martes, mayo 10, 2016

Con la arepa bajo el brazo.

Después de echarle cabeza a por qué con nuestra generación las familias pasaron de ser numerosas a tener máximo dos o tres hijos, deduzco que se debe a que en nuestra época había que invertirle muy poco dinero a los retoños; decían que cada muchachito venía con la arepa bajo el brazo. Los colegios no eran costosos, vestíamos de manera sencilla sin seguir modas ni tendencias, las visitas al médico eran muy reducidas y al odontólogo nos llevaban una vez al año. Nada de terapeutas ni tratamientos sofisticados, y no recuerdo que a algún niño le diera gastritis o lo llevaran al siquiatra.

Los padres compraban juguetes para los niños con plata de bolsillo, igual para todos y así evitar peleas y envidias, y muchas veces el regalo suplía una necesidad básica; decepcionante era recibir de aguinaldo un par de medias, una caja de colores o unas cargaderas. La mesada que nos daban alcanzaba para muy poco y debíamos ahorrar para comprar una leche condensada; a restaurante nos llevaban para celebrar el cumpleaños y con frecuencia nos decían que la invitación era la cuelga. Y no aspirábamos a mucho, porque para nosotros era un lujo tener una navajita en el bolsillo.

Nunca recibimos clases o cursos diferentes al colegio, a no ser que fueran gratis. Aparte de no existir los extracurriculares, ninguna mamá estaba dispuesta a trastear mocosos; harto oficio tenía en la casa como para ponerse en esas. En el mercado no compraban nada que no fuera indispensable y por lo tanto el mecato no existía para nosotros; el máximo lujo que recuerdo fue un Korn Flakes que nos llevaron alguna vez, y fue tal la garrotera que se armó por el muñequito que traía en el interior, que mi mamá tuvo disculpa para no volvernos a comprar de esa porquería, como decía ella.

Al momento de salir a vacaciones a nadie se le ocurría que lo fueran a llevar a un paseo. Casi siempre al terminar el colegio nos llevaban a motilar, nos cortaban las uñas y hágale para la finca familiar hasta un día antes del regreso a clases; de lo contrario, nos quedábamos en la ciudad con la libertad que teníamos al poder disfrutar de la calle sin ningún peligro. En la finca corríamos por cafetales y potreros, trepábamos a los árboles, montábamos a caballo, nos metíamos al río sin permiso y mil pilatunas por el estilo, pero siempre regidos por un horario establecido; y al que dijera a deshoras que tenía hambre, le daban un banano.

En la adolescencia tampoco conocimos el boato. El presupuesto no alcanzaba para restaurantes elegantes y máximo retacábamos amanecidos donde Petaca o en La Bahía. De resto llenábamos en el centro con empanadas y albóndigas, y el mayor exceso era comer arroz chino en el Toy San. Los paseos eran a la quebrada Cambía o al Salto del Cacique, y eventualmente a la costa caribe, pero en bus, a dormir en carpa y con tres pesos en el bolsillo. Visitar la Feria Internacional de Bogotá era un sueño; nos alojábamos donde familiares y amigos que estudiaban en la capital, quienes vivían arrumados de a seis en diminutos apartamentos, alimentados con arroz y lentejas porque se gastaban la mensualidad jugando cartas y tomando trago.

Hace 50 años empezó a venir desde Bogotá el doctor Mayoral a hacer los primeros tratamientos de ortodoncia. Don Pablo Arbeláez llevó uno de sus hijos y cuando le pasaron un presupuesto de $4.000, una fortuna, escandalizado le preguntó al profesional si al muchachito se le podría solucionar el problema con una pela.

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