viernes, julio 31, 2015

Cuando te toca…

Somos muy dados a lamentar hechos sucedidos mientras especulamos sobre las posibilidades de haberlos podido evitar, renuentes a aceptar una realidad que no tiene reversa. Muere alguien en un accidente y en el velorio familiares y amigos dedican el tiempo a enumerar las tantas maneras que tuvo el finado de burlar a la muerte, mientras se olvidan de un dicho que refleja la realidad: ‘Cuando te toca, aunque te quites’. Claro que otros preferimos: ‘Nadie se muere la víspera’.

A finales de 1985 hubo un fuerte invierno y quienes trabajábamos en el aeropuerto soportábamos mucho estrés, dado que por ser temporada muchos viajeros van de vacaciones o a reunirse con sus familias para disfrutar las fiestas. Casi a diario el clima impedía las operaciones aéreas y muchas veces el aeropuerto permanecía cerrado hasta después del mediodía. Una mañana el agente Orrego, un policía que vivía en la terminal aérea con su familia, me pidió que le ayudara con dos cupos para la mujer y el hijo del subcomandante de policía del departamento, quienes iban a acompañar al hijo mayor que se graduaba de bachiller en Bogotá.

Al rato volvió a decirme que en plataforma estaba la avioneta que movilizaba personal de la firma Pinski, que construía la clínica de Villa Pilar, y que el piloto, un griego radicado en Colombia, le dijo que sobraban cupos; que pidiera permiso y él los llevaba. Había mejorado la visibilidad y estaba próximo a que autorizaran la operación del aeropuerto. Orrego quería ganarse la simpatía de su superior y me pidió que llamara a la constructora a ver si nos ayudaban. Yo pensé que la peor diligencia es la que no se hace y me comuniqué para exponerles el caso. Después de algunas consultas aceptaron con gusto prestarle el servicio al oficial y así pudo despacharlos en el vuelo privado, a tiempo para que alcanzaran a llegar a la ceremonia.

El agradecimiento del oficial fue inmenso, pero le dije que toda esa labor era de Orrego, que yo apenas había colaborado con una llamadita; el subalterno se pavoneaba satisfecho mientras su superior le palmoteaba la espalda y le repetía que ese favor no se le olvidaría. Al fin se fue tranquilo y contento, mientras Orrego les refregaba a sus compañeros de turno que ahora sí la había sacado del estadio.

Seguimos la rutina y al momento ni me acordaba del asunto, hasta que a eso de la una de la tarde apareció otra vez el oficial desencajado a mi oficina; pálido, tembloroso y con una ansiedad que no le permitía quedarse quieto. Me preguntó si sabía dónde había aterrizado la avioneta al llegar a Bogotá; que si acaso en Guaymaral; que si sus ocupantes debían seguir algún protocolo de seguridad que los demorara; todo porque esa era la hora que no tenía razón de su familia. Procedí a llamar a la torre de control para confirmar los datos del vuelo y el operador me dijo que acababan de declarar perdida la avioneta.

De inmediato avisamos a los pilotos privados que tenían aviones en La Nubia para que ayudaran con la búsqueda, que por fortuna dio frutos cuando el primer sobrevuelo encontró el siniestro en un cerro de la cordillera. En plataforma había tres helicópteros gringos facilitados para transportar científicos al volcán Arenas, por su reciente erupción, los mismos que ofrecieron para colaborar con el rescate de las víctimas, labor que estuvo completada para el final del día. Qué tarde tan triste debió enfrentar ese oficial, el mismo que vimos feliz apenas unas horas antes. ¿Y Orrego?, escondido debajo de la cama.

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