A diferencia de ahora que la salida
a vacaciones de los muchachitos se convierte en un problema para los papás,
durante nuestra niñez era una delicia para todos porque la calle era nuestro
patio de recreo. Hoy en día las criaturas llaman a los papás a sus trabajos a
quejarse, a exigir atención, a decir que no tienen nada para hacer y en
resumidas a mortificarles la vida, porque ellos sin duda se angustian al
imaginarlos encerrados y al oscuro, mientras permanecen hipnotizados frente a
la pantalla de algún dispositivo electrónico.
En cambio a nosotros nos sacaban
para la calle desde temprano con la condición que podíamos regresar solo a tomar
el algo, a media mañana, o si teníamos que entrar al baño ‘a lo grande’, ya que
el chorro lo soltábamos en cualquier parte. No requeríamos plata, juguetes costosos
o vestir ropa de marca, nada, solo buena actitud y un espíritu aventurero e
inquieto. Al rato estábamos reunidos con el combo de vecinos y arrancábamos a
inspeccionar los alrededores, que correspondía a los potreros que hoy ocupan
los barrios La Camelia, Bajo Palermo y Sancancio; en esa época después de la
Universidad Nacional seguía una carreterita destapada hasta el Morro de
Sancancio y en el recorrido solo estaban la iglesia de Palermo, la fábrica
Iderna, el Manicomio y dos o tres finquitas.
La Camelia estaba urbanizada y
desde la esquina de la calle 70 con Avenida Santander podía verse la iglesia de
Palermo, lo que convertía el lugar en un excelente recorrido para disfrutar de
los carritos de balineras. En cambio el actual Bajo Palermo, del Parque de las
garzas hacia abajo, incluido El Torrear y alrededores, fue construido por dos
ingenieros civiles, Mesa y Echeverry, quienes bombearon pantano e hicieron unas
represas que al secarse conformaron el terreno.
No existía rincón de toda esta zona
que no conociéramos al dedillo y para nosotros era común toparnos con los
soldados del batallón que realizaban maniobras, enfrentamientos simulados y
demás ejercicios propios de su condición. Los pelotones de reclutas
aprovechaban las calles del barrio para trotar mientras repetían los
estribillos que entonaba el comandante, y la banda de guerra también prefería nuestro
vecindario para realizar sus prácticas; ‘Chupacobres’ les decíamos. El
cerramiento del batallón era un cerco con tres hilos de alambre de púas que
cruzábamos cuando nos provocaba sin que nadie se fijara en nosotros.
En los potreros del entorno
pastaban las vacas de don Manuel López y a cierta hora las arreaban para el
ordeño en los bajos de la tienda Milán, al frente de donde quedaba entonces la
entrada al Batallón por la avenida Santander. Las rilosas recorrían el barrio y
se comían las matas de los jardines, dañaban los prados y dejaban varias
plastas de boñiga en las calles, por lo que las vecinas renegaban y juraban que
no volverían a comprar en la tienda, promesa que no podían cumplir porque era
el único negocio de ese tipo en muchas cuadras a la redonda.
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