jueves, febrero 04, 2016

Memorias de barrio (13).

A diferencia de ahora que la salida a vacaciones de los muchachitos se convierte en un problema para los papás, durante nuestra niñez era una delicia para todos porque la calle era nuestro patio de recreo. Hoy en día las criaturas llaman a los papás a sus trabajos a quejarse, a exigir atención, a decir que no tienen nada para hacer y en resumidas a mortificarles la vida, porque ellos sin duda se angustian al imaginarlos encerrados y al oscuro, mientras permanecen hipnotizados frente a la pantalla de algún dispositivo electrónico.

En cambio a nosotros nos sacaban para la calle desde temprano con la condición que podíamos regresar solo a tomar el algo, a media mañana, o si teníamos que entrar al baño ‘a lo grande’, ya que el chorro lo soltábamos en cualquier parte. No requeríamos plata, juguetes costosos o vestir ropa de marca, nada, solo buena actitud y un espíritu aventurero e inquieto. Al rato estábamos reunidos con el combo de vecinos y arrancábamos a inspeccionar los alrededores, que correspondía a los potreros que hoy ocupan los barrios La Camelia, Bajo Palermo y Sancancio; en esa época después de la Universidad Nacional seguía una carreterita destapada hasta el Morro de Sancancio y en el recorrido solo estaban la iglesia de Palermo, la fábrica Iderna, el Manicomio y dos o tres finquitas.

La Camelia estaba urbanizada y desde la esquina de la calle 70 con Avenida Santander podía verse la iglesia de Palermo, lo que convertía el lugar en un excelente recorrido para disfrutar de los carritos de balineras. En cambio el actual Bajo Palermo, del Parque de las garzas hacia abajo, incluido El Torrear y alrededores, fue construido por dos ingenieros civiles, Mesa y Echeverry, quienes bombearon pantano e hicieron unas represas que al secarse conformaron el terreno.

No existía rincón de toda esta zona que no conociéramos al dedillo y para nosotros era común toparnos con los soldados del batallón que realizaban maniobras, enfrentamientos simulados y demás ejercicios propios de su condición. Los pelotones de reclutas aprovechaban las calles del barrio para trotar mientras repetían los estribillos que entonaba el comandante, y la banda de guerra también prefería nuestro vecindario para realizar sus prácticas; ‘Chupacobres’ les decíamos. El cerramiento del batallón era un cerco con tres hilos de alambre de púas que cruzábamos cuando nos provocaba sin que nadie se fijara en nosotros.

En los potreros del entorno pastaban las vacas de don Manuel López y a cierta hora las arreaban para el ordeño en los bajos de la tienda Milán, al frente de donde quedaba entonces la entrada al Batallón por la avenida Santander. Las rilosas recorrían el barrio y se comían las matas de los jardines, dañaban los prados y dejaban varias plastas de boñiga en las calles, por lo que las vecinas renegaban y juraban que no volverían a comprar en la tienda, promesa que no podían cumplir porque era el único negocio de ese tipo en muchas cuadras a la redonda.

Por esos días llegó la novedosa botella de litro retornable (de vidrio) de Premio Roja, y mi mamá nos compraba una para compartirla. Salíamos entonces con mis hermanos para la cumbre del morro Sancancio donde solo estaba la cruz metálica, sin obstáculos que impidiera subirnos cuando quisiéramos. Arrancábamos a trepar, sin ningún elemento de seguridad, y en lo más alto nos acomodábamos para hacer concurso del que avanzara más con el chorro; también lanzábamos unos escupitajos monumentales que volaban tornasolados porque los potenciábamos con tragos de la empalagosa gaseosa. Eso es lo que se llama gozar barato.

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