Los derechos de los menores se han
convertido en un dolor de cabeza para los padres de familia, porque ante
cualquier desavenencia el retoño procede a demandarlos penalmente. Es común que
en ese tipo de querellas a quien favorece el fallo es al vástago, mientras sus
progenitores quedan atados de manos y trinando de la ira. Lo mismo sucede con
profesores y afines, quienes no pueden siquiera ponerle una mano en el hombro a
un alumno porque se los traga la tierra; ni hablar de castigarlo o zamparle un
coscorrón.
En la actualidad cualquier discrepancia
que se tenga con un menor, un suceso simple y cotidiano, una molestia ínfima,
puede causarle traumas. De ser así, quienes pertenecemos a generaciones anteriores
seríamos personas traumatizadas en grado sumo. Porque a la crianza nuestra le
aplicaron muy poquita sicología, aparte de que no conocimos terapeutas, tutores
y demás profesionales que asisten ahora a los muchachitos. Por ser tantos hijos
recibíamos poca atención, ya que el papá dedicaba el tiempo a trabajar y la
mamá a cuidar los más chiquitos.
De manera que crecimos en la calle,
con hermanos, familiares y amigos, y la ley de la vida nos enseñó a
defendernos. Si a un menor lo matoneaban debía enfrentar el problema, darse
trompadas o tranzar con sus enemigos, porque a los papás no podía irles con
lloriqueos. Para cualquier situación existían mitos y creencias que nacían del
imaginario popular, y los mismos adultos inventaban cuentos que apelaban al
miedo para obligarnos a obedecer.
Decían por ejemplo que si nos tragábamos
las pepas de una fruta, al otro día nos retoñaba un árbol por debajo de la
lengua. O que por tragarnos los chicles se formaba una gran bola en la barriga,
la cual crecería hasta llegar a no dejarnos alimentar. Quien se arrimara mucho a
la candela empezaría a orinarse todas las noches en la cama, para lo cual no
quedaba sino sentar al mocoso en un ladrillo hirviente para que dejara ese
vicio tan cochino.
La mayor prueba de nuestra
resistencia a los traumas se dio cuando muy de vez en cuando nos llevaban a
bañar en una piscina, a la que nos metíamos desde que nos bajábamos del carro
hasta el momento de devolvernos para la casa, y después de almuerzo nos
advertían que debíamos reposar una hora, por reloj, porque al que se metiera al
agua le daba un derrame cerebral. La amenaza para quien se portara mal era que
en diciembre, mientras el Niño Dios repartía regalos para los demás, a él le
traería un tarro lleno de ceniza.
Los hombres en la cocina huelen a
rila de gallina, decían cuando un varón invadía un territorio que era exclusivo
de las mujeres; entre los campesinos el niño no podía recoger siquiera un plato
de la mesa, porque arriesgaba volverse afeminado. De educación sexual nunca nos
dijeron una palabra y si un muchachito jugaba con una niña, y se tocaban con
las manos, con esta admonición les advertían que suspendieran: Juegos de manos,
juegos de villanos.
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