Quienes hemos pasado la existencia
en este pueblo querido de Manizales podemos recordar perfectamente cómo han
sido las costumbres en las diferentes épocas, porque todo cambia o evoluciona,
para bien o para mal. Durante nuestra juventud fue el sector del centro de la
ciudad el entorno que preferimos y asombra ver lo diferente que era. Tranquilo,
organizado, agradable, servía como marco a un comercio regentado por ciudadanos
egregios que ponían sello de garantía a una actividad seria y responsable.
Los pocos vendedores ambulantes que
recuerdo fueron unos loteros que trabajaban en el alféizar de una vitrina,
frente al Banco de la República, y ahí mismo ofrecían pececillos para acuario
sacados de alguna quebrada cercana, los mismos que mantenían en grandes
porrones. En el mismo sitio trabajó durante algún tiempo un muchacho a quién
llamábamos Pinocho, que vendía casetes menudeados que en esa época eran muy
perseguidos por la juventud; poco después se instaló en Sanandresito, donde se
distinguió como comerciante.
Bajo el alero del edificio
Esponsión, enseguida del Club Manizales, algunos jipis ofrecían cachivaches
expuestos en trapos negros dispuestos para tal fin, y durante la noche los
negocios de comida hacían su aparición. En la esquina con la calle 23
instalaban la famosa olla del Banco de la República, en la que ofrecían
deliciosas viandas; y en las afueras del Club el Gitano vendía unos deliciosos
chorizos a los que no podían resistirse los copetones clientes que resolvían
irse a acostar. Quienes preferían los negocios tradicionales se metían a La
guaca del pollo, donde servían un consomé con huevo duro a la temperatura que
se funde el plomo.
Hoy en día no dejo de sorprenderme
cuando recorro la carrera 23 convertida en una mezcla entre mercado persa y
galería. Hay de todo como en botica y da tristeza ver esa cantidad de gente
detrás del rebusque para lograr echarse unos pesos al bolsillo. Entre las
calles 14 y 19 el ambiente es malevo y en la esquina de la 17 un hotelucho de
mala muerte ofrece ‘ratos’ a cinco mil pesos y por una noche cobran ocho mil,
‘negociables’. Severa ratonera.
En las afueras de los supermercados
de la calle 19 las ventas ambulantes de frutas y verduras convierten el entorno
en una plaza de mercado, y la mayoría de los productos son de baja calidad por
ser desechos de cultivos o en muchos casos robados de las fincas. La gente
compra porque son baratos y su bajo presupuesto no permite regateos. Sigue el
recorrido y los ojos no alcanzan para ver todo lo que ofrece el panorama, con
una variedad pasmosa de ofertas y posibilidades.
Las carretas con frutas no dan
abasto y el mago biche con sal y limón es el producto estrella; también el
chontaduro con esos mismos ingredientes y miel de abejas para quien lo
prefiera. Frutas exóticas que no son comerciales se consiguen allí, guamas,
madroños, zapotes, mamoncillos, ciruelas… En todo caso para mi gusto lo más detestable
son los puestos de comida que hay en la bocacalle de la calle 29; en un local
en esa esquina funcionó Míster Albóndiga, un alemán ‘seriote’ que vendía las
mejores viandas. Ahora ofrecen debajo de parasoles, que dizque están
prohibidos, una variedad de fritos que empalagan a la vista; hileras de perros
calientes esperan la clientela que los devora con fruición.
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