Después de echarle cabeza a por qué
con nuestra generación las familias pasaron de ser numerosas a tener máximo dos
o tres hijos, deduzco que se debe a que en nuestra época había que invertirle
muy poco dinero a los retoños; decían que cada muchachito venía con la arepa
bajo el brazo. Los colegios no eran costosos, vestíamos de manera sencilla sin
seguir modas ni tendencias, las visitas al médico eran muy reducidas y al
odontólogo nos llevaban una vez al año. Nada de terapeutas ni tratamientos
sofisticados, y no recuerdo que a algún niño le diera gastritis o lo llevaran
al siquiatra.
Los padres compraban juguetes para
los niños con plata de bolsillo, igual para todos y así evitar peleas y
envidias, y muchas veces el regalo suplía una necesidad básica; decepcionante era
recibir de aguinaldo un par de medias, una caja de colores o unas cargaderas.
La mesada que nos daban alcanzaba para muy poco y debíamos ahorrar para comprar
una leche condensada; a restaurante nos llevaban para celebrar el cumpleaños y con
frecuencia nos decían que la invitación era la cuelga. Y no aspirábamos a
mucho, porque para nosotros era un lujo tener una navajita en el bolsillo.
Nunca recibimos clases o cursos
diferentes al colegio, a no ser que fueran gratis. Aparte de no existir los extracurriculares,
ninguna mamá estaba dispuesta a trastear mocosos; harto oficio tenía en la casa
como para ponerse en esas. En el mercado no compraban nada que no fuera
indispensable y por lo tanto el mecato no existía para nosotros; el máximo lujo
que recuerdo fue un Korn Flakes que nos llevaron alguna vez, y fue tal la
garrotera que se armó por el muñequito que traía en el interior, que mi mamá
tuvo disculpa para no volvernos a comprar de esa porquería, como decía ella.
Al momento de salir a vacaciones a
nadie se le ocurría que lo fueran a llevar a un paseo. Casi siempre al terminar
el colegio nos llevaban a motilar, nos cortaban las uñas y hágale para la finca
familiar hasta un día antes del regreso a clases; de lo contrario, nos
quedábamos en la ciudad con la libertad que teníamos al poder disfrutar de la
calle sin ningún peligro. En la finca corríamos por cafetales y potreros,
trepábamos a los árboles, montábamos a caballo, nos metíamos al río sin permiso
y mil pilatunas por el estilo, pero siempre regidos por un horario establecido;
y al que dijera a deshoras que tenía hambre, le daban un banano.
En la adolescencia tampoco
conocimos el boato. El presupuesto no alcanzaba para restaurantes elegantes y máximo
retacábamos amanecidos donde Petaca o en La Bahía. De resto llenábamos en el
centro con empanadas y albóndigas, y el mayor exceso era comer arroz chino en
el Toy San. Los paseos eran a la quebrada Cambía o al Salto del Cacique, y
eventualmente a la costa caribe, pero en bus, a dormir en carpa y con tres
pesos en el bolsillo. Visitar la Feria Internacional de Bogotá era un sueño;
nos alojábamos donde familiares y amigos que estudiaban en la capital, quienes
vivían arrumados de a seis en diminutos apartamentos, alimentados con arroz y
lentejas porque se gastaban la mensualidad jugando cartas y tomando trago.
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