Así como pasamos nuestra niñez en
las calles del barrio, en completa libertad y sin peligros aparentes, al llegar
a la pubertad le cogimos el gusto al centro de la ciudad donde vivimos
experiencias que nos prepararon para llegar a la compleja y turbulenta
adolescencia. Y la razón para frecuentarlo fue que en Manizales, desde
Fundadores hasta donde finaliza la avenida Santander, en el retorno de Coca
cola, que era el mismo límite de la ciudad, no existía ningún tipo de negocio,
establecimiento comercial o de entretenimiento. Todas las edificaciones estaban
destinadas a vivienda familiar y los únicos comercios eran las tiendas de
barrio.
Para cualquier diligencia, reunión,
trámite o transacción era necesario ir al centro, lo mismo que para comprar un
tornillo, un pliego de cartulina, un corte de popelina, mandar a arreglar la
plancha o hacer una vuelta de banco. Absolutamente todo se desarrollaba en el
centro de la ciudad. Las amas de casa debían visitarlo a diario con su lista de
mandados, pero tenían la facilidad de parquear el carro en la puerta del
negocio que frecuentaban, ya que el tráfico era mínimo y existían pocas restricciones.
Desde muy niños nos íbamos en
patota para social doble el sábado por la tarde y al salir tomábamos el algo en
uno de los tantos sitios que ofrecían mecato en el centro. Nos desplazábamos en
bus, con la condición que esperábamos hasta que apareciera uno en buen estado
porque había unas carachas que francamente daban pena; recuerdo el número 50,
de Socobuses, una tartana que parecía que se fuera a desbaratar. Esa empresa
era la única que cubría la ruta por la avenida Santander y tenía las terminales
en el parque Liborio y en Coca cola; y a muchos conductores los conocíamos por
el nombre.
Ya púberes, cuando las hormonas
empezaron a alborotarse, la táctica era levantar viejas en el centro porque las
noviecitas no daban ni la hora. Entonces íbamos a cine al teatro Manizales o al
Olympia y bastaba pagarle la boleta a una bandida para tener derecho a meterle
mano toda la tarde; al finalizar la película, antes de que prendieran la luz,
fingíamos ir la baño para volarnos y así no tener que invitarlas a tomar el
algo. Los primeros pinitos los hicimos en el grill Las Muñecas, frente a la
peluquería Moderna, donde las viejas recibían cierta cantidad de fichas según
lo que uno les brindara: un ron con ginger, tres fichas. Años después, en plena
adolescencia, recorríamos la carrera 23 en plan de conquista y en alguna de las
fuentes de soda conseguíamos pareja.
El sitio ideal era La Ronda, en el
segundo piso del edificio Cuellar, donde cogíamos mesa en la ventana y mientras
nos tomábamos unas cervezas, escogíamos las nenas que pasaban por el andén del frente
y con solo hacerles una seña las teníamos a disposición; después de unos tragos
y de entrar en calor, nos bajábamos para un grill que funcionaba en el sótano
del mismo edificio y allá dábamos rienda suelta a las ganas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario