En muy triste que la situación de violencia que vive nuestro país desde hace tanto tiempo se haya encargado de espantar a las gentes del campo, quienes buscan refugio en las grandes ciudades donde viven en condiciones de miseria, sin dignidad y sujetos a desempeñar los trabajos más degradantes. Desarraigados de su terruño tratan de sobrevivir en medio de la maraña social, donde se degeneran y son presa fácil de los vicios y el bajo mundo. Debido a su escasa formación académica y absoluta falta de experiencia laboral para desempeñarse en la ciudad, deben recurrir muchas veces al robo, la prostitución, la venta de drogas y demás formas ilícitas de conseguir el sustento.
El campesino es mejor persona entre más apartado de la civilización resida. Son humildes, ingenuos, apegados a sus costumbres y con un gran sentido del honor; confían en sus instintos y heredan los conocimientos de sus mayores. El pueblerino se apoca frente al citadino y admira con reverencia a quien ha estudiado, al que desempeña un cargo importante o al que tiene mucho dinero. Supieran ellos que su honestidad, filosofía de la vida, principios y responsabilidad en muchos casos son muy superiores a quienes dirigen las riendas del país.
Tiene el montañero un lenguaje y una forma de comportarse muy particulares. Al llegar a un pueblo cualquiera para averiguar por una dirección, procede uno a preguntarle a un fulano que va por la calle. El tipo muy amable se arrima a la ventanilla y después de hacerse repetir la pregunta, empieza a mirar hacia ambas esquinas mientras se rasca la cabeza detrás de la oreja (señal inequívoca de que no tiene ni idea). Por fin aparece uno que dice saber y empieza con su explicación: “Póngale cuidao dotor, usté sigue derechito hasta que topa con un ronboy, ahí coge pa´ la derecha y a media cuadra encuentra una rampla. Deje el carro ahí y déntrese, pero cuenta se estiende porque eso debe estar mojao y es un lisadero el verriondo; he visto a muchos levantar las quimbas y hasta aporriase feo. Puede que no haiga nadies por la hora, pero pregunte en la tienda del frente que ahí le dicen el número del cedular”.
Las gentes del campo son generosas y abiertas, y al toparnos con un montañero conocido en cualquier pueblo, lo primero que hace el fulano es invitarlo a tomar algo en una cafetería. Al instalarse en la mesa la pregunta obligada es: ¿Qué le provoca? Se le acepta un tintico y el tipo insiste en que pida pintao y que lo cuñe con un boñuelo o una empanada. En la casita más humilde de una vereda alejada lo reciben con una taza generosa de chaqueta (café endulzado con panela) y si prefiere le dan bogadera o fugo; a hora de almuerzo le ofrecen caldo de sancocho y un seco con carne arreglada, arroz, huevo y tajadas. Y si le cabe, un banano.
A las personas humildes debe aceptárseles todo porque ellos reciben cualquier cosa regalada. Ofrézcale un trago de ron a un celador a las seis de la mañana y se lo manda sin pensarlo; igual un cigarrillo que prende así no acostumbre fumar; se traga los confites que le den y por principio no rechaza comida. Cierta Nochebuena mi madre llamó al Topo, el celador de la cuadra en el barrio La Camelia, para servirle la cena navideña. En vista de que el hombre comía con cierto desgano ella quiso saber si no le había gustado, pero él se justificó al decir que estaba muy sabroso, pero que era la quinta cena que se mandaba en seguidilla.
Algo repudiable es que se aprovechen de la candidez del campesino. Cierta vez acompañé a un amigo a darle vuelta a la finca y mientras él revisaba unos asuntos en compañía del agregado, me quedé conversando con la señora que siempre nos brinda plátanos maduros asados, tinto y juguito. Y oigan lo que me contó: “Cómo le parece que a aquel le cayó un mal lo más de raro y anda traspillao y sin un aliento; en el seguro le mandaron un mundo de esámenes y de remedios pero eso no le valió, entoes le soplaron de un dotor muy bueno que hay en Pereira. Ya fuimos y la consulta nos pareció baratísima, cinco mil pesitos no más, aunque los remedios sí son caritos; aguarde le traigo la lista que le mandó”.
Entonces trajo una fórmula muy sospechosa y al ver que se trataba de medicamentos naturistas quise ver los empaques, los cuales eran piratas a ojos vista. Se trataba de ungüentos y pócimas preparados de cualquier forma, carísimos por demás, por lo que indagué más acerca del famoso galeno y ante mi inquietud ella agregó: “Ese dotor quisque es especialista en gafología y tiene fama… -Ahí la interrumpí y pregunté si se refería a un oftalmólogo-. No qué va, figúrese que él tipo no le hace a usté ningún esamen, no lo revisa ni le pregunta nada. El enfermo firma en un papel y listo, él con eso le descubre el mal y dentra a recetale”.
No hay derecho. Todavía si me dice que estudia la mugre del ombligo, las lagañas o la caracha de una peladura, pero un médico grafólogo sí es el colmo del engaño.
pamear@telmex.net.co
2 comentarios:
Me parece ver a Gloria (es que se llama no?)... creo que ese fue el día que fuimos a la finca de Pelaez... El día que le hice el foto estudio a la niña.
Que bueno leer sus artículos al final del día, porque me sacan de la rutina y alivian el cansancio; de hecho, casi siempre me remontan a otras épocas.
En particular este, me llevó a un día cualquiera de 1958 cuando mi papá se apareció en un camion y lo "parqueó" enfrente de la casita donde vivíamos en Barragán, en las tierras altas de Tuluá en el Valle del Cauca, adonde habían llegado mis ancestros caldense-antioqueños varias décadas atrás.
Allá se vivía todo lo que usted menciona en su artículo: vida "limpia" y honorable, se creía en la palabra empeñada, se amaba la patria y se enseñaba a quererla, se enseñaba a creer en Dios, había una escala de valores, se respetaba a los mayores.
"Nos vamos ya de este pueblo" dijo mi viejo, "mamado" de una volencia partidista de la cual ni siquiera sabíamos donde se había originado. Así, el término desplazado para mi no es nuevo. Solo que en esa época, llegar a la ciudad no era tan aberrante como es hoy en día; la sola fuerza bruta, la honradez y los principios le valían a un campesino como mi papá, para comenzar de nuevo. Así no hicimos citadinos mis hermanos y yo. Ahora soy el "doctor" pero igual fuí un niño campesino; conocí, cuando un campesino admiraba a la gente culta de las ciudades y por ende quería ser como ella. Lo mejor de todo es que los valores que nos inculcaron nuestros padres, los hemos llevado desde siempre y de mucho nos han valido, han sido nuestro baluarte y los hemos tenido como consignas.
Esta vez su escrito me produjo nostalgia.
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