Somos muy dados a lamentar hechos
sucedidos mientras especulamos sobre las posibilidades de haberlos podido
evitar, renuentes a aceptar una realidad que no tiene reversa. Muere alguien en
un accidente y en el velorio familiares y amigos dedican el tiempo a enumerar
las tantas maneras que tuvo el finado de burlar a la muerte, mientras se
olvidan de un dicho que refleja la realidad: ‘Cuando te toca, aunque te
quites’. Claro que otros preferimos: ‘Nadie se muere la víspera’.
A finales de 1985 hubo un fuerte
invierno y quienes trabajábamos en el aeropuerto soportábamos mucho estrés,
dado que por ser temporada muchos viajeros van de vacaciones o a reunirse con
sus familias para disfrutar las fiestas. Casi a diario el clima impedía las
operaciones aéreas y muchas veces el aeropuerto permanecía cerrado hasta
después del mediodía. Una mañana el agente Orrego, un policía que vivía en la
terminal aérea con su familia, me pidió que le ayudara con dos cupos para la
mujer y el hijo del subcomandante de policía del departamento, quienes iban a
acompañar al hijo mayor que se graduaba de bachiller en Bogotá.
Al rato volvió a decirme que en
plataforma estaba la avioneta que movilizaba personal de la firma Pinski, que
construía la clínica de Villa Pilar, y que el piloto, un griego radicado en
Colombia, le dijo que sobraban cupos; que pidiera permiso y él los llevaba. Había
mejorado la visibilidad y estaba próximo a que autorizaran la operación del
aeropuerto. Orrego quería ganarse la simpatía de su superior y me pidió que
llamara a la constructora a ver si nos ayudaban. Yo pensé que la peor
diligencia es la que no se hace y me comuniqué para exponerles el caso. Después
de algunas consultas aceptaron con gusto prestarle el servicio al oficial y así
pudo despacharlos en el vuelo privado, a tiempo para que alcanzaran a llegar a
la ceremonia.
El agradecimiento del oficial fue
inmenso, pero le dije que toda esa labor era de Orrego, que yo apenas había
colaborado con una llamadita; el subalterno se pavoneaba satisfecho mientras su
superior le palmoteaba la espalda y le repetía que ese favor no se le
olvidaría. Al fin se fue tranquilo y contento, mientras Orrego les refregaba a
sus compañeros de turno que ahora sí la había sacado del estadio.
Seguimos la rutina y al momento ni
me acordaba del asunto, hasta que a eso de la una de la tarde apareció otra vez
el oficial desencajado a mi oficina; pálido, tembloroso y con una ansiedad que
no le permitía quedarse quieto. Me preguntó si sabía dónde había aterrizado la
avioneta al llegar a Bogotá; que si acaso en Guaymaral; que si sus ocupantes
debían seguir algún protocolo de seguridad que los demorara; todo porque esa era
la hora que no tenía razón de su familia. Procedí a llamar a la torre de
control para confirmar los datos del vuelo y el operador me dijo que acababan
de declarar perdida la avioneta.
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