lunes, junio 27, 2011

Polochos intrusos.

Se presta este título para diferentes interpretaciones, sobre todo ahora que se habla tanto de abuso de la fuerza pública, falsos positivos o de miembros de las fuerzas armadas involucrados en actos ilícitos. Porque polochos es uno de los apelativos que acostumbramos los colombianos para referirnos a los uniformados, siempre de manera solapada para evitar una sanción por irrespeto a la autoridad. Claro que el remoquete ya está pasado de moda, lo mismo que tombo, porque ahora prefieren llamarlos “la tomba”. A los policías de civil siempre les han dicho tiras y cuando se presenta la fuerza pública en un lugar para practicar una requisa o un allanamiento, se correr la voz que llegó la ley.

Pero me refiero es a unos polochos que actualmente son muy escasos. Ahora años, en una época determinada, aparecía en la ciudad una plaga de unos bichos voladores inofensivos, los que conocíamos con ese nombre y en las calles podían barrerse por miles. Pequeños, de color café con listas negras y unas patas ganchudas que se agarran de la piel al cogerlos con la mano. En el Colegio de Cristo, en el Parque Fundadores, los recolectábamos en el recreo para llevárselos al Hermano Andrés Hurtado, quien los utilizaba para alimentar a las tarántulas que mantenía en tarros de galletas. Pues ahora los polochitos, en muchísima menor cantidad, se meten por las ventanas de mi apartamento.

Otra plaga que seguro aparecía en mayo era la de las chicharras. Primero llegaban las tradicionales, negras y ovaladas como una breva calada, que revoloteaban de noche en el alumbrado público y en el día cubrían las calles; poco después unas más grandes de color carmelita que parecían animales prehistóricos en miniatura, porque presentaban dos cuernos con chuzos encima de la cabeza. Las chicharras tampoco hacían nada, aunque era difícil desprenderse de ellas porque las patas tenían ganchos con los que se agarraban con mucha fuerza, y había que ver el miedo que producían a las niñas, a quienes se las pegábamos de la ropa o del pelo.

Y como a nosotros nunca nos hablaron de ecología ni del respeto a los animales, era común que al ir caminando por la calle, apenas veíamos una chicharra en el camino, nos preparábamos como quien se dispone a cobrar una pena máxima, y mientras emulábamos al locutor deportivo, le zampábamos una patada al animalito que lo mandaba a la quinta porra. En las fincas no era sino salir de noche a un potrero para ver las nubes de luciérnagas que volaban por todas partes; es más, no faltaba que al disponernos a dormir, apenas apagaban la luz del cuarto, empezaba a volar un cocuyo, como también les decíamos, y por estar siguiéndole la pista nadie podía conciliar el sueño. Hasta que se levantaba alguno y la estripaba de un chancletazo.

Un programa muy apetecido por las noches, que además tenía el atractivo de estar rotundamente prohibido, era esperar a que los adultos desocuparan una botella de aguardiente para cogerla con disimulo, llevársela para un lugar apartado y proceder a sobarla con fuerza durante un buen rato, para después ponerle una llama en el pico y así sacarle el diablito. Si por inexperto le ponía la mano de frente al pico, el quemón era el verraco y la ampolla le llegaba hasta el codo; y ni hablar de la pela que le daban por desobediente. Acto seguido se iba uno para el potrero a coger cocuyos y meterlos dentro de la botella dizque para hacer una lámpara, pero las chapolas no daban un brinco porque dentro del recipiente quedaban gases remanentes de la reciente explosión.

Otros insectos que tampoco volvimos a ver son los gusanos Santamaría, intrusas alimañas de color naranja y negro que cubrían su anatomía con pequeñas púas amenazantes; y los llamados gusanos pollos, parecidos a una mota de pelo amarilloso que según el imaginario popular producían fiebre, además de seca en el miembro picado. O el famoso abejorro 24 horas, dizque porque ese era el plazo de vida que le quedaba a la víctima de su picadura.

Recuerdo de mi niñez cuando llegamos a vivir al barrio La Camelia, vecindario incipiente en el que apenas había unas pocas casas construidas. Pues todos los días por las calles del barrio era común ver un pelotón de reclutas del batallón, que bajo el mando de un superior trotaban mientras repetían un estribillo que les indicaba el oficial. Los soldaditos debían responder a los gritos, como le gusta a los milicos, por lo que desde que venían lejos ya se sabía que pasarían por el frente de la casa. Entonces aleccionábamos a mi hermano menor, Alejandro, que tendría dos años, para que saliera al portón y les gritara con todas sus fuerzas: “Tombos aguacates”; nosotros creíamos fervientemente que insultar de esa forma al ejército debía dar un castigo ejemplar e imaginábamos al mocoso detenido por irrespeto a la autoridad.

Desde ese día el zambo, cada que venían los soldados, salía disparado a desgañitarse con su retahíla de “tombos guacateros”. Hasta una vez que estaba con mis padres en la calle y ambos bregaban a coger al muchachito para callarle la boca, apenadísimos de que los militares pensaran que era cosa de ellos. Ni hablar del regaño que nos ganamos los autores intelectuales.
pamear@telmex.net.co

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Bellos recuerdos... y claro que recuerdo las chicharras de mayo... a mi también me tocaron.

No volvieron a llegar o sí?

BERNARDO MEJIA ARANGO bernardomejiaarango@gmail.com dijo...

La pregunta que surge al leer su artículo, es porqué al igual que las costumbres, algunas cosas relacionadas con el medio ambiente y los animales que lo habitaron, han cambiado y siguen cambiando, mejor dicho desapareciendo.

Muchas costumbres que los muchachos de hoy en día no conocieron, coinciden con muchos animales que igual no conocieron, o conocieron solo unos pocos, entre esos, los que usted menciona.

Don Poncho dice arriba: "Bellos recuerdos". Que irán a recordar los muchachos de la actualidad, los "hijos de la tecnología"?

Su escrito, nuevamente, me ha producido preocupación. Pero me gustó.

Saúl Sánchez Toro dijo...

Otro contemporaneo de las chicharras y los "polochos" era el mojojoy, ese raro gusano que se encontraba en tierras negras y en boñigas de vaca. blanco y enorme que decían las malas lenguas que era un espectacular manjar para los alemanes.

Tampoco se volvieron a ver en Manizales las "chuchas" o zariguellas y los buhos que nos asustaban de niños.

Saul Sanchez Toro
http://historiasdemanizales.blogspot.com/