Me asombra ver a los sardinos
disfrutar de una tertulia en la terraza, mientras visten prendas vaporosas que
apenas los visten. Desde mi ventana los observo apertrechado contra el frío, como
un muñeco de año viejo a punto de prenderle la mecha. Ellas van cómodas con sus
camiseticas ombligueras, manga sisa y bluyines pescadores que cubren hasta la
pantorrilla; los muchachos todos con camisa de manga corta, cómodos y relajados
mientras se aplican unos aguardientes. Juventud, divino tesoro.
Ahí no queda sino reconocer que los
años no vienen solos y que con la acumulación de calendarios nuestros gustos
cambian, empezamos a coger resabios y mañas, los cuales se acumulan hasta alejarnos
definitivamente de la juventud actual. Por fortuna a uno nadie le quita lo
bailado y siempre podremos decir que también tuvimos veinte años. Cómo no
recordar esas experiencias de adolescencia y juventud, cuando las modas de la
época se imponían para indicarnos la forma de lucir y comportarnos.
La mayor tendencia estaba en la
forma de vestir y en la presentación personal. Como coincidimos con la década
de 1970, cuando los jipis impusieron sus gustos, dejamos crecer el pelo hasta
que nos llegaba a los hombros, donde le dábamos unos tijeretazos para que no
siguiera espalda abajo. Los crespos optaron por lucir el Afrikan Look, unas
motas de churruscos que los hacían parecer un algodón de azúcar. Y en la casa
los papás y en el colegio profesores y directivos a juro que nos harían cambiar
de parecer.
Con las prendas de vestir sí que se
presentaron novedades; llegó la moda de los pantalones de bota ancha y todos
quisimos lucirlos para salir a ‘cocacoliar’. Lo primero era ir al centro, a la
calle 19, donde en el almacén de Juancho Rincón se conseguían cortes de
terlenka para mandarlos a hacer. Un sastre o una costurera los cortaban a la
medida y de una vez se les encargaban varias camisas, de cuadros coloridos,
ceñidas al cuerpo y cuellos estrambóticos.
Pero sin duda lo más curioso de esa
época fueron los zapatos. Ahora me parecen ridículos y espantosamente feos,
pero entonces se imponían y no quedaba sino llevarlos. Era calzado de la época
de Luis XV, con tacón mediano, trompones y una hebilla grande en el empeine.
Los manteníamos bien embetunados y en esos esperpentos aprendimos a caminar,
porque se volvieron indispensables en la indumentaria del día. También se
impusieron las camisetas sicodélicas teñidas en casa.
En los ‘agáchese’ de la
calle 19 vendían unas camiseticas chinas muy baratas; además comprábamos en la
droguería Versalles una cajita de Iris, un producto para teñir. En la cocina de
la casa cogíamos la olla del sancocho para calentar agua y a las camisetas les
hacíamos nudos que amarrábamos con cabuya. El paso siguiente era echarlas a
hervir un rato, con la anilina correspondiente, y al final se retiraban las
cabuyas y el resultado era fenomenal.
Pero no todas las modas eran de
prendas de vestir, muchas otras entretenciones tenían su cuarto de hora durante
el año. Bastaba que alguno se apareciera con canicas o bolas de cristal y de
inmediato se imponían los cinco hoyos y el pipo y cuarta. La idea era llenar
los bolsillos de bolas. Con frecuencia promocionaban álbumes y todo el mundo a
comprar láminas, cambiarlas y apostar de cualquier manera.
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