A mediados del siglo pasado montaban
una feria agropecuaria donde queda ahora el velódromo de la universidad de
Caldas. Muy pronto nos percatábamos de que algo hacían en ese lote, porque
mientras recorríamos el barrio Estrella en busca de algo para hacer veíamos
pasar camiones con materiales y con trabajadores, y de inmediato salíamos
disparados para allá a patiarnos los trabajos de adecuación. Recuerdo que era un
coliseo prefabricado que armaban de manera provisional, por lo que en esas nos
pasábamos todos los días que durara el evento hasta que volvieran a desbaratar
la estructura.
Se trataba de una edificación
circular con una pista en el centro donde exhibían los ejemplares de concurso,
rodeada de pesebreras y corrales para acomodar todos los animales. Era mucha la
felicidad nuestra, unos mocosos chiquitos, pasear por los corredores mientras
tocábamos esos toros imponentes que rumiaban echados en sus pesebreras; igual
si nos dejaban cargar un conejo o un curí, una cría de cabra, un cachorro
cualquiera. Los vendedores ambulantes ofrecían productos del campo como miel de
abejas, alfandoque, arequipe, dulce de brevas y mil delicias por el estilo, las
cuales disfrutábamos al recibir las degustaciones.
Otra entretención que
acostumbrábamos cuando nos veíamos sin programa era caminar hasta la Clínica
veterinaria de la Universidad de Caldas. Desde mi ventana puedo ver hoy sus
modernas instalaciones y celebro que perdure aún algo de la antigua edificación;
la misma que recorríamos a gusto sin que nadie impidiera nuestro
desplazamiento. Entrábamos entonces como Pedro por su casa y empezábamos a ver los
cubículos ocupados por los pacientes en recuperación: un caballo con una venda
en la pata, la vaca recién operada, una ovejita que balaba sin pausa y el
marrano padrón que buscaba la manera de salirse. También había dos jaulas
grandes que acogían gran cantidad de perros y gatos; separados, por supuesto.
Calculo que fue en 1963 cuando llegamos
a vivir a La Camelia, un barrio incipiente localizado prácticamente en las
afueras de la ciudad, ya que después no quedaba sino el Batallón y pare de
contar. Por lo tanto caminábamos mucho por la avenida Santander para visitar
amigos o hacer algunas compras, pero una costumbre de todos era no más salir,
conseguir un palito para rastrillarlo en la reja que protegía la casa quinta La
Lucía, localizada donde queda hoy un exclusivo vecindario al que se ingresa por
el edificio Quintanar. Después seguía la extensa reja que cerraba el antiguo
hospital, que ocupaba el lote donde están hoy el edificio de La Luker y el
centro comercial Cable Plaza. Ahí nos dábamos gusto al correr y producir el rítmico
golpeteo.
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