jueves, febrero 04, 2016

Don Eduardo.

Todo lo dicho de don Eduardo es poquito, porque es trabajoso definir a un ser tan extraordinario. Destacan su historial como emprendedor, líder, visionario, industrial, intelectual, humanista, culto y demás atributos, pero sin duda don Eduar, como le decimos sus allegados, fue ante todo un hombre bueno. Ciudadano ejemplar, pulcro y respetuoso, vivió su vida pendiente del bienestar de los demás. Ante cualquier dificultad de un miembro de la familia estaba presto a darle la mano, porque fue generoso y solidario como ninguno. A los empleados de las tantas industrias que fundó con sus amigos Azucenos, sobre todo de Iderna que fue su consentida, les conocía la historia familiar, se interesaba por su situación y siempre estaba pendiente de cualquier problema que enfrentaran.

En el seno familiar era querendón, cálido y amigable. Alcahueta con los sobrinos, porque cada que a alguno se le ocurría un negocio acudía a él como socio capitalista. Sobre todo Felipe Ocampo, “El Rey”, sin duda su sobrino favorito, quien embarcó al avezado empresario en más de una quiebra; una de las últimas, antes de que Felipe fuera víctima de la maldita violencia, fue un cultivo de zanahorias que supuestamente los iba a llenar de plata. Don Eduar le oyó el cuento, dio su consentimiento, pero al final advirtió: Cuando se totee el negocio no recibo sino dos bultos de zanahorias. Porque en todas las quiebras le pagaban con máquinas obsoletas, productos quedados y demás remanentes.

Otro sobrino, escritor y poeta, siempre recurría a él para que le financiara los libros y como agradecimiento le llevaba varias docenas de ejemplares. Entonces el viejo le regalaba uno al que llegara, pero eran tantos que seguían los arrumes por ahí estorbando. Por esos días tenía una camioneta y todo el que necesitaba transportar una lavadora, nevera o somier se la pedía para hacer el mandado, a lo que él accedía con mucho gusto, pero con la condición que el solicitante, además de las llaves de la camioneta, debía llevarse media docena de libros.

Don Eduardo Arango Restrepo, ese señor tan serio, tan respetable, tan conspicuo, fue un mamagallista eximio. El más gocetas del mundo y no pasaba una semana sin que armara paseo para alguna parte; los mismos que empezaba a disfrutar desde los preparativos, porque citaba a reuniones, almuerzos y tertulias para ultimar detalles, todo acompañado de buena comida y los traguitos que nunca le faltaban. Lo curioso es que disfrutaba igual si se trataba de un viaje a recorrer Europa, a una finca cualquiera o a algún pueblo de nuestra geografía. A nada le sacaba pero, comía lo que le dieran, disfrutaba hasta el mínimo detalle.

Hace más de treinta años perdió a su compañera de siempre, Teresa Vélez, y desde entonces mis padres se convirtieron en una buena compañía para él. Mi hijo y mis sobrinos crecieron en su finca Los Guaduales y para ellos Don Eduar fue otro abuelo; con él íbamos a pasear por toda Colombia y siempre nos dio gusto en todo. Su querencia natural era el kiosco de Los Guaduales, al frente de un tablero de ajedrez con mi papá como contrincante, una botella de aguardiente, dos copas y mango biche con sal.

Jugaban torneos que duraban lo que durara el paseo y mientras don Eduar metía basa en la conversación de los demás, mamaba gallo y le hacía trabajo sicológico al oponente para enredarlo, mi padre ni se enteraba y seguía concentrado en lo suyo. Entonces se oía desde todos los rincones de la finca cuando el dicharachero ajedrecista anunciaba a voz en cuello sus ataques: ¡Al rey!

No hay comentarios.: