martes, mayo 31, 2016

Los hombres en la cocina...

Los derechos de los menores se han convertido en un dolor de cabeza para los padres de familia, porque ante cualquier desavenencia el retoño procede a demandarlos penalmente. Es común que en ese tipo de querellas a quien favorece el fallo es al vástago, mientras sus progenitores quedan atados de manos y trinando de la ira. Lo mismo sucede con profesores y afines, quienes no pueden siquiera ponerle una mano en el hombro a un alumno porque se los traga la tierra; ni hablar de castigarlo o zamparle un coscorrón.

En la actualidad cualquier discrepancia que se tenga con un menor, un suceso simple y cotidiano, una molestia ínfima, puede causarle traumas. De ser así, quienes pertenecemos a generaciones anteriores seríamos personas traumatizadas en grado sumo. Porque a la crianza nuestra le aplicaron muy poquita sicología, aparte de que no conocimos terapeutas, tutores y demás profesionales que asisten ahora a los muchachitos. Por ser tantos hijos recibíamos poca atención, ya que el papá dedicaba el tiempo a trabajar y la mamá a cuidar los más chiquitos.

De manera que crecimos en la calle, con hermanos, familiares y amigos, y la ley de la vida nos enseñó a defendernos. Si a un menor lo matoneaban debía enfrentar el problema, darse trompadas o tranzar con sus enemigos, porque a los papás no podía irles con lloriqueos. Para cualquier situación existían mitos y creencias que nacían del imaginario popular, y los mismos adultos inventaban cuentos que apelaban al miedo para obligarnos a obedecer.

Decían por ejemplo que si nos tragábamos las pepas de una fruta, al otro día nos retoñaba un árbol por debajo de la lengua. O que por tragarnos los chicles se formaba una gran bola en la barriga, la cual crecería hasta llegar a no dejarnos alimentar. Quien se arrimara mucho a la candela empezaría a orinarse todas las noches en la cama, para lo cual no quedaba sino sentar al mocoso en un ladrillo hirviente para que dejara ese vicio tan cochino.

La mayor prueba de nuestra resistencia a los traumas se dio cuando muy de vez en cuando nos llevaban a bañar en una piscina, a la que nos metíamos desde que nos bajábamos del carro hasta el momento de devolvernos para la casa, y después de almuerzo nos advertían que debíamos reposar una hora, por reloj, porque al que se metiera al agua le daba un derrame cerebral. La amenaza para quien se portara mal era que en diciembre, mientras el Niño Dios repartía regalos para los demás, a él le traería un tarro lleno de ceniza.

Los hombres en la cocina huelen a rila de gallina, decían cuando un varón invadía un territorio que era exclusivo de las mujeres; entre los campesinos el niño no podía recoger siquiera un plato de la mesa, porque arriesgaba volverse afeminado. De educación sexual nunca nos dijeron una palabra y si un muchachito jugaba con una niña, y se tocaban con las manos, con esta admonición les advertían que suspendieran: Juegos de manos, juegos de villanos.              

Seríamos tan inmunes a los traumas, que ni siquiera la religión y los curas lograron desequilibrarnos. Ese terror infundado, la amenaza del fuego eterno, una cantaleta parejita que todo lo que hacíamos era pecado mortal; que si un infante moría sin estar recién confesado, se iba derecho para los profundos infiernos. Y uno que se acusaba de pecados menores, de pendejadas que inventaba mientras hacía la fila del confesionario, porque a nadie se le ocurría decirle al padre Uribe que le gustaba acariciarse el cacao. ¡Ni riesgos!

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