Llegamos a vivir al barrio La
Camelia en 1963 y debido a que el vecindario era reducido, la pandilla de
amigos bastante limitada. En vista de que la mayoría de ellos no estudiaban en nuestro
colegio, era común que algunos compañeros de estudio se aparecieran por el
barrio para disfrutar de la maravillosa pista para carros de balineras que
teníamos; arrancaba en la avenida Santander con calle 70 y bajaba hasta la
iglesia de Palermo, siete cuadras, sin ninguna edificación que obstaculizara la
visual.
Frente a la estación del cable
aéreo vivía uno de ellos, compañero del colegio que buscaba nuestra compañía
porque donde él residía no tenía barra de amigos. En esa época los niños éramos
muy amigos de tener animales en el patio de la casa; criábamos pollos de
engorde, gallinas ponedoras, palomas mensajeras, conejos, curíes y cuanto bicho
consiguiéramos. Mi mamá nos traía en el mercado un kilo de maíz trillado para
alimentarlos, pero como no alcanzaba debíamos estar pendientes en la cocina de
los sobrados de arroz, cáscaras de papa, cunchos de zanahoria, hojas de repollo
y cuanto sobrante resultara.
En cambio a Oscar, que solo tenía
una hermana mayor, le daban gusto y lo mimaban. En el patio tenía unas jaulas
inmensas, fabricadas con todas las de la ley; muy diferentes a las nuestras,
que armábamos con retazos de madera y el angeo más barato. Lo que más envidiábamos
era que mantenía un bulto de 50 kilos de concentrado para alimentar sus
animales, que por ende estaban siempre gordos y alentados. Entonces nosotros
aprovechábamos cualquier descuido para echarnos puñados de cuido en los
bolsillos y así darles un festín a nuestros famélicos animalitos.
Sin embargo lo que incrementó
nuestra envidia fue el día que le regalaron un caballo. El zambo se pavoneaba
en ese táparo para un lado y para el otro, mientras le rogábamos que nos diera
una palomita, así fuera al anca. Y él cerrado en la banda que ni riesgos, que
le habían prohibido prestar el animal. Tocaba entonces mostrar indiferencia y
mientras el fantoche ese se daba gusto, nosotros pretendíamos estar muy
entretenidos sacando gusanos de sus madrigueras. En cualquier barranco había
pequeños agujeros y en ellos metíamos un espartillo recién arrancado, y no era
sino esperar a que se moviera para meterle un jalón y así sacar el desprevenido
bicho.
Al otro día salimos de caminata
temprano para que no se nos pegara y pudiera darse el gusto de humillarnos, y
arrancamos por la avenida hacia el sector de los tanques de Niza. Pues no
llevábamos ni la mitad del camino y oímos el traqueteo de los cascos que se
acercaban; y el mocoso para arriba y para abajo sacándole chispas a esas
herraduras, y nosotros babeados de las ganas. Llegamos a la Coca cola y nos
empinamos en la ventana para alcanzar a ver embotellar el ansiado líquido,
mientras él muy cómodo en su caballo preguntaba si desde tan abajo sí se veía
bien.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario