Nada que llame más la atención que
lo prohibido, porque asegura que se trata de algo misterioso. No me canso de
repetir que las mamás de antaño fueron mujeres increíbles que levantaron proles
numerosas mientras administraban un hogar católico y disciplinado; cuando un
niño tenía cuatro años había por lo menos otros dos hermanitos más chiquitos y
por lo tanto salía para la calle desde temprana edad a enfrentarse con la vida.
Después de tirar la puerta de la
casa quedábamos en absoluta libertad, porque bien es sabido que la mamá no
tenía cómo saber en qué andábamos, a menos que jugáramos al frente de la casa.
Por fortuna, para proceder con esas pilatunas censuradas teníamos a nuestra disposición
todos esos terrenos que ocupan hoy el barrio La Camelia y sus alrededores.
Las comitivas estaban absolutamente
prohibidas sin la compañía de un adulto, pero para nosotros así no tenía gracia
porque no nos dejaban meter la mano. Entonces planeábamos la estrategia para
realizar una bien sabrosa y para ello cada uno de los miembros de la gallada
debía aportar algo: plátano, papas, caldo de sustancia, cebolla, tomate y demás
ingredientes, además de cubiertos, platos y en vista de que utilizar una olla era
imposible, porque tocaba dejarla reluciente a punta de ‘bom-brill’, la solución
era cocinar en un coco de galletas.
Desde muy chiquitos cargábamos una
navajita en el bolsillo, con las que picábamos todo ese revuelto antes de
echarlo en la el tarro; el resultado era un caldo insípido y desagradable,
caliente como el infierno. Entonces alguno comentó que eso lo que necesitaba
era una gallina y que él sabía una técnica para ‘pescarlas’. Bastaba tirarles
un puñado de maíz, uno de cuyos granos iría amarrado con un nylon, para que una
vez tragado no fuera sino jalar.
La vaina nos quedó sonando y le
dijimos a mi mamá que le pidiera a una tía que tenía una casa campestre
enseguida del aeropuerto La Nubia, para hacer un paseíto con los amigos del
barrio. Nos la prestó de una y el sábado, después de instalarnos en La
Finquita, salimos de excursión a conseguir la ‘proteína’ para el sancocho.
Bajamos hasta Chupaderos y luego recorrimos gran parte de la región y en
ninguna parte nos funcionó el cuento de la pesca con maíz, hasta que vimos en
un guadualito que había al lado de una pesa para camiones, enseguida de la
entrada para el Club campestre, hoy Bosque popular, un grupo de gansos grandes
y gordos.
Después de matar uno a los
garrotazos nos fuimos para la finca a prepararlo, pero Maruja, la casera,
estaba reacia a colaborar. Tocó entonces prometerle la mitad de la carne y ahí
sí aceptó, y trajo un balde metálico con agua para ponerlo en una fogata a
hervir y así poder desplumar el pajarraco. Estábamos en esas cuando apareció el
policía del aeropuerto a investigar sobre el animal desaparecido; preguntó para
qué era el agua y respondimos que para un caldo Maggi, mientras hacíamos
piruetas para tratar de pararnos encima de algunas plumas y el hombre comentó
que si no sería como mucha agua para hacer un caldito.
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