martes, mayo 31, 2016

Memorias de barrio (14).

Así como pasamos nuestra niñez en las calles del barrio, en completa libertad y sin peligros aparentes, al llegar a la pubertad le cogimos el gusto al centro de la ciudad donde vivimos experiencias que nos prepararon para llegar a la compleja y turbulenta adolescencia. Y la razón para frecuentarlo fue que en Manizales, desde Fundadores hasta donde finaliza la avenida Santander, en el retorno de Coca cola, que era el mismo límite de la ciudad, no existía ningún tipo de negocio, establecimiento comercial o de entretenimiento. Todas las edificaciones estaban destinadas a vivienda familiar y los únicos comercios eran las tiendas de barrio.

Para cualquier diligencia, reunión, trámite o transacción era necesario ir al centro, lo mismo que para comprar un tornillo, un pliego de cartulina, un corte de popelina, mandar a arreglar la plancha o hacer una vuelta de banco. Absolutamente todo se desarrollaba en el centro de la ciudad. Las amas de casa debían visitarlo a diario con su lista de mandados, pero tenían la facilidad de parquear el carro en la puerta del negocio que frecuentaban, ya que el tráfico era mínimo y existían pocas restricciones.

Desde muy niños nos íbamos en patota para social doble el sábado por la tarde y al salir tomábamos el algo en uno de los tantos sitios que ofrecían mecato en el centro. Nos desplazábamos en bus, con la condición que esperábamos hasta que apareciera uno en buen estado porque había unas carachas que francamente daban pena; recuerdo el número 50, de Socobuses, una tartana que parecía que se fuera a desbaratar. Esa empresa era la única que cubría la ruta por la avenida Santander y tenía las terminales en el parque Liborio y en Coca cola; y a muchos conductores los conocíamos por el nombre.

Ya púberes, cuando las hormonas empezaron a alborotarse, la táctica era levantar viejas en el centro porque las noviecitas no daban ni la hora. Entonces íbamos a cine al teatro Manizales o al Olympia y bastaba pagarle la boleta a una bandida para tener derecho a meterle mano toda la tarde; al finalizar la película, antes de que prendieran la luz, fingíamos ir la baño para volarnos y así no tener que invitarlas a tomar el algo. Los primeros pinitos los hicimos en el grill Las Muñecas, frente a la peluquería Moderna, donde las viejas recibían cierta cantidad de fichas según lo que uno les brindara: un ron con ginger, tres fichas. Años después, en plena adolescencia, recorríamos la carrera 23 en plan de conquista y en alguna de las fuentes de soda conseguíamos pareja.

El sitio ideal era La Ronda, en el segundo piso del edificio Cuellar, donde cogíamos mesa en la ventana y mientras nos tomábamos unas cervezas, escogíamos las nenas que pasaban por el andén del frente y con solo hacerles una seña las teníamos a disposición; después de unos tragos y de entrar en calor, nos bajábamos para un grill que funcionaba en el sótano del mismo edificio y allá dábamos rienda suelta a las ganas. 

Al caer la tarde salíamos a tragar empanadas en La Canoa o albóndigas en el parque de Caldas, para después hacer vaca de a un peso y regresarnos en taxi para la casa. El exagerado aliño de las viandas opacaba el tufo y a la mamá le decíamos que estuvimos por ahí dando vueltas y ‘vitriniando’. Después de comida volvíamos a salir y nos metíamos al Caracol Rojo, un café al frente del Banco de la República, donde continuábamos la rutina: tomar trago y ‘abejorriar’ coperas. Hormonas en ebullición.

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