viernes, noviembre 13, 2015

Libertad o libertinaje.

A mi generación le tocó enfrentar una época bien difícil, porque nos criamos regidos por unas reglas pero a la hora de educar a nuestros hijos las condiciones empezaron a cambiar. Varió el trato entre adultos y menores, el mismo que perduró durante siglos con las variantes correspondientes a cada época y lugar. Como en todo, la justa medida que aconsejan la razón y la mesura debe imponerse, porque así como es repudiable el maltrato a los menores, estos tampoco deben abusar de su condición.

La regla de oro que nos inculcaron desde chiquitos fue el respeto a los mayores, lo que incluía personas de todo tipo y condición social. Siempre que uno respondía sí o no a cualquier requerimiento, no faltaban los papás, el profesor u otro adulto que expresaba en voz alta: ¿Sí qué?, sí señor, debíamos agregar. Fue tanta la repetidera que al fin lograron inculcarnos la instrucción, hasta convertirse en hábito de nuestro vocabulario. Aprendimos a decir permiso, buenos días, gracias, con gusto, por favor…

En cada hogar regían unas reglas que todos acataban sin chistar, las mismas que los papás no tenían que estar repitiendo a toda hora porque para los hijos era algo que se convertía en costumbre. El no cumplimiento acarreaba una serie de castigos que no pasaban de un recorte en la mesada, prohibición de sacar la bicicleta o no poder salir durante el fin de semana. Claro que también había violencia familiar y algunos adultos maltrataban a los hijos; papás que se quitaban la correa y les metían unas pelas brutales a la prole.

También era común que los profesores les cascaran a los alumnos, sobre todo a los más pequeños; darle con una regla en las corvas o en la palma de la mano cuando el mocoso no entendía. En el Colegio de Cristo los Hermanos Maristas utilizaban un instrumento de madera, la Chasca, que hacían sonar para reclamar silencio en el salón; claro que además lo utilizaban para darle en la cabeza al que estuviera muy cansón. Y en el Gemelli el profesor Oxfaro Bustamante, de educación física, tenía un anillo inmenso con el que le daba coscorrones a quien no cumpliera con la rutina.

Por fortuna en la actualidad existe la policía de menores para evitar esos abusos, aunque se les va la mano y ahora los padres de familia no pueden siquiera reprender a los vástagos porque los ponen en vueltas. Por ello tantos zambos se crían sin dios ni ley y desde pequeños irrespetan a los mayores; y después no tienen inconveniente en coger a las trompadas al policía que los reconviene.     

En mi época nunca oímos hablar del libre desarrollo de la personalidad, licencia que aprovechan ahora muchos jóvenes para comportarse como unos salvajes. Otros echan mano de esa figura para actuar de una manera que molesta e incomoda al resto de la sociedad. Lo sucedido con Sergio Urrego en Bogotá es muestra de ello. Porque un muchacho puede escoger su preferencia sexual, pero no pretender besuquearse con el novio en el colegio y que nadie diga nada.

Oí a la rectora del colegio, desde la cárcel, leer unas cartas escritas por el joven mencionado. En ellas habla de su odio a la vida, sus tendencias suicidas, una rebeldía innata e infidencias con su enamorado que confirman un comportamiento reprochable; como sugerirle al noviecito que no usara calzoncillos para facilitar el manoseo en clase. Por fortuna yo no era profesor de ese colegio porque los hubiera sacado del salón a los correazos, por degenerados e irrespetuosos, y ahora enfrentaría una larga condena.

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