan de llevar remolacha, coliflor o brócoli, porque los pequeños odian esas cosas. Además arman una pataleta porque quieren un cereal nuevo que trae adentro un muñeco de colección, y la mamá juro a taco que no, que hasta que no acaben el que está empezado no les compra otro.
La competencia con los amiguitos de barrio y compañeros del colegio es dañina, porque los mocosos son muy corrompidos y empiezan a burlarse del que no tiene teléfono celular, equipo reproductor de MP3 o DVD en la habitación. Entonces el papá se cierra en la banda que la zamba está muy chiquita para andar pegada de un celular a toda hora, y la madre a interceder por ella porque todas las amiguitas tienen y además el aparato es muy práctico para saber en cualquier momento dónde está la muchachita o a qué hora hay que recogerla.
Otro dilema es que los padres piensan que bastante trabajan y se esfuerzan para lograr un estatus de vida bueno, y que si tienen manera de darle gusto a los hijos es un placer para ellos poderlo hacer. Eso está muy bien, pero una cosa es complacerlos en algunas de sus peticiones, cuidando que sean concientes de lo que tienen, que lo agradezcan y lo sepan utilizar, y otra muy diferente es comprarles lo que pidan sin medida ni control. Los papás no captan que la mayoría de las veces los hijos piden cosas para manipularlos, para ver hasta donde llega su poder de convicción y qué deben hacer para desesperarlos y alcanzar su cometido.
Y como los que son padres ahora vivieron su niñez en unas condiciones muy diferentes, les queda difícil asimilar los cambios que sufre la sociedad actualmente; los cuales por cierto son cada vez más acelerados. Por ello es común que los adultos estén a toda hora comparando cómo era antes y algunos pretenden instaurar dichas reglas en su casa, sin aceptar que ahora las cosas son a otro precio; ahí empiezan las discusiones con la mujer, que le dice que no sea iluso y que es mejor que aterrice de una vez.
Otro asunto es que los mayores se han vuelto muy aprensivos con los niños y por cualquier pendejada forman tremendo escándalo. Llaman del colegio a decir que el chino se golpeó jugando fútbol, y los papás salen disparados para llevarlo a la clínica. Y no falla: hay que ponerle un yeso porque tiene una fisura, o al menos para prevenir cualquier complicación posterior. En cambio nosotros, teníamos que llegar con fractura abierta para que nos pararan bolas; no se me olvida que mi hermano Ardilla se quebró el fémur en un carro de balineras, y así estuvo de viernes a lunes. Cada que chillaba porque le dolía mucho, mi mamá le metía un regaño y le decía que no fuera zalamero, que éso no era nada.
Hay que ver cómo cunde el pánico cuando un muchachito se rompe la cabeza o se corta un dedo; a buscar el mejor cirujano plástico para que no quede cicatriz, sobre todo si se trata de una niña. Los de mi generación estamos llenos de marcas y cicatrices en la cumbamba, las cejas, la cabeza, los codos, rodillas, etc., porque nos cosían a la guachapanda como remendando un costal. Y el papá insistía que esa vaina no valía la pena, que lo que pasa es que la sangre es muy escandalosa. Mi mamá nos llevaba donde el tío Guillermo, recién egresado como médico, y él nos raspaba el pelo cercano a la herida con una “Gillete” y luego a voliar aguja e hilo para cerrar la chamba.
A los púberes y adolescentes que tienen disputas con el papá porque quieren mantenerse a la moda y por lo tanto lucir el pelo largo, consigan una foto del cucho cuando tenía 16 años para que vean las mechas que lucía. Entonces todos andábamos con el pelo hasta el hombro y ni siquiera nos peinábamos.
Lo peor que puede hacer un adulto es ir a comprar el mercado acompañado por los hijos. Se antojan de todo, quieren evitar los productos que no les gusta, secan a los papás para que les compren esto o aquello, lo que logran cuando ya los tienen al borde de la locura. Con tal de que el caguetas se calle, le dan lo que pida. Y muchos dejan de llevar remolacha, coliflor o brócoli, porque los pequeños odian esas cosas. Además arman una pataleta porque quieren un cereal nuevo que trae adentro un muñeco de colección, y la mamá juro a taco que no, que hasta que no acaben el que está empezado no les compra otro.
La competencia con los amiguitos de barrio y compañeros del colegio es dañina, porque los mocosos son muy corrompidos y empiezan a burlarse del que no tiene teléfono celular, equipo reproductor de MP3 o DVD en la habitación. Entonces el papá se cierra en la banda que la zamba está muy chiquita para andar pegada de un celular a toda hora, y la madre a interceder por ella porque todas las amiguitas tienen y además el aparato es muy práctico para saber en cualquier momento dónde está la muchachita o a qué hora hay que recogerla.
Otro dilema es que los padres piensan que bastante trabajan y se esfuerzan para lograr un estatus de vida bueno, y que si tienen manera de darle gusto a los hijos es un placer para ellos poderlo hacer. Eso está muy bien, pero una cosa es complacerlos en algunas de sus peticiones, cuidando que sean concientes de lo que tienen, que lo agradezcan y lo sepan utilizar, y otra muy diferente es comprarles lo que pidan sin medida ni control. Los papás no captan que la mayoría de las veces los hijos piden cosas para manipularlos, para ver hasta donde llega su poder de convicción y qué deben hacer para desesperarlos y alcanzar su cometido.
Y como los que son padres ahora vivieron su niñez en unas condiciones muy diferentes, les queda difícil asimilar los cambios que sufre la sociedad actualmente; los cuales por cierto son cada vez más acelerados. Por ello es común que los adultos estén a toda hora comparando cómo era antes y algunos pretenden instaurar dichas reglas en su casa, sin aceptar que ahora las cosas son a otro precio; ahí empiezan las discusiones con la mujer, que le dice que no sea iluso y que es mejor que aterrice de una vez.
Otro asunto es que los mayores se han vuelto muy aprensivos con los niños y por cualquier pendejada forman tremendo escándalo. Llaman del colegio a decir que el chino se golpeó jugando fútbol, y los papás salen disparados para llevarlo a la clínica. Y no falla: hay que ponerle un yeso porque tiene una fisura, o al menos para prevenir cualquier complicación posterior. En cambio nosotros, teníamos que llegar con fractura abierta para que nos pararan bolas; no se me olvida que mi hermano Ardilla se quebró el fémur en un carro de balineras, y así estuvo de viernes a lunes. Cada que chillaba porque le dolía mucho, mi mamá le metía un regaño y le decía que no fuera zalamero, que éso no era nada.
Hay que ver cómo cunde el pánico cuando un muchachito se rompe la cabeza o se corta un dedo; a buscar el mejor cirujano plástico para que no quede cicatriz, sobre todo si se trata de una niña. Los de mi generación estamos llenos de marcas y cicatrices en la cumbamba, las cejas, la cabeza, los codos, rodillas, etc., porque nos cosían a la guachapanda como remendando un costal. Y el papá insistía que esa vaina no valía la pena, que lo que pasa es que la sangre es muy escandalosa. Mi mamá nos llevaba donde el tío Guillermo, recién egresado como médico, y él nos raspaba el pelo cercano a la herida con una “Gillete” y luego a voliar aguja e hilo para cerrar la chamba.
A los púberes y adolescentes que tienen disputas con el papá porque quieren mantenerse a la moda y por lo tanto lucir el pelo largo, consigan una foto del cucho cuando tenía 16 años para que vean las mechas que lucía. Entonces todos andábamos con el pelo hasta el hombro y ni siquiera nos peinábamos.
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