Llegó el siglo XXI y con él una
oleada de tecnología que no alcanzamos a asimilar, porque aparecen técnicas y
modelos nuevos que convierten lo que apenas tratábamos de entender en temas
obsoletos. Y aunque tratemos de evitar que los mecanismos electrónicos dominen nuestra
existencia, con el paso del tiempo hemos permitido que una colección de dispositivos,
claves, controles de mando a distancia, procedimientos y demás perendengues nos
hagan la vida imposible.
A los teléfonos celulares por
presentar fallas o bloquearse es necesario meterles un alfiler por cierto agujero,
diminuto por cierto, y presionar para activar un botoncito que se encarga de
resetearlo; lo que quiere decir borrón y cuenta nueva. Lo mismo pasa con la
computadora personal o la tableta, que por perfectas que sean no dejan de ser
máquinas y entonces se dañan, y pensamos que nos tragó la tierra; sobre todo si
el diagnóstico del taller es que deben resetearle el disco duro. Como quien
dice fregados, porque a esos aparatos les soltamos las funciones del cerebro de
a poco y llegamos a un punto de no retorno en que se nos vuelven indispensables.
Lo increíble es que mientras unos
vivimos en este mundo arrevesado, otros pasan su existencia en lo profundo de
selvas y desiertos preocupados solo por conseguir comida, tener abrigo y
bienestar, sin saber lo que son angustia, ansiedad, estrés o depresión.
Confieso que me da repelús de solo pensar en vivir en una maloca, echado en la
hamaca en pelota, mientras las horas pasan sin ningún oficio ni entretención;
apiñado con el resto de la comunidad, sin servicios públicos ni otro tipo de
comodidades, aparte de una rama para espantar moscos y zancudos.
Ellos allá tranquilos, relajados,
mientras en el mundo civilizado nos preguntamos en qué momento decidimos
aceptar todo lo que dicta el statu quo. La sociedad de consumo desbocada; un
capitalismo salvaje apabullante; modas y tendencias que abruman; farándula y
superficialidad. Vivimos en medio de mafias de toda laya, desde las de semáforo
hasta la del Vaticano; una corrupción que no da tregua y lo más triste es que
para la mayoría el valor de las personas depende del dinero que tengan, así sean
majaderos sin cultura ni ilustración. Los poderosos manejan el mundo a su antojo
sin importar el bienestar de esas mayorías que sufren y luchan por sobrevivir.
Por fortuna muchos pobres no se
preocupan por lo que sucede más allá de su puerta, porque piensan que pase lo
que pase ellos seguirán igual de jodidos. Al obrero raso o al campesino no lo
desvelan el proceso de paz, las acciones de Ecopetrol, el dólar, Venezuela, la
guerra en Siria, el galeón San José y tantos sucesos que mortifican nuestra
existencia. Ellos hacen milagros con un salario infeliz que logran rendir y así
mantienen la familia, tienen moto, toman trago y algunos hasta tienen moza.
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