Cuando critico el estatus de
personas que muchos les dan ahora a las mascotas y demás seres irracionales,
algunos me tildan de cruel y llegan a decir que no me gustan los animales. Nada
más equivocado. Durante mi niñez y adolescencia en nuestra casa siempre hubo un
perro en el patio, amarrado al lado de su perrera y alimentado con sobras de la
cocina; ‘cuido’ o concentrado nunca probaron.
La función del chucho era cuidar
que no se metieran ladrones por el patio y su rutina variaba los domingos
cuando le dábamos una buena bañada con agua y jabón; mi papá dirigía el proceso
mientras manejaba la manguera, pendiente de cuando el perro se fuera a sacudir
para retirase un poco. Después salíamos en patota a la caminata dominical, en
la que soltábamos el animalito para que correteara a su gusto. Nunca tuvimos perros
de raza, eran criollos que nos regalaba algún pariente cuando en la finca
estaban encartados con una camada.
Me da golpe que ahora a los perros
no les dan huesos dizque porque se atoran. Pues en mi casa comíamos gallina muy
de vez en cuando, pero ese día recogían todos los huesos y el chandoso se los
mascaba como si fueran confites; igual se tragaba la cabeza, las tripas y no le
hacía el asco sino a las plumas. Ni hablar cuando el almuerzo era con espinazo
o costilla, porque el gozque quedaba con material para varios días. En caso de
emergencia lo llevábamos a la clínica veterinaria de la Universidad de Caldas y
de llegarse a morir, no hacíamos drama ni llorábamos, simplemente conseguíamos
otro.
Con el gato era igual. Cuando el
minino se ausentaba durante muchos días lo dábamos por perdido y procedíamos a
buscarle remplazo. Muy pronto llegaba el gatico y de entrada le servíamos leche
en la tapa de un tarro de galletas, además de refregarle un trocito de carne gorda
en las cuatro patas; decían que el animalito dejaba el olor por donde caminara
y así reconocía su nuevo hogar. Nunca más se le daba comida porque entonces no
cazaba ratones, labor que hacía no solo en la casa sino en todo el vecindario; infortunadamente
los pajaritos también formaban parte de su dieta diaria.
Además tuvimos pollos de engorde,
gallinas ponedoras, conejos, tilapias
que criamos en el tanque de una lavadora, curíes, tortuga y palomas, muchas
palomas. Eso sí, todos los animales en el patio y para alimentarlos gastábamos
muy poco; sobras, cáscaras de papa, plátano y yuca, residuos de hortalizas que
nos regalaban en la galería y a las aves les dábamos maíz trillado. Aunque nos
gustaban los animales no nos apegábamos a ellos y cuando un pollo estaba gordo,
lo despescuezábamos para venderlo.
Se escandalizarán quienes andan ahora
obsesionados con el tema de los animales. Claro que no debemos maltratarlos ni
abusar de ellos, pero de ahí a ‘respetarlos’ como si fueran seres humanos,
¡tampoco! Me enteré del escándalo que armaron porque un diputado italiano, en
medio de un rifirrafe, le dijo a otro ‘cabra’ y desde los cinco continentes los
animalistas pusieron el grito en el cielo. Esperaban que el fulano se
disculpara con los caprinos y prometiera no volver a insultarlos; de una vez
advirtieron al resto de la humanidad para que nadie se refiera a los animales
de manera despectiva. Eso de decir que un tipo muy bruto es un burro, que el
otro hizo el oso o que el de más allá es una chucha, se acabó.
1 comentario:
Pablo primo:
Tampoco, pues. Yo soy uno de aquellos que ama al perro, pero a MI perro y le doy gusto en todo; como vivimos mi esposa y yo solos en el campo, sin vecinos cercanos, el animalito es una compañía incomparable.
Pero entiendo tu posición; cuando vivía con mis hermanos teníamos un gozque para todos y si desaparecía por cualquier razón, nos hacía falta un rato y conseguíamos otro; ahora no es tan fácil para mi.
Publicar un comentario