Tendría yo once años cuando nos
fuimos a vivir a Villa Julia, una deliciosa casa campestre localizada en las
afueras de Villamaría; ahí existe todavía un corto tramo de la carretera de
ingreso, abajito de la curva de El Estrelladero, porque del resto de la
finquita ya no queda nada y en su terreno se levanta ahora un populoso barrio. En
ese entonces se nos presentó un inconveniente por vivir tan lejos, y fue que
quedamos por fuera de la ruta de los buses del colegio y por lo tanto debíamos
buscar una manera de transportarnos.
La solución fue contratar un chofer,
que de una vez le ayudara a mi mamá con el julepe de estar todo el día en ese
carro de aquí para allá. La rutina diaria consistía en madrugar y llevar
primero a mi hermana al colegio Santa Inés, luego parábamos en el centro donde mi
papá le entregaba al conductor, para seguir hacia Morrogacho, al colegio Gemelli,
donde estudiábamos cinco hermanos.
Un asunto que no nos gustó ni cinco
fue que tres días a la semana no podíamos ir a almorzar a la casa y en cambio
mi mamá nos empacaba una lonchera con alimentos provocativos y novedosos, para
dorarnos la píldora. En vista de que nunca se había presentado tal situación en
el colegio, estábamos convencidos de que nos la iban a montar y por lo tanto
hicimos un pacto de silencio para que nadie se enterara. Al llegar en la mañana
mandábamos al menor a que llevara la maleta a donde Cecilia Bermúdez, la
secretaria, para que nos la guardara.
A medio día esperábamos que se
fuera todo el mundo, con la disculpa que nuestro carro estaba demorado, y al no
quedar nadie por ahí mandábamos de nuevo a Buchón, que tendría siete años, a
que la recogiera; el zambo renegaba y decía que por qué todo él, pero le
zampábamos dos patadas en el fundillo y no le quedaba sino obedecer. El
escondite era una casita abandonada que había en la parte baja del colegio,
pero era tal la paranoia de que nos fueran a pillar, que nos encaramábamos al
zarzo por una claraboya y ahí nos quedábamos hasta que fuera hora de volver a
entrar a clases.
Gonzalo el chofer era un camaján,
peinado hacia atrás con mucha gomina, que manejaba el carro con un estilacho muy
particular. Mientras estaba con adultos era todo un señor pero al quedar solo
con nosotros convertía el carro en una fiesta completa, además de enseñarnos
unos versos que harían poner colorado al mismísimo Satanás. Siempre que
bajábamos por la carretera que va hacia el barrio La Francia a toda mecha, él trataba
dizque de asustarnos pero nosotros le gritábamos en coro que le asentara la
chancleta. Por las tardes al terminar la jornada varios amigos pedían que los
trajéramos y como el DeSoto era un carro grande y espacioso, lo llenábamos
hasta el tope.
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