Durante nuestra niñez la palabra
Navidad solo empezaba a nombrarse a principios de diciembre, cuando unos pocos
vendedores ambulantes se instalaban en la parte trasera de la catedral
basílica, sobre la carrera 23, para ofrecer pinos y musgos a los compradores
que no tenían la opción de ir a buscar esos elementos a los bosques cercanos;
para nosotros era el mejor programa y pronto relataré cuál era el protocolo a
seguir para salir de excursión en su búsqueda. También vendían pliegos de papel
encerado, material necesario para armar los pesebres.
Las instalaciones de bombillitos
para enredarlas en los arboles no se conseguían en la calle; tampoco había
vendedores de juguetes y demás mercancías, que para eso estaban las
cacharrerías. El alumbrado navideño público era muy pobre y se resumía en unos
cables con bombillos de colores que instalaban de lado a lado en las carreras
22 y 23, en el centro, y la mayoría de avisos de neón de los almacenes, que
entonces no eran adosados a la pared sino perpendiculares, presentaban sus
mejores colores. Por la avenida Santander en cada poste pegaban un adorno que
semejaba un arbolito navideño, con el nombre de su patrocinador. No era
más.
En los barrios populares el
ambiente siempre ha sido festivo, porque cuelgan festones y bombillos de
colores sobre las vías, arman un fogón comunal para preparar natillas y fritar
buñuelos y hojuelas, y algún día de diciembre cierran la calle para proceder
con una matada de marrano comunal. En cambio en los barrios residenciales se
veían pocas señas de la Navidad, aparte de las luces de los arbolitos que se
notaban detrás de las cortinas; además de una que otra instalación que alguien enredaba
por ahí. En todo caso nada que ver con los arreglos que hacen aún en los
antejardines en los Estados Unidos, en los que prima es la exageración, el
boato y la lobería.
Cabe aquí un paréntesis para
advertir que esta columna no debe ser leída por menores de edad sin la compañía
de un adulto, porque en esa época no se oía hablar de los derechos de los
animales y mucho menos de que la pólvora fuera peligrosa. Ahora pienso que la
mejor muestra de que una campaña educativa puede llegarle a la gente, es lo que
se ha hecho en nuestro país durante tantos años. Porque en ese entonces la
pólvora era la primera invitada a la Navidad; sin importar la capacidad
económica de la gente, siempre había plata para quemarla a diario. Espero
entonces que nadie se aterre con las barbaridades que hacíamos con la pólvora,
desde los niños hasta los adultos, y todavía me miro los dedos de la mano y no
puedo creer que los tenga completos.
Entonces llegaba la primera
celebración de diciembre, el 8 que es el día de la Inmaculada Concepción,
aunque culturalmente la fiesta se realiza el 7 por la noche. Ese día al caer la
tarde nos llevaban a dar una vuelta por la ciudad para ver arreglos y adornos,
aunque en algunos sectores debíamos subir las ventanillas porque podían
meternos un buscaniguas por una de ellas. No más llegar a la casa insistíamos
en que nos dieran primero las velitas romanas, muy diferentes a las de ahora,
porque eran pitillos forrados con papel y rellenos de pólvora negra; los
desbaratábamos y a hacer diabluras con ese material.
Por fin le parábamos bolas a mi
mamá y prendíamos las velas a la Virgen, pero lo que nos gustaba era jugar con
parafina, chuzar las velas con clavos calientes y demás pilatunas prohibidas.