A mi generación le tocó enfrentar
una época bien difícil, porque nos criamos regidos por unas reglas pero a la
hora de educar a nuestros hijos las condiciones empezaron a cambiar. Varió el
trato entre adultos y menores, el mismo que perduró durante siglos con las
variantes correspondientes a cada época y lugar. Como en todo, la justa medida
que aconsejan la razón y la mesura debe imponerse, porque así como es
repudiable el maltrato a los menores, estos tampoco deben abusar de su
condición.
La regla de oro que nos inculcaron
desde chiquitos fue el respeto a los mayores, lo que incluía personas de todo
tipo y condición social. Siempre que uno respondía sí o no a cualquier requerimiento,
no faltaban los papás, el profesor u otro adulto que expresaba en voz alta: ¿Sí
qué?, sí señor, debíamos agregar. Fue tanta la repetidera que al fin lograron inculcarnos
la instrucción, hasta convertirse en hábito de nuestro vocabulario. Aprendimos
a decir permiso, buenos días, gracias, con gusto, por favor…
En cada hogar regían unas reglas
que todos acataban sin chistar, las mismas que los papás no tenían que estar
repitiendo a toda hora porque para los hijos era algo que se convertía en
costumbre. El no cumplimiento acarreaba una serie de castigos que no pasaban de
un recorte en la mesada, prohibición de sacar la bicicleta o no poder salir
durante el fin de semana. Claro que también había violencia familiar y algunos
adultos maltrataban a los hijos; papás que se quitaban la correa y les metían
unas pelas brutales a la prole.
También era común que los
profesores les cascaran a los alumnos, sobre todo a los más pequeños; darle con
una regla en las corvas o en la palma de la mano cuando el mocoso no entendía. En
el Colegio de Cristo los Hermanos Maristas utilizaban un instrumento de madera,
la Chasca, que hacían sonar para reclamar silencio en el salón; claro que
además lo utilizaban para darle en la cabeza al que estuviera muy cansón. Y en
el Gemelli el profesor Oxfaro Bustamante, de educación física, tenía un anillo
inmenso con el que le daba coscorrones a quien no cumpliera con la rutina.
Por fortuna en la actualidad existe
la policía de menores para evitar esos abusos, aunque se les va la mano y ahora
los padres de familia no pueden siquiera reprender a los vástagos porque los ponen
en vueltas. Por ello tantos zambos se crían sin dios ni ley y desde pequeños irrespetan
a los mayores; y después no tienen inconveniente en coger a las trompadas al
policía que los reconviene.
En mi época nunca oímos hablar del
libre desarrollo de la personalidad, licencia que aprovechan ahora muchos
jóvenes para comportarse como unos salvajes. Otros echan mano de esa figura
para actuar de una manera que molesta e incomoda al resto de la sociedad. Lo
sucedido con Sergio Urrego en Bogotá es muestra de ello. Porque un muchacho
puede escoger su preferencia sexual, pero no pretender besuquearse con el novio
en el colegio y que nadie diga nada.
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