miércoles, septiembre 11, 2013

Los inconformes.


La situación actual del planeta, y concretamente de nuestro país, no deja espacio para el optimismo. Puede tenerse una actitud positiva y estar convencido de que todo debe mejorar, pero la realidad obliga a aceptar que la situación es crítica. Con razón la juventud moderna está reacia a casarse y tener hijos, porque sienten que no es justo traerlos a esta leonera; y más con el futuro incierto que se vislumbra en materia ambiental. Basta hacer el ejercicio un día cualquiera y leer prensa, ver telenoticieros y oír radio para ver cuántas noticias buenas encuentra, cualquier información agradable que alegre siquiera el rato.

En los cinco continentes ciudadanos del común discrepan con el establecimiento; mafias de los grandes conglomerados, corrupción, manipulación de las iglesias, desgreño administrativo, recesión económica, maldad e injusticia. Las grandes capitales de Europa y del mundo entero han sido sacudidas por las protestas de personas que se autodenominan inconformes, porque son tantas las quejas que lo más práctico fue aglutinarlas todas en una sola manifestación. Infortunadamente las movilizaciones se reducen siempre a un asunto de aguante y cuando las gentes se aburren de protestar, de dormir en los parques y tirar piedras, regresan a sus hogares y seguimos en las mismas.

En Colombia estamos pasados de nombrar la protesta con el mismo apelativo, porque aquí la lista de peticiones es larga. Primero los cafeteros, a quienes se unieron arroceros, paperos, paneleros y demás agricultores y campesinos; aprovecharon los transportadores para unirse a la protesta, y siguieron en fila estudiantes, taxistas, productores de leche, sindicalistas, maestros… No falta sino que policías y militares resuelvan también reclamar y ahí sí nos traga la tierra. Sin duda la insurgencia aprovecha el desorden y se infiltra en la protesta para crear el caos, porque la mayoría de quienes asisten a dichas manifestaciones son personas pacíficas que lo único que quieren es que las oigan. De resto son chinches y desocupados que se carcajean mientras tiran piedras y hacen daños.

Los ciudadanos estamos inconformes con el servicio de salud, con la justicia, las políticas de empleo, la movilidad, los servicios públicos, el abuso de bancos y corporaciones, la seguridad, el transporte público, la educación en general, los monopolios, el costo de vida… y mejor recurro al etcétera para resumir. Y a pesar de que el porcentaje de colombianos que salen a las vías para hacerse sentir es muy bajo, es suficiente para paralizar regiones e impedir el tránsito de carga y pasajeros; ahora viene el desabastecimiento, el aumento de precios y el abuso de muchos comerciantes que aprovecharán la ocasión para lucrarse.

Otra situación que aterra de nuestra actual realidad es la indolencia en que nos hemos sumido. Sin duda la repetición de cualquier hecho hace que empecemos a verlo como algo natural y lo que debería impresionar y prender las alarmas, pasa desapercibido ante nuestros ojos. Cómo es posible que en Boston mueran tres personas en un atentado con bomba y Estados Unidos entero se muestre solidario con las víctimas, en todos los rincones haya manifestaciones, cadenas de oración, vigilias y ceremonias para recordar a las víctimas. En Londres asesinan a un policía en la calle y la ciudadanía en pleno se manifiesta para rechazar el crimen, desde la reina hasta el más humilde ciudadano siente la muerte del agente como si fuera de su propia familia y en el lugar de los hechos se acumulan ramos de flores, tarjetas de condolencia y demás muestras de apoyo.

En cambio aquí es común que la gente se indigne porque maltratan un caballito carretillero o alguien atropella un perro con su carro, pero nadie dice nada cuando masacran a una docena de jornaleros, mueren niños por balas perdidas, violan mujeres y adolescentes, atracan, asesinan, secuestran y demás barbaridades. La avalancha de malas noticias nos ha sacado callo y pocas cosas logran sacudirnos. Me preocupo de verdad cuando leo en el periódico acerca de un atentado contra un grupo de soldados, donde mueren varios de ellos, y paso por encima de la noticia sin prestarle atención; antes pensaba en sus familias destrozadas por el dolor, en unas vidas truncadas a tan temprana edad, en tantos amigos y allegados que los echarán de menos.

Ya era hora de que nos uniéramos en una sola voz para reclamar por tanta injusticia, corrupción y desigualdad social. La protesta debe perseverar hasta que los cambios sean tangibles, porque promesas no queremos oír más; y espero que sin recurrir a la violencia ni al desorden, porque estamos a punto de caer en un abismo oscuro y sin retorno. El territorio nacional es un gran incendio donde las llamas afloran por todas partes, y en ese río revuelto es donde pescan los amigos de la anarquía y el caos.

Y no culpemos solo al Presidente y a sus ministros, porque los responsables son todos aquellos que manejan el poder político y económico de nuestra querida Colombia. Ojalá imperen la razón y la cordura, que la protesta sirva de algo y que pronto regresemos a la normalidad; y que Santos mida sus palabras para no repetir la torpeza del primer día del paro, cuando dijo, palabras más palabras menos, que no habían salido con nada, que todo estaba normal y que había sido más la bulla. ¡Imprudente!
@pamear55

jueves, agosto 29, 2013

Estás pillado.


Durante nuestra juventud el paseo predilecto era viajar con los amigos a visitar la Feria Internacional de Bogotá, para lo que debíamos pedir uno o dos días de permiso en el colegio y así, al juntarlos con el fin de semana, tener tiempo suficiente para asistir a tan importante evento. En el colegio accedían al permiso porque supuestamente íbamos a adquirir conocimientos y además tendríamos oportunidad de presenciar una vitrina que ofrecía lo último en ciencia y tecnología. Después a sacar el permiso en la casa, el cual debía ir respaldado con ayuda económica; luego buscar amigos que estudiaran en la capital y nos recibieran en su apartamento (así nos tocara dormir en el suelo); y por último esperar que a un miembro de la barra le prestaran el carro de su casa para irnos motorizados.

El caso es que lo que ante nuestros padres y educadores presentábamos como un viaje académico y cultural, no era otra cosa que una rumba corrida desde el mismo momento que cogíamos carretera; en Maltería ya íbamos copetones. En la gran ciudad no descansábamos de parrandear y vivíamos experiencias que no eran comunes para nosotros. De la Feria solo nos interesaba ver carros, motos e innovaciones tecnológicas y visitábamos con regularidad las degustaciones de aguardiente, ron o cualquier otro licor; también combatíamos el hambre a punta de galletas con carne de diablo y trozos de salchicha que repartían las impulsadoras. Ya prendidos, nos dedicábamos a echarles piropos a las sensuales modelos que adornaban los diferentes stands.

En una de esas vitrinas vimos por primera vez que quienes aparecían en la pantalla del televisor que exhibían éramos nosotros y para confirmarlo hacíamos carantoñas y poses que no dejaran duda. Después de analizar el asunto entendimos que una cámara que había en un rincón era la que captaba las imágenes y semejante tecnología nos dejó con la boca abierta; eso ya lo habíamos visto, pero en las películas de James Bond o Simón Templar. Pues las dichosas camaritas evolucionaron y ahora están instaladas hasta dentro de las tazas de los inodoros.

Es posible que en la intimidad de nuestros hogares estemos libres de las imprudentes fisgonas, aunque nada es seguro y a lo mejor también nos tiene chequeados. Porque definitivamente desde que cruzamos la puerta de nuestra vivienda ya estamos monitoreados por alguien, ya que en pasillos, ascensores y zonas comunes de los conjuntos habitacionales están estratégicamente localizadas esas espías electrónicas. Ya en la calle las vemos en los postes, en los aleros de los edificios, en todos los almacenes, parqueaderos, oficinas y despachos, en los peajes, bancos y cajeros automáticos, dentro de los buses y en los lugares menos pensados. Sin duda son prácticas y necesarias, ante la inseguridad reinante, pero la intimidad quedó en el pasado; quien acostumbre hurgarse la nariz o tenga otras mañas fastidiosas, que se controle porque siempre lo tendrán pillado.

Ahora nos venimos a enterar los habitantes del planeta de que los gringos están enterados de cuanto decimos y hacemos, a través del espionaje que realizan al controlar todo tipo de comunicaciones. El señor Snowden abrió los ojos al mundo y es así como supimos que en compañía de Brasil somos uno de los países más monitoreados por la CIA. La verdad, me importa un chorizo que metan sus narices en mis correos electrónicos y llamadas telefónicas, porque mi vida es un libro abierto; es más, doy plata por verles la cara a los yupis de la Central de Inteligencia cuando leen las pendejadas que escribo en las redes sociales.

Aunque existe el riesgo que el encargado de seguirnos la pista sea un vergajo bien imaginativo y en medio de su paranoia, empiece a formarse una película con situaciones normales e inocentes de nuestro diario vivir. Por ejemplo llamo a mi hermana para conversar y ponernos al día, nos reímos y gozamos con los cuentos, hablamos de hechos recientes y demás temas baladíes, y por último le digo que voy a mandarle una remesita con unos hartones de muy buena calidad para que los pruebe y me comente cómo le parecen. Así el espía domine el idioma  español puedo asegurar que no sabrá qué carajo es un hartón, como le decimos a un plátano verde grande y provocativo, por lo que de inmediato maliciará y seguro lo relaciona con una clave para nombrar envíos de droga ilegal.  

Luego procede a ingresar a mis cuentas bancarias para ver los extractos y ante semejante miseria supondrá que manejo cuentas secretas en Suiza, Panamá u otro paraíso fiscal; además, después de ver mi tren de vida concluirá que yo sí sé disimular y mantener un bajo perfil. Ya habrá revolcado por todas partes sin encontrar nada y desde el satélite vivirá pendiente de cualquier movimiento sospechoso que ocurra en mi domicilio. Como en las redes sociales soy mamagallista y burletero, mucho trabajo tendrá al tratar de interpretar esos mensajes y nada habrá logrado al someterlos a códigos encriptados y claves especializadas.

Soy activo con el correo electrónico y tengo muchos contactos, lo que habrá dado material suficiente para buscar entronques que puedan comprometerme. Cumplo con advertirles que no tengo nada que ocultar y lo único que me preocupa es que de llegar a ser delito enviar o recibir correos con viejas en pelota…
pamear@telmex.net.co

jueves, agosto 22, 2013

El Mayor Peñaloza.


En 1971 se creó en Medellín la empresa de aviación Aerolíneas Centrales de Colombia –ACES-, y uno de los nueve socios fundadores fue el Mayor Germán Peñaloza Arias; y aunque unos años después dejó de ser accionista de la compañía, siempre la sintió como propia y se preocupaba por ella hasta en el más mínimo detalle. El grado de Mayor lo obtuvo en la Fuerza Aérea Colombiana donde hizo su carrera como aviador militar, y al retirarse de esa fuerza dedicó todo su empeño a la creación de empresa en el sector privado. Primero fue la fundación de TARCA, por allá en la década de 1960, una pequeña aerolínea que conectaba a Manizales con Medellín y Bogotá y que operaba aviones bimotores con capacidad para unos pocos pasajeros; en compañía del capitán Luis Pérez y otros aviadores volaba la limitada flota.

El gremio de los pilotos, al menos el que conocí en los años que trabajé con ellos, de 1980 a 1990, se caracterizaba porque la mayoría eran mamagallistas, buenas vidas, mujeriegos, habladores de carreta, simpáticos y amigables, pero sin duda el Mayor Peñaloza era la excepción de la regla. Por aquella época él pertenecía al grupo de pilotos veteranos de la compañía y todos lo reconocíamos como el decano por su rectitud, honorabilidad y seriedad. El Mayor era metódico al extremo, responsable con su trabajo, comprometido con la empresa y nunca le conocimos una variable en su comportamiento. Todavía recuerdo el día que debí entregarle una carta remitida por la Aeronáutica Civil, donde le informaban que por cumplir los 60 años de edad no podía ejercer más como piloto comercial.

En aquella época ACES tenía 3 aviones Twin Otter con base en Manizales y para ello 12 tripulantes residían aquí; 6 pilotos y 6 copilotos. Todos ellos, además de quienes trabajábamos en tierra en el aeropuerto, éramos menores de 30 años y por lo tanto el Mayor era como un papá para el grupo. Muchas veces nos desesperábamos con él porque nos parecía chocho o resabiado, como es lógico por la diferencia de edad, pero reconocíamos su autoridad sin rechistar. A diario regañaba a los muchachos que manipulaban el equipaje porque tiraban una maleta o cerraban muy duro la puerta del avión; y me mantenía alto del piso porque en el edificio del aeropuerto dejaban luces prendidas durante el día. Yo le explicaba que eso se me salía de las manos porque era responsabilidad del administrador, y que ya le había dicho muchas veces, pero él insistía y llegaba a mandarme razón desde el avión con el operador de la torre de control: Que el Mayor le manda a decir que están prendidas las luces de la terraza…

Era tal su compromiso con la compañía que en el primer vuelo de la mañana, a diferencia de los otros pilotos que realizaban las pruebas del avión en la cabecera de la pista, él prefería hacerlas en la plataforma por si algún pasajero llegaba tarde pudiéramos llevarlo hasta el avión para que no perdiera el vuelo. Una vez que iban a viajar dos de sus sobrinos hacia Medellín empezó a hacernos recomendaciones con varios días de antelación. Nosotros imaginamos que se trataba de niños pero el día del vuelo se presentaron dos guaimarones, y como la ley de Murphy no falla y ese día se juntaron varios aviones en plataforma, debido a un error los embarcaron en el vuelo que iba para Bogotá. El Mayor volaba ese día y a cierta hora llamó por radio a preguntar cómo había salido todo, y no alcanzo a describir la cantaleta que tuvimos que aguantarle por semejante embarrada. Claro que lo mismo pasó con el Presidente de la compañía, el doctor Luis Fernando Botero, quien debido a su acelere se montó en el primer avión que encontró y también fue a parar a la capital.

Cierto día el gerente de Varta, un señor Escobar, nos llevó de regalo a todos unas lamparitas muy novedosas. Al verlas por la tarde el Mayor se quejaba de su mala suerte por no estar presente y un copiloto, William Quintero, de puro lambón le dijo que tranquilo, que ese señor vivía al lado de su casa y que con mucho gusto le conseguía una. Claro que después le dio pena hacer la gestión y se encartó porque al Mayor no se le olvidaba nada, y a diario preguntaba por su encargo; siempre que entraba en mi oficina me pedía que llamara a Quintero a ver qué se sabía. Muchas veces coincidíamos en el carro que nos repartía por la tarde, al terminar la jornada, el Mayor, Pepe Isaza, William y yo, y era hasta que Pepe preguntaba: Mayor… ¿en qué va lo de la lamparita? Y arrancaba ese señor a renegar por la falta de diligencia de William, mientras este arremetía contra Pepe a codazos, por sapo, y los tres conteníamos la risa para que el Mayor no se diera cuenta de la guachafita.  

Se fue el viejo después de una vida fructífera que dejó huella en la historia de la aviación colombiana, destacándose por su entrega a la profesión y una honorabilidad a toda prueba. Hasta los 81 años frecuentó la cabina de aeronaves en calidad de tripulante y a los 87 emprendió el vuelo sin regreso...
pablomejiaarango.blogspot.com

martes, agosto 13, 2013

Paradojas.



A diario ocurren hechos que nos convencen de que la famosa ley de Murphy existe. Y aunque la mayoría de las veces se trata de situaciones simples y sin importancia, nos causa intriga ver ese tipo de coincidencias; como al buscar una llave entre muchas y al medirlas a ver cuál abre la cerradura, casi sin falta es la última. Esas cosas pasan mucho cuando suceden.

Desde hace años oímos hablar de la necesidad de instalar un VOR en cercanías del aeropuerto La Nubia para facilitar la navegación aérea en la zona, proyecto que por fortuna se realizó recientemente con la inauguración del equipo electrónico localizado en inmediaciones de Villa Quempis. Lo que debe quedar claro es que ahora no puede decirse que La Nubia quedó habilitado para aterrizar por instrumentos, porque eso es algo muy diferente. El VOR emite una señal de radio que indica al aviador cómo llegar a su localización, pero desde ahí hasta la pista debe haber visibilidad para poder proceder con el aterrizaje; cuenta además con un sistema llamado DME, el cual permite saber cuánta distancia falta para llegar al VOR, o en su defecto, la que se ha recorrido después de dejarlo atrás.

Ahora nos anuncia Avianca que muy pronto prestará el servicio a la ciudad con unos modernos aviones ATR-72, con mayor capacidad y mejores especificaciones técnicas que los actuales. Lo paradójico es que estos aparatos no requieren el servicio del VOR, según me entero por la prensa, y el administrador del aeropuerto aduce que no importa, porque servirá entonces para los aviones particulares y demás aeronaves de menor tamaño; háganme el favor, como si muchos manizaleños tuvieran avioneta particular. De manera que después de esperar tanto tiempo el bendito sistema electrónico, ahora resulta que ya no se necesita. Además, anuncia el mismo funcionario que ha rebajado notablemente la cancelación de vuelos con la entrada en operación del VOR, pero no se le ocurre que esto se debe es al verano que disfrutamos desde principios de año.

Con igual convencimiento afirma que gracias a los aviones que empezarán a operar pronto, además de la puesta en operación de los nuevos equipos electrónicos, se acabará definitivamente la cancelación de vuelos. Esperemos a que se venga un fuerte invierno y la neblina no deje ver la casa del frente, a ver cómo va a funcionar el terminal; se acordará de mí. Para nadie es un misterio que La Nubia es un aeropuerto muy difícil, con unas condiciones topográficas especiales y una pista corta y estrecha; los pilotos le tienen pereza y lo confirma el hecho que esté catalogado como de alta complejidad.

No cabe duda de que Avianca nos ha querido obligar a viajar por Pereira con diferentes estrategias, hasta que puso en práctica una que nunca falla: tocar el bolsillo del usuario. Basta ingresar a su página web de tarifas y ver las gangas que se consiguen al viajar por el aeropuerto vecino, a diferencia de las nuestras que son venenosas. Últimamente la mayoría de mis amigos, conocidos  y familiares que han viajado lo hicieron por Pereira. Que no nos doren más la píldora respecto al pequeño aeródromo de Manizales y mejor hagamos fuerza para que se desenrede la construcción de Aeropalestina.

Otra paradoja es que cuando por fin había aceptación entre las gentes del departamento con el mandato de Guido Echeverry, se trunca esa buena administración por una sentencia que le impide terminar su período. Y aunque insisto en que fue irresponsable por parte del mismo Gobernador y de quienes apoyaron su candidatura el haber seguido adelante, a pesar de las advertencias acerca de que existía inhabilidad, no dejo de lamentar este bache de gobernabilidad que le hace tanto daño a Caldas. Las normas son para cumplirlas y si existen reglas y condiciones precisas, no queda lugar a interpretaciones de la ley ni a excepciones. Porque después todo aquel que incurra en ese tipo de falta va a presentar excusas y justificaciones.        

Por fortuna la campaña para escoger al nuevo gobernador es corta, ya que el año entrante nos espera una jornada electoral intensa y reñida. Los candidatos que aspiran a ocupar el primer cargo del departamento son personas de reconocida trayectoria y solo nos queda confiar en que el ganador sepa gobernar con autonomía y pulcritud. Es lógico que opte por hacerlo con personas de su confianza y que el grupo político ganador exija sus cuotas, porque nadie trabaja con los enemigos, pero entre los postulados que aspiren a los diferentes cargos debe escogerse a quienes se distingan por su honestidad y eficiencia.

Ojalá quien resulte elegido Gobernador de Caldas dé continuidad a los proyectos y programas que se adelantan, porque si cuatro años de mandato son poco tiempo para adelantar un programa de gobierno, imaginemos lo que podrá hacerse en la mitad del tiempo; más si procede a cambiar la nómina completa y además borra de un plumazo lo que estaba en desarrollo. Pero estoy tranquilo porque a Eugenio Marulanda lo respalda su trayectoria en el ámbito nacional; Augusto León Restrepo es un hombre culto, intelectual destacado y conocedor del departamento por sus cargos ejercidos; y de Julián Gutiérrez, además de su experiencia adquirida como alcalde y concejal de Manizales, me basta con saber que es hijo del doctor Ernesto y de misiá Berta.
pamear@telmex.net.co

martes, agosto 06, 2013

Disminuyen las pasiones.


No cabe duda de que la acumulación de calendarios nos cambia los gustos, el modo de comportarnos, la sensibilidad, el ánimo y muchos otros aspectos de la personalidad. La vida se ve con otros ojos y los problemas se enfrentan de manera diferente, tal vez porque se tienen en el bagaje más vivencias y conocimientos para comparar. Estoy a dos años de llegar al sexto piso, edad en que entra el sujeto a formar parte de ese grupo conocido como la tercera edad. Y sin mencionar los achaques físicos, que aparecen a diario y con enconada sevicia, preocupan los primeros avisos de que la mente ya no es la misma: lapsus, lagunas, olvidos y errores, que así sean mínimos, angustian.

Las pasiones humanas se sienten hacia un semejante, o hacia animales, cosas, ideologías, etc. Y es común que disminuyan con el paso del tiempo, situación que mejora la calidad de vida porque se ahorra uno muchas rabias, sufrimientos, preocupaciones y desengaños. En cambio el cariño por los seres queridos aumenta, así no se acostumbre recordarles a cada momento a los demás que se les quiere, ya que sin duda existen otras formas de demostrar el cariño hacia cada quien. Y si alguien tiene dudas, pues que pregunte.

Un ejemplo del cambio respecto a las pasiones puede ser el que tiene que ver con el fútbol. Ahora recuerdo cómo me asombraba ver a mi mujer desentendida frente a un partido importante del Once Caldas o la Selección Colombia; si perdían le importaba un pepino mientras yo quedaba descompuesto y maluco. Pues hoy en día no reconozco siquiera a los jugadores del equipo local, ignoro su rendimiento, no miro los resultados y ni trato de ver los goles en el noticiero, cuando antes no me podían siquiera hablar durante la sección de deportes del domingo por la noche. A la Selección le paro bolas, si anda bien, aunque lo que más disfruto es el programa de reunirme con los amigos para ver los partidos. Ya no grito los goles, no reniego ni insulto al árbitro y si perdemos, me resbala. ¡Más bueno!

Otras pasiones comunes son las políticas y religiosas, las cuales por fortuna me traen sin cuidado. En las primeras escojo al menos malo y en las segundas respeto las creencias de los demás, pero manejo una espiritualidad propia; además censuro las religiones. Y  aunque cada quien es libre de apasionarse por sus preferencias, detesto que quieran influir en los demás. Ahora en las redes sociales se acostumbra que algunos aprovechen esa vitrina para difundir y promover sus predilecciones, lo que se torna empalagoso y chocante. La mística religiosa, política o de cualquier tipo, debe manejarse con tino y prudencia, porque no debemos olvidar que los demás tienen sus propios gustos.

Una pasión que desapruebo es la de coleccionar objetos. Nada más absurdo e inoficioso, porque si la colección se mantiene guardada no tiene gracia y si está a la vista, se convierte en un encarte. Durante la niñez de mi hijo acostumbrábamos armar modelos a escala y cómo nos entreteníamos con ese pasatiempo; leer las instrucciones, organizar todo sobre la mesa, desprender las piezas y empezar a ensamblarlas con la ayuda del Cemento Duco. Llenamos una estantería con aviones, barcos, motocicletas, carros y demás cacharros, y hay qué ver el polvo que recogían; entonces la empleada los limpiaba y sin falta les arrancaba una hélice, el tren de aterrizaje, el timón u otra pieza, las cuales siempre desaparecían. Al crecer el chino casi no se desprende de todos esos trebejos.

Los animales siempre me han gustado pero sin apasionarme por ellos. No tengo mascotas porque arriesgo a encariñarme y termino igual a quienes tanto critico, porque las tratan como si fueran personas; y después se muere el animalito y toca enfrentar el luto. Eso de vestir el perro, dormir con el gato o invertir gran cantidad de dinero en el cuidado de una mascota no va conmigo. Ahora me parecen violentas las corridas de toros pero no me estremezco ni se me encharcan los ojos cuando pasan el toro al papayo. Jamás se me ha cruzado por la cabeza que comer carne es un crimen contra la naturaleza y disfruto como nadie en una matada de marrano; tampoco me impresiona despescuezar un pollo.

A lo mejor es falta de compromiso pero nunca milité en grupo alguno o me dejé alienar por una ideología. Será que soy muy sangriliviano, como decía mi mamá, pero al morir una persona no me da pesar, a no ser que se trate de alguien joven y lleno de vida. Por el contrario si es un enfermo que sufre o un anciano que ya vivió lo suficiente, me alegro. Porque hasta ahora nadie se ha quedado vivo y en muchos casos la muerte representa un descanso para el finado y un alivio para sus allegados; tanto físico como económico.

Entre tantas cosas malas la senectud tiene sus ventajas, como que uno va sólo donde le provoca. Entonces la mujer insiste en que es un compromiso, que qué pena, que si no vamos no nos vuelven a invitar, y ahí comenta uno: ¡mejor! Leí una frase lapidaria de Fernando Vallejo: “La juventud, cuando no se cruza con la muerte, termina siempre igual: en la vejez hijueputa”.
pamear@telmex.net.co

martes, julio 30, 2013

Apóstoles anónimos.


Con frecuencia el Vaticano incrementa el santoral, con candidatos que acceden a tan alta dignidad después de cumplir con una extensa serie de requisitos. Se trata de personas que dedican su existencia a hacer el bien, todas pertenecientes a las diferentes órdenes religiosas que conforman el catolicismo; desde un Papa, como Juan Pablo II ad portas de ingresar, hasta la madre Laura, una monja antioqueña que recién se incorporó a esa élite celestial. Lo que no me convence es que a los elegidos deben demostrárseles mínimo dos milagros, los cuales casi siempre son enfermos desahuciados que tras encomendarse con mucha devoción a uno de ellos, sanan en contra de todos los pronósticos. Porque sin duda también se han curado ateos y nihilistas.

Sin embargo, existen muchos cristianos que sin pertenecer a la iglesia dedican su existencia a ayudar a los demás. Personas que no esperan nada a cambio, entregan todo de sí y solo aspiran hacer el bien; apóstoles anónimos que todos los días se ganan ese apelativo por su dedicación y compromiso. Y aunque no buscan reconocimientos, sólo nos acordamos de su labor cuando les hacen un homenaje o nos cruzamos en su camino. Aquí en Manizales muchos de estos apóstoles cumplen una labor social digna de encomio, mientras algunos filántropos se mandan la mano al dril para sufragar gastos y cubrir necesidades.

Uno de estos apóstoles es Alberto Jaramillo Echeverri, quien me relató la historia de la Fundación Niños de los Andes, sede Manizales. Recién graduado de la universidad empezó a interesarse por el tema social al visitar la zona del basurero, en cercanías del puente de Olivares. En esos días vio unos niños que dormían en la calle tapados con periódicos y cartones, por lo que llamó a su hermano Jaime Eduardo, quien creó la Fundación en Bogotá para rescatar a los niños de las alcantarillas, para proponerle que abrieran una sucursal aquí. Jaime aprobó la idea, pero advirtió que debía ser independiente y gestionar sus propios recursos.

Hace 25 años inició labores la Fundación en Manizales y desde entonces Alberto dedica su existencia a esa encomiable causa; por fortuna encontró una mujer que compartiera sus ideales para formar un hogar, y sus dos hijos han crecido a la sombra de la institución, comprometidos y entregados a ella. En un principio la Fundación ocupó varias sedes hasta que hace ya varios años se radicó en el Parque Adolfo Hoyos, en el sector de El Arenillo, donde viven en la actualidad casi cien jóvenes y niños internos (de ambos sexos), y otros cincuenta permanecen allí durante la semana y el fin de semana lo pasan en sus casas.

En la Fundación los menores encuentran una familia; tienen acceso a estudio, alimentación y vestuario; reciben cursos de carpintería, panadería, manualidades, etc.; talleres de teatro, canto, pintura y demás artes. Aprenden valores y principios, y encuentran una oportunidad para defenderse en la vida. Todo gracias a la entrega de personas como Alberto y su familia; a profesores, terapeutas y demás empleados que trabajan con mística y dedicación; al aporte invaluable del ICBF, la Alcaldía y demás entes que los apoyan; y a esos padrinos anónimos que meten el hombro de manera desinteresada.

Una muchacha de 17 años, que lleva dos en la fundación, me contó su historia. Vivía en el Caquetá con su mamá y hermanitos, donde debía trabajar como empleada doméstica para aportar al ingreso familiar. Desesperada por su incierto futuro, además porque en el pueblo se rumoraba que la guerrilla pensaba llevarse a varios menores, pidió consejo a sus patrones y le hablaron del ICBF. Logró venirse para Manizales a vivir con una tía, pero esta quedó desempleada y no pudo tenerla más. Entonces la niña fue a Bienestar Familiar y expuso su caso, pero no cumplía los requisitos por no ser abandonada. Procedió a poner una tutela y por fortuna logró su cometido.

Después de vivir en un hogar de paso, la destinaron a la Fundación Niños de los Andes y allí cambió su vida en todo sentido. Está próxima a terminar el bachillerato y sueña con ingresar a la universidad, para lo que ya se adelantan gestiones. Este sí es un milagro tangible: arrebatarle esa niña a la guerrilla, a la esclavitud, a la droga o la prostitución; darle la oportunidad de realizarse como persona. Cada menor tiene su historia y los ciudadanos podemos aportar nuestro granito de arena al apadrinarlos, lo cual se logra con un modesto aporte.

Fue Alberto acompañado de dos pupilos de doce años a recoger unas cosas a casa de su hermano. Al llegar, vieron un automóvil igual al de una película de acción muy conocida, donde el protagonista recorre muchos kilómetros a gran velocidad mientras enfrenta todo tipo de aventuras. Como los muchachitos miraban el carro por todas partes, Fernando ofreció darles una vuelta y ellos felices se acomodaron en sus asientos. El copiloto comentó que se le había cumplido el sueño de montar algún día en un carro como ese, en tanto que el de atrás no quitaba los ojos del velocímetro, se agarraba de la manija del techo y repetía: ¡juemíchica!, ¡juemíchica! En cierto momento el de adelante, con los ojitos volados por la excitación, comentó: -Dotor… ¿cierto que uno se puede matar en esta vaina?
pamear@telmex.net.co

martes, julio 23, 2013

Seré malicioso…


A la gente hay que creerle, aconseja el sentido común, aunque el comportamiento de muchos compatriotas se ha encargado de hacernos dudar de esa premisa. Puedo pecar de iluso pero soy de los que creen en los demás y al oírle un cuento a alguien supongo que dice la verdad, a no ser que el relato sea muy rebuscado o el interlocutor tenga fama de ser de los que se saca un chicharrón de la boca para meter una mentira. Por lo general confío en la buena fe, así muchas veces sufra desilusiones o me sienta traicionado. Es mucho más fácil eso que estar prevenido a toda hora y con el convencimiento de que los demás quieren engañarme. Además, un embuste bien echado no deja de ser entretenido.

En cambio me he vuelto suspicaz y malicioso cuando se trata de políticos, dirigentes, ciertos potentados, periodistas amañados, bandidos de cuello blanco, abogados mediáticos y demás especímenes que manipulan los hilos del poder. A esos no les creo ni lo que rezan. Sin embargo muchas veces siento remordimiento al verme convencido de la culpabilidad de un fulano, a sabiendas de que existe la posibilidad de que sea inocente. Claro que después de ver tanta porquería, de oír hablar de desfalcos, carteles, mafias, carruseles de contratación, sobornos, serruchos, mordidas, intrigas, maturrangas, piruetas, triquiñuelas y demás bellezas, es lógico que nuestra confianza sufra mella.

Oí decir a un participante en uno de esos foros que se hacen para la reconciliación y el perdón entre víctimas y victimarios, que en nuestro país se volvió costumbre que cuando matan a alguien los demás piensen mal de él, y que todos se pregunten en qué andaría metido el occiso. Y es lógico el raciocinio, porque si uno lleva una vida normal, alejada de conflictos o querellas, tranquila y relajada, no es común que lo aborde un sicario en la calle para dispararle sin ningún motivo. Puede suceder, claro, por error o porque alguien no le quiera pagar una deuda, pero no es habitual.

Me entero por las noticias de que un par de curas anglicanos fueron asesinados en Bogotá. Los hechos ocurrieron al amanecer en el sur de la capital, cuando los sacerdotes se movilizaban en un automóvil con un civil que según parece fue quien les disparó, para quitarles doscientos millones de pesos que llevaban para hacer un negocio bien turbio: comprar una caleta de la firma DMG, con dólares y euros, que supuestamente encontraron en Villavicencio. Por muy bien pensado que sea uno no puede dejar de preguntarse en qué andaban metidos ese par de curas. A esa hora, cargados de billete y con semejantes intenciones. Para empezar, si un sacerdote se entera de algo así lo mínimo que debe hacer es informar a las autoridades.     

Claro que a la gente hay que creerle, pero no es fácil por ejemplo aceptar que el ex presidente Uribe no tuviera idea de lo que se fraguó con Agro Ingreso Seguro y que fue a sus espaldas que pagaron los favores a quienes ayudaron a financiar su campaña a la reelección. Un político tan sagaz tiene que estar enterado de todo, por lo que nadie podrá convencerme de que tampoco supo lo que tramaban con Teodolindo y con Yidis para manipular sus votos; o que no estuviera al tanto de que en el DAS chuzaban teléfonos y ponían micrófonos en lugares estratégicos; y que fuera una sorpresa para él que el general Santoyo, con quien tuvo vínculos desde tiempo atrás y quien fue su edecán durante su mandato, resultara ser un bandido de siete suelas. Que me metan el dedo en la boca mejor…

Un caso más actual es el de las maromas legales que adelantó la firma de abogados Brigard & Urrutia para comprar a nombre de un conglomerado económico unos terrenos en el Vichada. Acusan al señor Urrutia, nada menos que embajador de nuestro país en Estados Unidos, de prestarse para un negocio a todas luces inconveniente y él alega que vendió su participación en la firma de abogados antes de aceptar la embajada. Claro que todo el entramado legal para que Riopaila se hiciera con las tierras se realizó mientras Urrutia era la cabeza del bufete, y a pesar del escándalo y de las pruebas existentes, al pisco no se le ha pasado por la cabeza renunciar a su cargo. La explicación es que el procedimiento que llevaron a cabo es legal, sin importar que sea inmoral, vergonzoso, amañado y a todas luces repudiable. Está bien que a la gente hay que creerle, pero que tampoco nos crean tan pendejos.

Reafirman nuestra desconfianza los magistrados miembros de las altas cortes. Escándalos despreciables enlodan a muchos de esos insignes funcionarios  durante los últimos lustros, desde aquel ilustre Presidente de la corte Suprema de Justicia quien recibía regalos de un mafioso italiano, hasta la Presidenta actual que resolvió estudiar casos y revisar expedientes mientras recorría el mar Caribe en un crucero cinco estrellas. Infinidad de fallos polémicos han emanado de dichas corporaciones, donde dilatan procesos o los meten al congelador con mucha frecuencia, y siempre con un tinte político y acomodado. El aberrante carrusel de las pensiones nos confirma que los encargados de impartir justicia son los mismos que se roban el país. ¿Cómo podemos creer?
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martes, julio 16, 2013

Memorias de barrio (4).


Disfruté el libro titulado Los días azules del escritor antioqueño Fernando Vallejo y aunque el tipo me parece detestable, debo reconocer que es una de las mejores plumas que ha producido este país. En la obra Vallejo rememora su niñez en una familia paisa del común, por lo que me identifico con los dichos, tradiciones, costumbres, situaciones y demás minucias de la narración. Algunas expresiones de su madre son las mismas de la mía y las pilatunas de los mocosos idénticas a las nuestras. Gratos recuerdos me trajo la descripción que hace de la finca Santa Anita, parcela familiar cercana a Medellín donde transcurre buena parte del relato.

Nosotros vivimos en una finca muy parecida. Después de haber disfrutado unos pocos años en la casa de La Camelia y supongo que por dificultades económicas, mi padre resolvió alquilarla; por su tamaño y comodidad seguro cobraría una buena suma por ella. Y lo supongo porque entonces los niños no nos enterábamos de los problemas de los mayores. Como el cucho insistía en que los niños debíamos crecer en el campo, consiguió una finquita en las afueras de Villamaría; lógico que mi mamá se opuso, pues tenía la experiencia de cuando vivimos en La Cecilia, pero la convenció al prometerle que contrataría un chofer para facilitar las cosas. Quedan pendientes los cuentos de Gonzalo, el camaján que contrató para tal fin.

Unos cien metros abajo de la conocida tienda El Estrelladero está la entrada a Villa Julia, la vieja casona que desapareció cuando ampliaron la vía que comunica al vecino municipio con Manizales. Construcción típica de la región, con amplios corredores de chambrana y muchas habitaciones comunicadas entre sí, estaba rodeada de frondosos árboles, muchas flores y un bello guadual. A pocos metros estaba la vivienda de los caseros, Hernando y Fabiola (igualita a La Chimoltrufia) y dos caguetas metidos y pone quejas, Alirio y Diegucho. El predio de unas tres hectáreas de extensión estuvo dedicado a la explotación de flores y como todavía quedaba alguito de producción, mi papá nos autorizó a venderlas. Todos los sábados iba un señor con el que hicimos una contrata, por lo que recibíamos unos pesitos al venderle agapantos, dalias, astromelias y espigas.

Aunque la cosecha de agapantos se vio reducida porque estaban cultivados en una falda y descubrimos que si utilizábamos cartones podíamos deslizarnos por encima de las plantas, para remplazar así los carros de balineras que echábamos tanto de menos. También había un cafetal, pero por ser tierra de ombligo puedo asegurar que lo recolectado en la cosecha cabía en un líchigo; además muchos árboles frutales y un potrerito muy bonito, con pasto y agua suficientes. Entonces apareció Alonso, un joven vecino que padecía cojera y quien se dedicaba a ordeñar una vaquitas de su propiedad, a proponer que le alquilaran la manga para meter ahí los animales. Mis padres le permitieron usarlo con la condición que todos los días nos llevara cierta cantidad de postreras, esos provocativos vasos con leche ordeñada directamente de la ubre.

En medio de un cafetal muy faldudo había un gran carbonero y en todo lo alto construimos una casa, en la cual nos refugiábamos cuando por alguna pilatuna mi mamá nos buscaba para castigarnos. Del mismo árbol amarramos un lazo que utilizábamos para volar como Tarzán y un día mi prima Neky se interesó en el juego, empezó a columpiarse y cuando cogió confianza y volaba bien alto, se reventó la cuerda y esa muchachita salió disparada cafetal abajo. Al rato subió bastante magullada, llena de cadillos y con tierra hasta en las orejas, pero sin llorar porque no aceptábamos berrietas en la gallada.

Si queríamos subir a Manizales un sábado por la tarde para ir a cine con los amigos o tomar el algo por ahí, debíamos caminar hasta el parque principal del pueblo para coger un taxi por puestos, cuyo pasaje costaba un peso, el mismo que nos dejaba en la plaza Alfonso López, diagonal a la alcaldía. Para regresar el último transporte era el bus de Sideral de las seis de la tarde, que cogíamos en las oficinas de esa empresa dos cuadras abajo del edificio de la Licorera. Casi siempre invitábamos algunos primos y amigos para que nos acompañaran a disfrutar de nuestro feudo.

Un viejo cascarrabias vecino tenía unos palos de chirimoya que cuidaba con mucho celo, pero nosotros nos metíamos al caer la tarde y con mucha maña, para evadir los perros, arrasábamos con la producción. Luego las envolvíamos en periódico para madurarlas y las escondíamos en un cajón que enterramos en medio del cafetal y que cubríamos con hojarasca para disimularlo. A los culicagaos de la otra casa les hacíamos todo tipo de maldades y cuando nos acusaban, poníamos cara de asombro y jurábamos inocencia.

Cualquier peso que cogíamos lo gastábamos en El Estrelladero, donde vendían unas papeletas buenísimas que colmaban ese espíritu pirómano que era tan común entonces, y las embarradas que hacíamos con ellas dan para un capítulo aparte. En Villa Julia duramos poco porque mi mamá no le jaló, esta vez debido a que mi padre decía tener todas las tardes junta, reuniones urgentes y otros compromisos, y llegaba a media noche copetón mientras ella no había pegado el ojo consumida por la preocupación.
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martes, julio 09, 2013

Mandado a recoger.


Es curioso que los defensores de los animales sean tan activos en ciertos casos, como el que tiene que ver con las corridas de toros, mientras en otras situaciones no actúan como debieran; un ejemplo es el maltrato que reciben los animales en los circos. Al menos yo nunca he sabido que boicoteen la presentación de este tipo de espectáculos, donde los animales llevan una vida indigna y además son maltratados con sevicia al momento de prepararlos para sus presentaciones; porque la única forma de lograr que un oso haga el “oso” al comportarse como una prima dona, es dándole garrote hasta que aprenda.

Existen momentos de la vida que se le quedan a uno grabados en la memoria, por traumáticos o cruciales, y uno de ellos sucedió cuando yo tenía unos cinco años. Nos fuimos con mi papá para el parque Liborio donde esperábamos asistir al circo y mientras caminábamos por la calle entre un tumulto para conseguir las entradas, todos agarrados de la mano para no perdernos, sentimos que alguien desde atrás nos pedía espacio para pasar. Al voltear a mirar vimos un elefante, casi al alcance de nuestra mano, que paseaban los manejadores para promocionar la función que estaba a punto de comenzar. A esa distancia el animal se veía del tamaño de una locomotora y el susto fue tal, que nos fuimos de inmediato para la casa en medio de llantos, suspiros y escalofríos.

A los de mi generación nos tocó vivir el cambio de conciencia ecológica con respecto a los animales, porque en ese entonces no estaba mal visto matar pajaritos con cauchera, enjaular ardillas y micos, dispararle al gavilán o al aguilucho, coger a garrote iguanas y culebras, o darle una pela a un perro con un zurriago. Nadie decía una palabra en contra de tal proceder y en cambio los mayores nos enseñaban a hacer las caucheras o nos regalaban los rifles de diábolos. Tiempos en que el éxito de los circos radicaba en la cantidad y variedad de animales que presentaran, mientras que al público lo traía sin cuidado las condiciones en las que mantenían a las fieras y demás bichos itinerantes.

Pero al verlo ya con ojos críticos y actualizados, la existencia de un animal de circo es lamentable. Tigres, leones y demás fieras, que deben poblar las estepas africanas o las selvas asiáticas, reducidos a jaulas diminutas donde apenas pueden moverse, sometidos a climas extremos desconocidos para ellos y obligados por un domador y su látigo a brincar de banco en banco o a saltar a través de un aro encendido. Los elefantes, majestuosos ejemplares, permanecen debajo de una carpa diminuta amarrados a una estaca, a la espera de pasar a la pista para hacer piruetas y maromas. Los chimpancés con su mirada melancólica visten prendas de humanos, fuman y montan en bicicleta para deleite del público.

En los circos pueden verse perros que caminan en dos patas y otros que juegan fútbol; camellos del desierto que deben soportar un invierno en Canadá, y focas y pingüinos que tratan de sobrevivir en las altas temperaturas del trópico. Parece mentira pero algunos espectáculos circenses presenten delfines que entretienen a los asistentes con sus saltos y piruetas, reducidos a un estanque de unos pocos metros cúbicos de agua donde deben pasar su existencia.  

Por fortuna apareció el Circo del sol con un nuevo concepto que manda al trastero todo lo que hasta ahora conocíamos. Un espectáculo impresionante que se basa en la expresión corporal, la belleza del color y del glamur, el sonido perfecto y la sincronización, tanto que durante la presentación se descubre el espectador varias veces con la boca abierta y a punto de chorrear la baba. Admira ver hasta qué nivel de perfección puede llegar el ser humano con disciplina y dedicación, ya que realizan unos números que no parecen de este mundo. Artistas de todo el planeta conviven en una especie de Torre de Babel, donde el arte y la exquisitez son el común denominador.  

En el recuerdo quedan aquellos circos que explotaban las malformaciones humanas para atraer noveleros; en los que el maestro de ceremonias era el mismo domador; la trapecista vendía visores con fotos y manzanas acarameladas en la platea; y el payaso principal fungía de taquillero. Durante mi niñez fue el circo mejicano Egred Hermanos y en la actualidad recorre el continente el de los Hermanos Gasca, hasta que lo desplacen las nuevas tendencias circenses.       

Seguro a muchos legisladores hubo que explicarles que la ley que prohíbe animales en los circos no incluye al Congreso, así digan que eso allá es uno de tres pistas, ya que de lo contrario no le habrían dado trámite a la iniciativa. Porque si de animales se trata, es ese honorable recinto hay mucha variedad: zorros, perros y unos lobazos… Los micos pululan y los gorilas se encargan de cuidar espaldas. Tigres, leones (y Rotarios) y en el pasado hubo leopardos. Las culebras hacen fila en los pasillos porque algunos creen que su investidura los exime de pagar cuentas. Hay chuchas, ratas y hienas; delfines, dinosaurios, águilas y víboras; sardinas, bagres y bacalaos. Lagartos, patos y sapos; es común toparse con osos monumentales y alguna vez un elefante se paseó por los pasillos sin que nadie lo viera.
pamear@telmex.net.co

jueves, junio 27, 2013

Viven del cuento.


El otro día puse en twitter que los libros de autoayuda tienen mucho éxito entre las personas con pereza mental; también son indicados para los bajitos de punto. Porque basta con echarle cabeza a la existencia, ponerle sentido común, aprender del día a día y apelar a la lógica, para encontrar las premisas y consejos que llenan las páginas de esos folletos comercializados por vividores y mercachifles. Es entendible que personas ignorantes y analfabetas queden extasiadas ante la palabra de cualquier tramador, pero que alguien que haya estudiado y tenga cierto nivel cultural se deje embaucar así de fácil, es inadmisible.

El mundo está lleno de charlatanes que amasan fortunas a punta de carreta. Basta sintonizar un canal religioso en el televisor donde el pastor embelesa con sus peroratas, gestos y zalamerías, mientras todos los presentes entran en trance, repiten salmos y frases prefabricadas, alzan las manos al cielo y algunos llegan a desmayarse. Falsos mesías, personajes histriónicos con facilidad de expresión que recurren a la debilidad del ser humano para lucrarse. Se aprovechan de personas perdidas en un mar de incertidumbre, quienes buscan desesperadas algo de dónde agarrarse.

Reconozco que soy escéptico. No puedo aceptar que un astrólogo pueda predecir el futuro y definir una personalidad basado en la alineación de los planetas; a mí no me vengan con ese cuento. Cuando veo a un vergajo como Walter Mercado me provoca darle una pela. Para mí es increíble que llenen un coliseo de papanatas para ver a un cura sanador, esperanzados todos en que el milagrero ponga sus benditas manos encima de la cabeza del que padece parálisis infantil y santo remedio; que alivie con una mirada al paciente terminal de cáncer; o el que llegó con muletas las tire a la jura porque ya no las necesita. Así lo vea con mis propios ojos, le buscaré al hecho una explicación lógica o científica.

Cuento aparte los curas que ganan fama en los medios de comunicación y a punta de reflexiones, alegorías, obviedades y mucha palabrería, se vuelven figuras públicas. El vulgo es manipulable y basta decirle lo que quiere oír, para cautivarlo y volverlo adicto a la palabra del embaucador de turno. Entonces al ganar el curita reconocimiento empieza a cobrar hasta por las bendiciones y al poco tiempo la agenda no le da abasto, porque es el invitado de honor en todo tipo de eventos. El negocio es redondo porque entonces empieza a dictar conferencias, para lo cual tiene un agente que programa las presentaciones y él solo debe desplazarse, con todos los gastos pagados, hablar cháchara dos horas ante un público que lo ve como a un salvador y después recibir el jugoso cheque que engrosará su cuenta bancaria.

Alguna vez el Club Activo 20-30 buscaba ideas de cómo conseguir recursos para realizar sus obras sociales, y como ya habían programado basares, novilladas, peleas de gallos y demás eventos, alguien propuso que trajeran a un cura que causaba sensación por esos días en Cali, un tal padre Gallo. Todos supusieron que por ser un sacerdote no les costaría mucho, que seguro podrían alojarlo en la casa de alguno de ellos, más el transporte y los viáticos. El encargado de contactarlo llamó al manager del religioso y este le dijo que venía pero en avión, a hotel cinco estrellas, con todos los gastos pagos y además debían cancelarle una suma millonaria por la presentación. Pues de hecho el clérigo se volvió famoso y como eso a la iglesia le da piquiña, le prohibieron revolverle guadua al ministerio. Entonces renunció, se fue para Estados Unidos y llegó a donde era, porque si aquí hay incautos, allá son maleza. Y mientras unos se retiran aparecen otros, como los padres Chucho y Linares, que van por el mismo camino.

Inaudito que exista tanto marrano. Ha venido a la ciudad un pisco que dice tener el poder de hipnotizar a los asistentes para que dejen de fumar. Como lograr superar una adicción es tan difícil, la gente acude desesperada a esa solución que parece tan sencilla; pagan un dineral por la entrada, llenan el auditorio, le oyen las babosadas al fulano y salen convencidos de que su inversión valió la pena. Y aunque al otro día están de nuevo con el pucho en la boca, pasado un tiempo regresa el estafador y muchos de los que ya asistieron repiten sesión.

Un día mi mujer, decidida a dejar de fumar, llegó con el cuento que la Liga contra el cáncer promocionaba a un personaje que ofrecía un novedoso sistema para dejar el maldito vicio, basado en el manejo de las energías. Le dije que ni hablar, que cómo se iba a gastar ciento ochenta mil pesos en esa pendejada; sin embargo una amiga la invitó y allá se fueron la fecha indicada. Estaban confiadas porque no podían creer que una institución seria como la Liga fuera a traer a un payaso que las engañara. Después de unas horas regresó muy emocionada a contarme que las acostaron en camillas y que el tipo pasaba, les cogía los dedos con delicadeza y los jalaba como para sacarles las malas energías y listo, eso fue todo. Cuando terminó su relato, se fue a la cocina a fumarse el pucho de antes de acostarse.
pamear@telmex.net.co

martes, junio 18, 2013

Detestable modalidad.


Seguramente quienes no vivieron épocas pasadas no encontrarán tan detestables los cambios generados por la tecnología en ciertos aspectos, porque simplemente no tienen con qué comparar. Claro que todo evoluciona y se moderniza, la agilidad y la optimización se imponen, y el objetivo es disminuir costos de operación, pero el sufrido usuario es quien debe soportar situaciones que lo hacen trinar de la ira y desesperarse a cada momento. El caso es que todos los días son más los seres humanos remplazados en su trabajo por las máquinas y a esa interacción con la cibernética es a la que no podemos acostumbrarnos muchos.

Es curioso que al analizar los economistas el problema del desempleo nombren diversos factores como causa del mismo, pero nunca se refieren a que la tecnología ha desplazado numerosos puestos de trabajo. Ejemplos son muchos y nombro el caso de edificios pequeños en los barrios residenciales, cada uno de los cuales tenía un portero día y noche para vigilar y atender las necesidades de los inquilinos. Como es lógico esto requería de al menos dos empleados que se turnaban, aparte del que hacía el remplazo del domingo, y además se generaban horas extras por festivos y nocturnos. Pues hoy en día la mayoría de esas edificaciones tienen puertas eléctricas en el garaje y una cámara que registra a quien timbra en el portón principal, el cual puede abrirse de manera automática desde cualquiera de los apartamentos.

Recuerdo que durante mi niñez, como todos vivíamos en casas, en la época de vacaciones era común que los propietarios dejaran un celador en la residencia mientras la familia se iba de paso o a temperar a la finca. Pues ahora instalan alarmas y cámaras de seguridad en las propiedades y desde una central unos pocos empleados monitorean cualquier irregularidad que se presente. Hoy en día al llegar al parqueadero de un centro comercial debe accionarse un botón que entrega el recibo y luego abre la barrera para dar paso; lo mismo sucede a la salida y es así como la tecnología realiza esas labores que antes desempeñaban seres humanos. Y los patronos felices porque dichos aparatos nunca piden permisos, no se enferman ni se sindicalizan, no exigen aumento y mucho menos llegan enguayabados. 

Antes debíamos ir al banco varias veces a la semana a consignar, cambiar cheques, hacer giros, sacar una chequera, pagar facturas, pedir extractos y demás diligencias, gestiones todas que quedaron en el pasado porque ahora pueden hacerse desde un cajero automático o con la computadora personal. A la entidad bancaria ya no hay que ir sino a pedir plata prestada o a ponerle la cara al gerente cuando el sobregiro está salido de madre.

Pero sin duda las innovaciones más detestables son los contestadores automáticos y los centros de llamadas, conocidos como call center. A quién no han hecho echar chispas, cuando llama desesperado y después de saltar de tecla en tecla no logra solucionar su problema. Porque la añorada recepcionista podía mentirle a uno, darle caramelo, envolatarlo o ponerlo a oír una odiosa tonada mientras buscaba una disculpa para darnos, pero al menos quedaba la opción de desahogarse con ella cuando no encontrábamos una respuesta satisfactoria. En cambio a una maldita máquina qué le dice uno, cómo le explica, a quién se queja, qué camino coge si no logra encontrar quién solucione su inquietud.

Y esa modita de pedirnos los datos personales a toda hora desespera y ofusca. Llamar por ejemplo a que le solucionen un problema con la señal de televisión o de internet y después de escoger entre varias opciones del menú, por fin contesta alguien y lo primero que hace es solicitar el nombre del titular de la cuenta y el número de cédula; después quiere saber la dirección y el teléfono, no sin antes echarle una retahíla acerca de los beneficios que ofrece la empresa que representa. A cada momento suspende la comunicación, para volver al cabo de unos minutos y dar las gracias por la paciente espera. Estos personajes hablan como por dentro de un tarro y al pedirles que repitan, insisten con ese susurro monocorde e impersonal.

Los centros de llamadas libraron a empresas, entidades, corporaciones, despachos, etc., de tener que tratar con el público. Ellos se encargan de contactar a los clientes y como es lógico, no tienen ni idea de lo que hablan porque repiten como loras las instrucciones que reciben. Por ello me da golpe ver como la gente los insultan, les echan vainas, los regañan y hasta les hacen sugerencias, mientras a dichos personajes les importa un carajo porque con seguridad mientras realizan su labor están pensando en los huevos del gallo.   

Hoy en día las entidades bancarias hacen sus cobros por medio de estos centros de llamadas, comunicaciones que acostumbran realizar los domingos muy temprano en la mañana. Entonces el indignado moroso se sale de la ropa, vocifera, reniega e insulta al desprevenido empleado, como si el tipo tuviera contacto directo con el gerente del banco que reclama su pago. También causa gracia que quienes no pagan sus obligaciones, por la causa que sea, utilizan como arma de defensa el ponerse dignos y de mal genio cuando les cobran. Como si la culpa fuera de quien con todo el derecho reclama lo que le deben.
pablomejiaarango.blogspot.com

martes, junio 11, 2013

Temas de ciudad.


Aunque aseguran los entendidos que el ritmo de la construcción ha bajado en los últimos tiempos, a diario vemos nuevas obras que se adelantan en la ciudad. Y la pregunta de todos es, de dónde sale gente para ocupar semejante cantidad de apartamentos que ofrece el mercado; porque está claro que en la mayoría de los casos son personas que cambian de vivienda, porque mejoran sus ingresos o simplemente quieren estrenar, pero a su vez ellos desocupan el inmueble donde residían. Desde mi ventana puedo ver, sólo en los barrios aledaños, ocho edificios en construcción. Ahora noto con agrado que demarcaron el lote donde se construirá el Centro Cultural de la Universidad de Caldas, a un costado de la facultad de Veterinaria.

Importante el desarrollo que presenta el sector aledaño a la avenida Kevin Ángel, en el tramo que va de la empresa Mabe hasta Aguas de Manizales, donde los concesionarios de vehículos construyeron sus vitrinas, también hay comercios, almacenes y una gran cantidad de edificios de apartamentos que ocupan un costado de la vía. Ni hablar del auge de la construcción que presenta la región de La Florida, que aunque pertenece al municipio de Villamaría, está poblada por ciudadanos manizaleños. Numerosos conjuntos campestres donde las casas se construyen por cientos, además de muchos colegios que aprovecharon el ambiente campestre del entorno para instalarse allí. Lo grave es que la infraestructura no avanza al mismo ritmo y por ejemplo las vías ya no dan abasto.

Empezaron los trabajos de la conexión vial en la entrada a Villamaría, muy necesaria para solucionar un cuello de botella que genera gran peligro a los conductores que tratan de ingresar al flujo vehicular de la Panamericana. Ojalá el contratista no sea el mismo que construye la doble calzada de La Playita a Lusitania, porque ahí sí perdemos la esperanza; pasan los meses, los años y una obra de kilómetro y medio de longitud no está ni tibia. A este paso de tortuga no veremos nunca terminada la doble calzada desde la Estación Uribe hasta el sector de Potro Rojo, que es el tramo necesario para agilizar la comunicación entre los dos principales ingresos a la ciudad.

Por otra parte, es lamentable el estado que presenta el entorno de la avenida del centro en el tramo que va del Parque Olaya hasta el sector de Fundadores.  A excepción del templo de Los Agustinos no hay una sola edificación presentable y hay edificios levantados cuando se construyó la avenida, hace unos 30 años, a los que nunca les han dado siquiera una mano de pintura. Mala imagen se llevará el visitante que entre a Manizales por ese sector, porque los alrededores del parque Alfonso López dan grima; cantinas, cacharrerías, ventorrillos y pensiones de mala muerte. Al frente de Sanandresito hay un edificio de parqueaderos, que tiene una fachada en curva forrada con tabletas color ladrillo. Al dinamitar el antiguo edificio de la alcaldía, hace ya muchos años, grandes parches de esa fachada se desprendieron y esta es la hora que sigue sin reparar.  

En casi todas las capitales del país se implantan sistemas de transporte masivo, lo que parece un imposible en nuestra ciudad porque debido a la topografía las pocas avenidas que tenemos no permiten una mínima ampliación. Pensar en un tren subterráneo es una utopía y se me ocurre que una solución realizable es continuar con el sistema del cable. Una red que llegue a Chipre, La Sultana, La Enea, La Linda, El Tablazo, Bosques del norte, Maltería y demás sectores de Manizales. Un medio de transporte amable con el ambiente, sin congestiones ni ruido; rápido, agradable y además es un atractivo turístico. Espero que la línea que pronto nos conectará con Villamaría sea un éxito y así se anime la administración municipal a ampliarlo hacia otros sectores.

Además en calles y avenidas ya se nota la saturación de tráfico; porque con esa forma de vender vehículos de todo tipo, mientras que de nuevas vías no existen ni siquiera proyectos, muy pronto no habrá por dónde circular. Para colmo, son muchos los conductores que no cumplen con las normas de tránsito y el caos que generan con sus infracciones repercute en todas las esquinas. El otro día arrimamos a Mercaldas de Sancancio a comprar unas cosas. Esa firma comercial adquirió varias casas aledañas para adecuar un parqueadero muy cómodo y allí metimos el carro, pero mientras mis acompañantes hacían las compras conté los clientes que llegaron en sus vehículos al lugar: de doce sólo uno ingresó al parqueadero, porque los demás prefirieron dejar el carro en la calle a todo el frente del supermercado, calzada que está inundada de avisos de prohibido parquear.

Por fortuna esta primera temporada de lluvias del año estuvo moderada, ya que al menos en nuestra región pasó casi desapercibida. Así los recursos pueden invertirse en obras de infraestructura, en vez de dedicarlos a reparar vías, remover derrumbes, reponer puentes, intervenir laderas inestables, y además, repartir auxilios a tanto damnificado. La triste realidad es que en nuestro país la peor calamidad que enfrentamos es la corrupción administrativa, la misma que anima al ciudadano de bien a no pagar impuestos porque nadie entrega sus recursos a sabiendas de que irán a parar al bolsillo del político inmoral. ¡Nule-busque más!
pablomejiaarango.blogspot.com

martes, junio 04, 2013

Memorias de barrio. (3)


Mientras construían la casa de La Camelia, para reducir gastos mi papá alquiló la finca La Cecilia, de don Javier Mejía, localizada donde hoy queda el barrio Molinos del viento, arriba de Confamiliares de San Marcel. Nosotros felices de vivir en el campo pero prontico mi mamá se reveló, porque pasaba el día en el carro mientras trasteaba muchachitos, hacía mandados, visitaba a la abuela y demás diligencias. Como faltaban pocos meses para estrenar casa, resolvimos mudarnos a una edificación en el centro, calle 24 con carrera 20, al frente de donde después construyeron el Teatro Colombia; en ese entonces había un parqueadero donde guardábamos el carro de la casa.

El caserón, típica construcción de la zona, tenía un subterráneo lleno de trebejos y telarañas que se convirtió en nuestro sitio de recreo. Como es lógico, nos sentimos prisioneros porque no podíamos salir solos a recorrer el centro; y como nos criamos en la calle en el barrio Estrella, para después conocer la libertad que encontramos en La Cecilia, el horizonte se nos limitó drásticamente. En semana pasábamos el día en el colegio, pero el fin de semana teníamos poco de dónde escoger. Algunos sábados por la tarde mi papá nos regalaba unas monedas para que fuéramos a la esquina, a la tienda “Visos”, donde vendían todo tipo de dulces y mecatos. Entonces comprábamos chitos, frunas, bombones Charm´s y salvavidas, y nos sentábamos toda la tarde a ver televisión: Bonanza, La isla de Giligan, Hopalong Cassidy, Roy Rogers y otras series de la época.

Pero sin duda el programa favorito era irnos el sábado después de almuerzo a pagar trabajadores a La Teresita, la finca de la abuela paterna en la región de El Rosario. Salíamos en el Land Rover de Plumejía, la ferretería de la familia, pero antes de arrancar convencíamos a mi papá de enroscar la carpa atrás para poder mirar hacia afuera. Adelante iban mis padres con la hermana mayor y los bebés, mientras en la parte trasera nos acomodábamos los muchachitos, después de rifar los puestos. Claro que nos rotábamos, porque los únicos que viajaban a gusto eran los que iban en el extremo trasero, desde donde podían disfrutar la vista al exterior. Lo que no fallaba es que en cierto momento la carpa se desenrollaba y soltaba un polvero espantoso, dejándonos más aburridos que el diablo.

Si durante el camino alguno se atrevía a proponer que paráramos en una fonda, mi mamá le decía que no molestara porque acabábamos de almorzar. Poco después de cruzar el puente de Cenicafé, en la finca La Piedra, tomábamos las partidas hacia El Rosario. Primero estaba la vereda Colegurre y luego el antiguo puente que se llevó la avalancha, para seguir chupando polvo hasta donde queda hoy la entrada al Club Campestre, poco antes de la fonda Cobraderos, donde nos desviábamos hacia la finca. Unos metros adelante quedaba la tiendita Los Tolimenses, después San Rafael, la finca de mi tío Alberto Arango, seguía el desvío para La Graciela, la finca de la otra abuela y del tío Roberto Ocampo, y una cuadra después llegábamos a La Teresita. Por lo tanto conocíamos la región como la palma de la mano, porque los niños hacíamos muchas veces el tramo desde La Piedra a pie y además dominábamos potreros y cafetales del entorno familiar.

Mi papá se dedicaba a cuadrar planilla con el agregado, “El Mono” Monsalve, mi mamá conversaba con la señora de este, las hermanas y don Eleuterio, el patriarca de esa familia, y nosotros nos poníamos a corretear por ahí, pendientes de que salieran a dar vuelta para pegarnos a la caminada por el predio. A la hora de regresar cargaban el jeep con bultos de café y mi papá nos acomodaba en los espacios que quedaban entre la carga. Subíamos hasta Chinchiná y en la calle que entra hacia la plaza de Bolívar parábamos en El venado de oro, una cafetería donde vendían unos pandeyucas deliciosos en forma de media luna; mi papá nos pasaba la gaseosa y el mecato por entre los recovecos, y allí encogidos disfrutábamos del algo. Sin falta todos nos profundizábamos durante el recorrido, arrullados por el vaivén y la comodidad de la acogedora guarida.

Desde la entrada a Manizales mi mamá comenzaba a anunciar la proximidad con la casa para despertarnos y que nos desperezáramos, y al llegar nos bajábamos entumidos y destemplados para subir las extensas escaleras como unos zombis; veíamos televisión un rato mientras nos daban la comida, para por fin irnos a acostar, no sin antes lavarnos los dientes a regañadientes. Al otro día, domingo, el programa era salir a dar una vuelta por la tarde, comer empanadas con gaseosa en el drive in Los Arrayanes de Chipre, para después ir expectantes a darle vuelta a la obra de la casa que esperábamos estrenar muy pronto.

Una de esas tardes, al regresar al hogar, mi mamá se queda mirándonos y comenta: Mijo, me parece que aquí falta un muchachito… Y preciso, se había quedado olvidado uno de los menores en la obra, a quien encontramos muy asustado con el celador, quien trataba de convencerlo de que no lo habíamos abandonado. Desde ese día mis padres acostumbraban contarnos a cada rato para que no les volviera a suceder.
@pamear55

martes, mayo 28, 2013

Figuró aprender.


No sé si a todo el mundo le pasa, pero la tecnología no deja de descrestarme a diario. Sin alcanzar a digerir una innovación en cualquier dispositivo electrónico e inventan otro que manda al anterior para el cuarto de san alejo. Y nos preguntamos si es posible mejorar por ejemplo un teléfono celular de esos inteligentes, a los que no les falta sino pensar, pero a los pocos meses lanzan una versión mejorada con más y mejores servicios. Porque la competencia se basa en ofrecer nuevas tecnologías que superen lo existente, ya que de lo contrario nadie compra el producto. Hace poco tiempo tener un Blackberry era el sueño de muchos, pero en poco tiempo fue reemplazado por otros dispositivos que lo hacen ver como un aparatejo arcaico y obsoleto. Una chanda, dicen los sardinos.

He tenido con las computadoras una relación larga y enriquecedora, que me ha sacado algunas canas pero son más las satisfacciones recibidas. Fue por allá en 1985 cuando le encargué a un piloto amigo un aparato de esos a los Estados Unidos y al recibirlo casi no encuentro quién supiera siquiera prenderlo. Recurrí entonces a mi pariente Fernán Escobar, que es tan entendido, y el hombre al menos lo instaló y me enseñó algunas cosas básicas. Era un mamotreto con  monitor monocolor ámbar, disco duro de 30 megas y memoria RAM de 1 mega (no exagero un pelo). Funcionaba con disquete flexible de 5.25 pulgadas y el corrector de palabras, cuyo nombre no recuerdo, tenía básicamente las mismas características de una máquina de escribir, pero con algunas funcionalidades que lo hacían novedoso y muy práctico. Otro inconveniente fue conseguir un profesor que me diera las primeras indicaciones.

Infortunadamente no pertenezco a las nuevas generaciones que nacen con un chip que les permite entender sin esfuerzo las tecnologías modernas, porque después de casi treinta años de tener relación a diario con una computadora, sobre todo en los últimos veinte que he pasado mucho tiempo al frente del monitor, debería ser un experto en su manejo. Pero qué va, apenas me defiendo. Mejor dicho, si aprendo algo puedo realizarlo y hasta escarbar para encontrarle más usos, lo que llaman cacharrear, pero no me diga que debo meterle mano al sistema operativo porque hasta ahí llego. Muchas veces me desespero porque no puedo encontrar una información que estoy seguro tengo en algún recoveco de la máquina, hasta que no me queda sino pedir cacao para que me saquen del apuro; lo mismo pasa cuando bajo programas de la red y me enredo al querer instalarlos y ejecutarlos.

El caso es que aprendí a manejar ese primer procesador de palabras, pero cuando ya le había cogido el tiro, salió una nueva versión y debía cambiarlo. Me negué rotundamente, pero mi hijo, quien era apenas un mocoso, insistió en que lo hacía o me dejaba el tren de la tecnología. Ya no recuerdo cuántas veces me ha tocado enfrentarme al cambio de sistema operativo, a nuevos comandos, diferentes programas, etc., pero gracias a una computadora puedo trabajar, escribir, leo todo tipo de documentos, recorro el planeta, tengo amigos que nunca he visto, con ella me culturizo y entretengo, me instruyo y descubro. Y se ven unas cosas…    

Aparecieron las tabletas para leer y empezó mi hijo con la cantinela, que debía incursionar en esa tecnología, que eso es lo último, que ahí puedo leer lo que quiera y mil razones más, pero le dije que ni muerto, que yo seguía con el libro físico por muchas razones, sobre todo por romanticismo. Entonces me hizo ver el enfoque ecológico, la cantidad de árboles que dejarán de talar cuando los libros electrónicos remplacen los de papel, y ahí sí me sonó el asunto. Hasta que compré la tableta y ahora no me cambio por nadie, porque es una verdadera maravilla. Tiene infinidad de ventajas, entre ellas que puedo leer de noche sin encender la luz, si olvido las gafas agrando la letra, acomodo el fondo de pantalla a mi gusto, etc. Y lo mejor es que al encontrar una palabra desconocida basta ponerle el dedo y aparece la definición, o puedo conectarme a la red para buscar más información al respecto.

Empecé a comprar libros desde la tableta, muy económicos y para todos los gustos, pero hace unos meses dejaron de enviarme tres ejemplares que ya estaban pagos. Mandé correos electrónicos con el reclamo e hice los trámites correspondientes, pero de nada sirvió. Por baratos que sean no estoy dispuesto a regalarles mi dinero, por lo que mi hijo consiguió una dirección de correo electrónico donde se envía cualquier título bajado de Google en pdf, y en cuestión de segundos lo devuelven convertido al formato de la tableta. Y al gratín.

Lo último es que una amiga me trajo un disco con varios cientos de libros listos para pasar a mi tableta y ahora trato de escoger lo mejor del generoso menú, porque está claro que ya no alcanzaré a leer la mayoría de ellos. Lo mejor es que no me queda remordimiento por actuar de manera ilegal, porque fueron ellos quienes incumplieron con el envío de mi compra. De manera que de ahora en adelante no verán un cochino dólar de mi bolsillo. ¡Y adiós que me voy a leer!
pablomejiaarango.blogspot.com

martes, mayo 21, 2013

Póngale actitud.


La vida está llena de sobresaltos, angustias y momentos complicados que llevan a muchas personas a sufrir depresiones y altos niveles de estrés. El agite del diario vivir y la alta competencia en el ambiente laboral, hacen que para muchos la existencia sea difícil y desgastante. La violencia es pan de cada día y nuestra sociedad navega en un mar de incertidumbre, mientras buscamos la manera de sobrellevar los cambios que impone la modernidad. Lo paradójico es que entre más desarrollado el país y mejor calidad de vida ofrezca a sus habitantes, mayores son el desasosiego y la desazón que los acosan. Basta comparar lo que invierten en terapias y medicamentos para el estrés un ejecutivo de Wall street y un pescador de Guapi.

Imagino que a los terapeutas no les faltará trabajo en la actualidad, porque hasta niños y adolescentes deben visitarlos con regularidad. No recuerdo que en mi época los menores necesitaran ese tipo de ayuda y a la mayoría les quitaban las mañas y resabios a punta de correa; y no voy a decir que esa es la manera indicada para todos los casos, pero sin duda son muchos a los que les ha faltado mano dura. Además los muchachitos de ahora son precoces, metidos a grandes y madurados biches, y eso los introduce en una realidad difícil de soportar incluso para los adultos. Por lo tanto en muchos casos llegan a atentar contra su propia integridad por un bajo desempeño académico; si en mi casa nos hubiéramos suicidado por perder el año, no quedaría rastro de la familia.

Hace tiempos, cuando pasaba por un momento difícil, recurrí a un sicólogo y el tratamiento me ayudó. Después de hacerme hablar hasta el cansancio, de desahogarme y exponer mis angustias, me convenció de que la fórmula para sobrellevar la existencia se basa en la actitud. Optimismo, aceptación, mente positiva, ver el lado amable de las cosas, no lamentarnos por la suerte que nos tocó y ante todo ser racional y aterrizado. La mayoría de preocupaciones que me mortificaban entonces eran por cosas que podrían pasarme en el futuro, y ahí me hizo ver cuánto tiempo y angustia le dedicamos a un asunto que apenas suponemos que nos puede ocurrir. Un desgaste innecesario porque definitivamente lo que ha de suceder, nada ni nadie puede evitarlo.

Para estar conformes con nuestra situación debemos aprender a mirar siempre para abajo; como el niño que lloraba porque no tenía zapatos, hasta que conoció uno a quien le faltaban los pies. Quien vive pendiente de los demás, de lo que tienen, de cómo viven, de sus éxitos y logros, nunca tendrá tranquilidad. Porque así llegue a igualarse a quienes están un escalón por encima, siempre habrá muchos más hacia arriba. Claro que en la vida debemos tener metas y ambiciones, pero sin caer en la mentalidad que sólo son exitosos quienes ocupan un cargo importante y devengan un jugoso salario. En nuestra sociedad se volvió común que nos referimos a quien no cumple con esa condiciones, como alguien que “no sirve para nada”. Quienes administran fincas, manejan un negocio familiar, dirigen una pequeña empresa, son independientes o simplemente reciben un salario modesto, entran en esa estigmatización estúpida y excluyente. De manera que no sirven para nada porque se negaron a pasar su existencia encerrados entre cuatro paredes, ante una pantalla llena de cifras y proyecciones, agobiados por el estrés y la competencia laboral.   

Los jóvenes ingresan a la universidad y en gran porcentaje aspiran estudiar derecho, medicina, ingeniería o finanzas, pero cuando algunos prefieren música, artes plásticas, gastronomía o ciencias del mar, todos se preguntan eso para qué sirve, pronostican que se van a morir de hambre, que qué pesar de los papás. Pero no se les ocurre pensar que estos disidentes van a hacer lo que les gusta, que vivirán relajados y felices, y que con seguridad tendrán éxito y fortuna.

Tantos que pasan la vida dedicados a conseguir plata, trabajan de sol a sol y descuidan la familia, con la meta de amasar fortuna para tener un retiro cómodo y con solvencia. Pero se les pasa el ciclo vital en esas y cuando deciden que llegó la hora, ya no resisten una misa con triquitraques. En cambio a quien ha sido juicioso durante su edad productiva y antes de los sesenta años se dedica a vivir de la renta, todo el mundo lo califica como alguien que “no hace nada”. Cómo que nada: ¿acaso vivir bueno, darse gusto, viajar y dedicarse al relax, es hacer nada? Envidia es lo que sienten los criticones.

Cuando dos de mis sobrinos eran unos niños presentaron algún problema de conducta y ambas mamás resolvieron llevarlos a donde una sicóloga infantil, pero ninguno de los dos sabía que el otro también iría. Los papás les explicaron que la doctora ayudaba y daba consejos, porque a veces en la vida uno tiene inconvenientes con su comportamiento. Cierta vez la consulta se retrasó y los dos zambos coincidieron en la sala de espera, y como es lógico se asombraron de encontrarse en la misma situación. Una de las mamás, que estaba presente, paró oreja para ver qué conversaban los muchachitos y en esas uno le comentó al otro: -Oiga, ¿y usted qué tiene dañado que también lo trajeron?
@pamear55

miércoles, mayo 15, 2013

Edición actualizada.


No solo los textos académicos deben actualizarse, sino muchos otros de diferentes temas porque los tiempos cambian y todo evoluciona, y de no ponerse al día se vuelven obsoletos. Uno que llamó poderosamente mi atención hace ya muchos años fue el libro La buena mesa, de doña Sofía Ospina de Navarro, hermana del ex presidente Ospina Pérez, una escritora y periodista antioqueña que dejó un importante legado. Ese librito se lo aprendí a usar a mi madre, pues siempre lo mantenía a mano para preparar ricos platos de nuestra gastronomía regional. Por cierto es el único recetario al que he recurrido alguna vez, porque allí encuentra uno cómo preparar hojuelas, indios de repollo, tortas de chócolo, cortao o arroz con leche.

La primera edición data de 1933 y por lo tanto en muchos apartes del mismo aparecían situaciones que no coincidían con épocas posteriores, como en algunas recetas donde indicaba la autora cómo regular el calor del horno de leña, mencionaba ingredientes desaparecidos o enseñaba a preparar una salsa que ya vendían en los supermercados. Por ello algunos de sus descendientes se dieron a la tarea de actualizarlo, al remplazar por ejemplo el horno de leña por uno eléctrico o de gas, además del microondas. También pusieron al día medidas, utensilios, tiempos de cocción, terminachos, etc.  

Pues deberían proceder de igual manera los herederos del señor Carreño, el del famoso manual de urbanidad, porque definitivamente las costumbres han cambiado de forma radical y la mala educación se impone en todas las culturas. Don Manuel Antonio Carreño, venezolano, publicó el texto a mediados del siglo XIX y por ello muchas de las normas allí registradas son desconocidas por un gran porcentaje de la sociedad actual. Claro que la buena educación y la decencia son cosas que se aprenden desde la cuna, y el simple sentido común nos dicta cuál es la manera apropiada de comportarnos. Otra cosa son los protocolos y demás perendengues que imponen ciertas personas arribistas y estiradas, los cuales no son de obligatorio conocimiento para el ciudadano común.

Sin duda la culpa de que la mayoría de los jóvenes ahora se comporten de una manera que deja mucho que desear, es de los padres. Los crían como si fueran de la realeza y por ello no saben tender una cama, pasar una escoba, lavar unos calzones, fritar un huevo o calentar una arepa. Unos zambos que no dan las gracias ni saludan, no saben del respeto a los mayores, son desagradecidos, manipulan para conseguir lo que quieren, son exigentes y nunca parecen satisfechos. Lo peor es que a todo les dicen que sí, convencidos de que así son mejores papás y de una vez aseguran el cariño de los mocosos, pero no saben que lo que hacen es tirárselos. Porque esos hijos no sabrán defenderse en la vida debido a que no han tenido carencias ni responsabilidades, lo que hará que fácilmente se ahoguen en un vaso de agua.

Un capítulo importante en el nuevo manual de urbanidad es el que tiene que ver con el manejo de la tecnología. Porque muchos no sabrán que conversar con otra persona mientras se tienen unos audífonos conectados en ambas orejas es de pésimo gusto, ya que el interlocutor no sabe si le paran bolas a lo que le dice o si por el contrario el otro está concentrado en algo diferente. Y qué tal los que se dedican a chatear mientras interactúan con otras personas, sin poderse centrar en el tema que los convoca porque tiene la cabeza en otra parte. Capítulo aparte los que reciben llamadas en su teléfono celular y sin importar que haya otras personas presentes, empieza a hablar de asuntos personales en voz alta mientras gesticulan y se ríen a carcajadas.

Muchos jóvenes ahora no saben comportarse en la mesa porque siempre comen solos y echados en la cama, con el televisor prendido y entre bocado y bocado teclean en la computadora. Son hoscos, introvertidos y a toda hora parecen de mala vuelta. Su léxico es limitado y no saben mantener una conversación, responden con monosílabos y para comunicarse por escrito en sus chateos sólo se preocupan por hacerse entender; no conocen ni les interesan las buenas prácticas de la escritura. Tienen miles de resabios para la comida y como tampoco les exigen en ese sentido, muchos se alimentan de cereales, paqueticos, comida chatarra y demás porquerías. Además son alzaos e irrespetuosos, y los trae sin cuidado que su interlocutor sea una persona mayor.

Acostumbro felicitar a los padres de hijos educados, comedidos y amables, porque sé lo satisfactorio que es para cualquiera saber que cumplió su tarea. En cambio los mocosos groseros, desobedientes y mal educados me parecen detestables.

La verdad es que la idea de proponer un manual de urbanidad actualizado vino de mi hijo, a quien reprendía amigablemente cuando venía a visitarnos y se pasaba a toda hora pegado de los aparatos electrónicos. Pronto comprendió su error y cambió de actitud, sobre todo desde una vez que estaba yo frente al televisor mientras mi mujer y el muchacho tecleaban embebidos cada uno en su computadora, por lo que desde hacía mucho rato no cruzábamos ni una sola palabra. Fue hasta que resolví proponerle: Mijo… ¿será que lo llamo por Skype?

pablomejiaarango.blogspot.com