sábado, diciembre 10, 2016

Memorias de barrio (17).

Nada que llame más la atención que lo prohibido, porque asegura que se trata de algo misterioso. No me canso de repetir que las mamás de antaño fueron mujeres increíbles que levantaron proles numerosas mientras administraban un hogar católico y disciplinado; cuando un niño tenía cuatro años había por lo menos otros dos hermanitos más chiquitos y por lo tanto salía para la calle desde temprana edad a enfrentarse con la vida.

Después de tirar la puerta de la casa quedábamos en absoluta libertad, porque bien es sabido que la mamá no tenía cómo saber en qué andábamos, a menos que jugáramos al frente de la casa. Por fortuna, para proceder con esas pilatunas censuradas teníamos a nuestra disposición todos esos terrenos que ocupan hoy el barrio La Camelia y sus alrededores.

Las comitivas estaban absolutamente prohibidas sin la compañía de un adulto, pero para nosotros así no tenía gracia porque no nos dejaban meter la mano. Entonces planeábamos la estrategia para realizar una bien sabrosa y para ello cada uno de los miembros de la gallada debía aportar algo: plátano, papas, caldo de sustancia, cebolla, tomate y demás ingredientes, además de cubiertos, platos y en vista de que utilizar una olla era imposible, porque tocaba dejarla reluciente a punta de ‘bom-brill’, la solución era cocinar en un coco de galletas. 

Desde muy chiquitos cargábamos una navajita en el bolsillo, con las que picábamos todo ese revuelto antes de echarlo en la el tarro; el resultado era un caldo insípido y desagradable, caliente como el infierno. Entonces alguno comentó que eso lo que necesitaba era una gallina y que él sabía una técnica para ‘pescarlas’. Bastaba tirarles un puñado de maíz, uno de cuyos granos iría amarrado con un nylon, para que una vez tragado no fuera sino jalar.

La vaina nos quedó sonando y le dijimos a mi mamá que le pidiera a una tía que tenía una casa campestre enseguida del aeropuerto La Nubia, para hacer un paseíto con los amigos del barrio. Nos la prestó de una y el sábado, después de instalarnos en La Finquita, salimos de excursión a conseguir la ‘proteína’ para el sancocho. Bajamos hasta Chupaderos y luego recorrimos gran parte de la región y en ninguna parte nos funcionó el cuento de la pesca con maíz, hasta que vimos en un guadualito que había al lado de una pesa para camiones, enseguida de la entrada para el Club campestre, hoy Bosque popular, un grupo de gansos grandes y gordos.

Después de matar uno a los garrotazos nos fuimos para la finca a prepararlo, pero Maruja, la casera, estaba reacia a colaborar. Tocó entonces prometerle la mitad de la carne y ahí sí aceptó, y trajo un balde metálico con agua para ponerlo en una fogata a hervir y así poder desplumar el pajarraco. Estábamos en esas cuando apareció el policía del aeropuerto a investigar sobre el animal desaparecido; preguntó para qué era el agua y respondimos que para un caldo Maggi, mientras hacíamos piruetas para tratar de pararnos encima de algunas plumas y el hombre comentó que si no sería como mucha agua para hacer un caldito.

El tombo nos pilló y prometió regresar para buscar el cuerpo del delito, por lo que nosotros salimos despavoridos para la casa. No más llegar, mi mamá supo que algo nos había pasado y no demoró mucho en hacernos ‘cantar’; el animal sacrificado resultó ser de una prima de ella y el asunto generó tremendo lío familiar. Ni hablar del regaño que nos metieron y del remordimiento que sentimos por el pobre animalito.

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